Título: The bird and the worm
Fandom: Axis Powers Hetalia
Claim: Prusia/Romano, y más parejas.
Warnings: AU. Algo subido de tono también.
1
Lovino abrió mucho sus ojos y cerró la puerta enfrente de él. No estaba muy seguro de si lo que acababa de ver recién entrando a su habitación había sido imaginación suya -solía jugarle jugarretas pesadas cuando volvía a casa tan tarde y con un par de copas de más- o si realmente había visto lo que creía haber visto, pero no era lo suficientemente valiente como para quedarse a averiguarlo.
Bueno, eso pensaba, pero lo cierto era que le avergonzaba ir a despertar a alguien para que revisara el interior de su cuarto -y que después su estúpido hermanito menor no dejara de cantar por ahí que Lovino le tenía miedo a la oscuridad o algo por el estilo-, así que, tras un largo momento en que permaneció de pie frente a su puerta, con la frente recargada en la madera y recobrando el aliento, por fin se atrevió: abrió una vez más la puerta, sólo un poquito, lo suficiente como para poder ver adentro.
La luz de la calle se colaba por las cortinas abiertas de su ventana, azulada y blancuzca a la vez, y proyectaba una sombra alargada que iba desde el escritorio hasta la puerta que acababa de abrir. Pero no. Ahí no había nada, así que luego de suspirar y dar gracias a Dios, finalmente se atrevió a entrar.
La mano que lo sostuvo por la boca para impedirle gritar y que cerró la puerta detrás de él se sintió fría y pesada sobre su rostro, y Romano, que era un verdadero miedica, estuvo a punto de desmayarse cuando giró un poco la cabeza y sus ojos se conectaron con dos brillantes orbes bermejos que estaban mucho más cerca de lo que le hubiera gustado. Fue entonces cuando comprendió que realmente no había sido su imaginación: que en realidad había habido alguien de pie junto a su ventana abierta la primera vez que trató de entrar y el pánico se apoderó de él.
-“Si te quedas callado y muy quietecito,”- había dicho esa voz, que era áspera y punzante, y que seguramente le causaría pesadillas por el resto de su vida a partir de ese instante -si es que vivía, claro está-, y Lovino había asentido repetidas veces incluso antes de escuchar lo que aquél hombre estaba tratando de decir. -“y si haces exactamente lo que yo te diga, nada va a sucederte… ¿está claro?”.
Romano ahogó un gemido, y asintió una vez más, con fuerza. Sentía que los ojos se le habían llenado de lágrimas y el corazón saltado hasta su garganta mientras hacía intentos sobrehumanos por tratar de no desvanecerse. Porque hubiera sido sencillo: simplemente perder el conocimiento. Pero algo le decía que si se dejaba llevar por el italiano cobarde que era, probablemente nunca más volvería a ver la luz del día. Ni a oler el delicioso aroma de la pasta recién cocinada o a comerse un tomate. Y el pensamiento de todo aquello que más amaba en la vida fue lo que lo obligó a mantenerse firme -lo más que podía, que en realidad no era mucho- y obedecer al cañón de lo que seguramente era un arma de fuego presionándose contra su espalda y que le obligaba a avanzar bajo el agarre de aquella mano que le apretaba la boca.
Cayó de bruces sobre la cama, que estaba desecha y olía a algo que fue incapaz de identificar, y aquella persona se sentó detrás de él, empujándolo un poco más sobre el colchón y haciendo uso de su arma para ser un poquito más convincente. No que hiciera mucha falta… Lovino de igual forma hubiera hecho cualquier cosa que él le pidiera con tal de resguardar su integridad física. Incluso ponerse a cuatro patas y ladrar -y esperaba que nadie se enterara de aquél pensamiento, dicho sea de paso. Que era cobarde, pero también muy orgulloso-.
-“¿Q-quién…?”- consiguió articular por fin, mientras se apretujaba contra la cama, temblando incontrolablemente. -“¿Q-qué es lo que quiere? Ha-haré lo que sea, ¡pero por favor, no me lastime!”
Juraría haber escuchado una pequeña risita ronca detrás de él, no muy lejos de su nuca, aunque no hubiera podido asegurarlo. Por el modo en que ésta sonó, -y que fue como ‘kesese’- hubiera podido ser cualquier cosa, se dijo. Aunque algo dentro de sí sabía que había sido una risa.
-“Te lo dije, ¿no? Sólo quédate callado y nada te pasará.”
-“Pe-pero…”
-“¿¿Tengo que repetírtelo de nuevo??”- la voz se levantó apenas un ápice, pero sonó mucho más macabra de lo que ya resultaba cuando era apenas un susurro, y chillando, Romano se apresuró a negar con la cabeza, aferrándose a las mantas revueltas de la cama.
-“¡Lo siento! ¡Lo siento mucho! ¡¡Me quedaré quieto y callado, pero no me haga daño!!”
-“Bien.”
