REUNIÓN DE VIEJOS
El hombre caminaba lento, encorvado casi hasta formar un perfecto ángulo de 90 grados, apoyado en un bastón viejo y ajado como sus ropas, como él mismo. Era el hombre más viejo del barrio, posiblemente del mundo entero. O eso les parecía a los niños. E incluso a alguno de los adultos. Nadie recordaba si alguna vez había sido joven. No quedaba nadie vivo del pleistoceno para dar fe. Todos los que vivían en su calle, sin excepción, podrían haber jurado que el anciano siempre había sido eso: un anciano. Encorvado, feo, rancio. Arrastraba los pies tras su bastón, siempre enjuto, siempre enojado, siempre cansado.
No se le conocía familia alguna. Algunos decían que toda su familia había muerto ya, hijos y nietos incluidos, pero nadie podía ya dar fe de ello. Otros decían que nunca la había tenido. Los niños opinaban que ya había nacido viejo y solo, como sólo los viejos pueden estarlo, y que su madre debía de ser alguna momia en algún museo. La única realidad que se conocía era que vivía solo en una casa tan vieja como él, tan enjuta, tan enojada y cansada, con un jardín pobre y descuidado y ventanales sucios. Un ligero olor acre se escapaba por sus junturas y hacía especular acerca de periódicos viejos acumulados, de basura en las esquinas y gatos mal nutridos campando a sus anchas entre muebles sucios y desgastados.
De vez en cuando alguien de los servicios sociales se dejaba ver en su puerta, e incluso una vez había ido algún policía, llamado sin duda por algún vecino que podía más con el olor, pero esas eran todas las visitas que solía recibir.
Pero a veces, muy de año en año, otros viejos y viejas, tan viejos y cansados, tan enjutos y enojados, se reunían en su casa. Era algún tipo de reunión que no tenía que ver con ninguna festividad. No era Navidad ni el día de Todos los Santos, ni Fiesta Mayor, ni San Juan. A veces ni siquiera coincidía el día, como si la fiesta, al igual que las Pascuas o la Cuaresma, dependiera de un calendario que nada tenía que ver con el gregoriano. Siempre era, sin embargo, en lo más crudo del crudo invierno. Una docena de momias y vejestorios, restos de museos, historia apenas viva, se reunían en la puerta del anciano desafiando el tiempo inclemente y entraban, arrastrando los pies, mezclando su propio olor apolillado al de la rancia casa.
Alguna vez a los largo de los incontables años que hacía que el anciano vivía en la calle, algún grupo de muchachos se había acercado a la ventana a pesar del frío y habían intentado espiar sin éxito qué era lo que hacían los viejos cuando se reunían. incapaces de concebir diversión de ningún tipo pasados los treinta.
-Estaban cantando algo -había jurado una vez un muchacho espigado, de cara pecosa y cabello castaño-, pero desafinaban terriblemente.
-Hacían un ruido horrible al comer, como si sorbieran la sopa todos a la vez -había informado al cabo de unos años otro muchacho, rubio y robusto, con un gesto de repugnancia-. Seguro que se habían quitado las dentaduras.
-Son todos extranjeros -había observado con gravedad una vez una muchachita, conocida por ir siempre a jugar con los niños-. No se entendía nada de lo que decían.
En lo que todos coincidían era en que los cristales estaban demasiado sucios como para ver nada más que la insinuación de alguna vela encendida sobre la mesa y una sombra desplazándose, lenta y cansada, de un lado a otro de la sala. Y pronto, a pesar del frío, el olor se volvía insoportable y los muchachos dejaban el lugar, burlándose de los ancianos e inventando historias acerca de lo que debía hacerse allí.
Nunca nadie se acercó a la verdad. Ni los que imagiban a los ancianos mareados y alegres cantando desacompasadas canciones de tierras lejanas, ni los que imaginaban largas y aburridas partidas de canasta o bridge. Ni los que los imaginaban durmiendose todos a la vez para el segundo plato, ni los que suponían que simplemente eran los últimos miembros de alguna vieja estirpe que de vez en cuando se reunían para charlar. Ni siquiera los que imaginaban aquelarres espectrales y conjuras demoníacas rozaban siquiera la realidad.
Porque tal y como cruzaban la puerta y se deshacían de los abrigos los ancianos que no eran ancianos estiraban sus encorbadas espaldas y se permitían desentumecer bien los brazos. O sería más apropiado decir las patas. Las seis patas que a diario, por la calle, debían ocultar y que les daban aspecto de jorobados. Y se deshacían de los zapatos que les entorpecían y que les obligaban a caminar con pasos tan cortos, tan lentos y extenuantes. Y se sentaban a la mesa, que su anfitrión había preparado a conciencia, a devorar con gusto el manjar que se les ofrecía. A veces era alguien de los Servicios Sociales, o un Testigo de Jehova de los más insistentes, aunque lo normal era que fuera un vagabundo al que nadie iba a echar en falta. Solían recitar pregarias de su tierra para agredecer los alimentos y luego comían