Entonces, por fin, el cañón del revólver se apartó de su espalda, no sin antes haber trazado un camino que fue desde la base de su espalda hasta su nuca, levantando un poco la tela de su camisa y haciéndolo temblar de miedo.
-“Voy a quedarme aquí un tiempo,”- informó aquél hombre, mientras se reacomodaba sobre la cama, a su lado. Lovino ni siquiera se atrevió a volver el rostro hacia él, por temor a que tuviera un súbito arrebato y decidiera que era mejor deshacerse del estorbo. -“Voy a necesitar comida, y ropa. Y semillas para pajarito,”- y el italiano, que había estado llevando nota mental de las peticiones del terrorista, no pudo evitar ensanchar un poquito los ojos. ¿Había escuchado bien? Hubiera deseado preguntárselo, pero mejor no. No fuera a ser la de malas. -“También necesito unas pinzas y desinfectante. Y si tienes vendas, no me vendrían nada mal. ¿Lo has captado todo?”
-“Sí, sí…”- gimoteó Romano, cuando una mano se apoyó sobre el colchón, cerca de su cabeza.
-“Entonces, ¿por qué sigues aquí?”
No pasaron ni siquiera diez segundos luego de que el permiso fuera concedido antes de que Lovino abandonara la habitación, primero a pasos cortos, temerosos, pero apenas se hubo visto libre, y tras la amenaza de perseguirlo hasta el fin del mundo de ser necesario si se lo decía a alguien, fue directamente al baño en busca del botiquín de los primeros auxilios.
Volvió un rato después, llevando tantas cosas que amenazaban con caérsele de las manos cerradas y los brazos. Contra su pecho apretaba una caja de madera blanca con una cruz roja en el medio; en una mano sostenía una bolsa con una muda de ropa que había obtenido de su abuelo, porque el secuestrador era alto y mucho más fornido que él, por lo que había sido capaz de percibir con una mirada fugaz antes de marcharse; y en la otra llevaba otra bolsa con comida. Toda la que había podido conseguir. Incluso semillas para pajarito.
Antes de llamar a la puerta, tuvo la precaución de que no hubiera nadie más en el pasillo. Ya su hermano menor se había encargado de fastidiarlo un rato preguntándole para qué quería semillas para ave, y Lovino lo había enviado a callar de un portazo. Esperaba, por su propio bien -y el de su hermano- que Feliciano se mantuviera con las narices fuera y se ocupara de sus propios asuntos, porque si se daba cuenta… Bueno. Suponía que nada bueno saldría de todo eso.
De todos modos, no obtuvo respuesta tras varias llamadas, por lo que, resoplando, abrió él mismo la puerta. Tuvo un pequeño estremecimiento cuando encontró la luz del baño encendida, escurriéndose por debajo de la puerta cerrada, y la ventana cerrada. Él no la había cerrado, así que supuso que lo habría hecho el invasor, por lo que, aunque no le gustaba tenerla así, no hizo ningún intento por abrirla.
Esperó sentado sobre la cama. No se atrevía ni siquiera a encender las luces, y tragaba saliva constantemente. Cualquiera podría decir que estaba comportándose muy valiente porque no se había echado a correr todavía ni había ido a llorarle a su abuelo en busca de ayuda, pero la verdad era que apenas si podía pensar. Su mente estaba completamente en blanco y todo su cuerpo dominado por el miedo, y en situaciones así, lo mejor para él era obedecer.
Confiaba en que, si se portaba bien, su secuestrador tendría piedad y no lo lastimaría. O al menos eso quería creer.
Cuando por fin la puerta del baño se abrió y de adentro una ligera cortina de vapor se abrió paso por la habitación, entre la luz dorada, Romano pudo verlo por primera vez.
En efecto, era alto y fornido, y tenía el cabello blanco. ¿Un anciano bien conservado? No. Era joven, aunque la piel húmeda y descubierta de su cuerpo era mucho más pálida de lo que el italiano recordara haber visto nunca, y tenía una mirada intimidante y escarlata, casi irreal.
Como un fantasma.
Reacomodándose la toalla que llevaba envuelta alrededor de la cintura, aquél hombre le lanzó una mirada escrutadora, y después fue directamente hacia él. Lovino no se percató de ello, pero se sostenía el costado del torso con una mano y caminaba torpemente. Mucho más inclinado de lo que sería normal. Se sentó a su lado sobre la cama y ésta se hundió bajo su pecho, pero Romano no lo miró. Estaba demasiado ocupado viendo el piso y rogando por su vida como para fijarse en pequeñeces.
-“¿Lo has traído todo?”- preguntó aquél, entrecerrando los ojos con gesto amenazador, y el italiano asintió con fervor. -“¿También la comida para aves?”
-“S-sí… Está todo.”
-“Bien,”- el desconocido sonrió. Tenía una sonrisa naturalmente cruel, aunque aquello Romano tampoco pudo verlo. Ni siquiera se percató del momento en que éste se inclinó hacia él, respirando pesadamente, y acercó su boca a una de las orejas del italiano, quien se estremeció y jadeó cuando éste habló contra su oído. -“No necesitas estar tan asustado, mocoso. Porque aunque debo decir que no me desagrada… si te mueres, tampoco vas a serme muy útil que digamos.”
-“S-sí,”- repitió Lovino, aguantando la respiración. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que seguramente aquella persona podía escucharlo también, pero bien poco le importaba. Ni siquiera era consciente de la forma en que le temblaba la mandíbula y sus puños se aferraban a la tela de sus pantalones.
El albino suspiró, rodando los ojos, y se echó hacia atrás.
-“Enciende las luces,”- le ordenó, y Lovino se incorporó de un salto, yendo directamente hacia el interruptor que había a un costado de la puerta. -“Y cierra bien, porque no queremos que alguien más entre, ¿verdad?”
Asintiendo, el italiano echó el pestillo a la puerta.
En parte él tenía razón. Si Veneziano, o Seborga, o su abuelo tenían la ocurrencia de ir a hurgar donde nadie los llamaba, no quería ni pensar en lo que podría suceder.
Cuando se volvió y reclinó la espalda contra la puerta, pudo verlo arqueándose sobre el botiquín de primeros auxilios. Ahora que se fijaba mejor, con las luces encendidas de por medio, fue que se dio cuenta: de que aquella persona se sostenía con la mano una herida abierta y sangrante que le coronaba el flanco derecho, y si antes había pensado que su cama olía extraño, era porque estaba empapada de sangre.
Lovino tuvo un mareo repentino. Su rostro, que era más bien bronceado, se tornó súbitamente pálido, y tuvo que llevarse una mano a la boca para evitar vomitar. No era que le diera asco todo aquello, no. La sensación que experimentó en aquél preciso instante era diferente, y él sabía bien que estaba a punto de desplomarse, así que se dejó caer sobre el piso, recargándose sobre la puerta, y flexionó las rodillas.
De todos modos, aquél sujeto estaba hurgando entre las cosas del botiquín sin hacer demasiado caso de él. Seguro que…
-“Oi, ¿mocoso?”- lo llamó éste repentinamente, y Romano dio un respingo. Todo el piso giró abruptamente debajo de él. -“Ven acá.”
Ugh.
Fue prácticamente a gatas hasta él, y una vez que hubo llegado a su lado, se mantuvo arrodillado frente a la cama, sin atreverse a mirarlo.
-“Oe. Mírame.”
No podía. No quería. Sentía que las lágrimas fluían descontroladas a lo largo de sus mejillas y su mentón, y por eso…
-“Dije que me mires,”- ordenó el desconocido, con un siseo ronco, y Lovino levantó el rostro bruscamente, asustado. -“Ah, eso está mejor, kesese~”- concordó el albino, con una sonrisa. -“Ahora escúchame bien,”- se movió un poco, mostrándole el torso. -“Tengo una bala aquí adentro, ¿sabes? Y duele como la puta madre. Necesito que me ayudes a extraerla.”
-“¿Q-qué?”
-“No sé. A veces me temo que no hablamos el mismo idioma,”- repuso el intruso, resoplando y poniendo cara de fastidio. -“¿Sería mejor para ti si te lo dijera en italiano? Porque no soy muy bueno que digamos. La verdad es que no soy de aquí.”
Y ni falta que hacía aclararlo: con semejante físico y además remarcando la erre al hablar, cualquiera se hubiese dado cuenta.
-“A-Alemania…”
-“Oh, estás bien informado, ¿ah?”- el más alto ensanchó brevemente su sonrisa, antes de inclinarse hacia él. -“¿Hay algo más que sepas?”
-“¡N-no! Yo…”
Escuchó una risa atronadora, y después el invasor levantó la cabeza.
-“Bueno, ya dejado esto en claro, como te iba diciendo, voy a necesitar tu ayuda.”
Lovino pudo escuchar que le daba instrucciones… o algo así. La verdad es que no entendía muy bien. Le zumbaban los oídos y su instinto de supervivencia le decía que se echara a correr ahora que estaba desprevenido, pero también le decía que muy probablemente le disparara antes de que saliera por la puerta. Además, ya le había puesto el seguro. Y la ventana estaba cerrada… Si saltaba por el cristal cerrado, ¿se lastimaría mucho? ¿Viviría? Podía ver el revólver sobre la cama, a un lado del alemán, y también la herida de su torso, aunque poco más. Incluso su mirada había empezado a nublarse.
Si aquél hombre hubiera sido listo o al menos lo hubiera pensado mejor, hubiese sabido que cuando fue a meterse a aquella casa había cometido un muy, muy grave error. Aunque se percató de ello instantes después, cuando Romano finalmente se desmayó.
-“Tsk…”- se quejó, rascándose la nuca con una mano.
Ahora pensaba que, tal vez, la casa de al lado hubiera sido un mejor escondite.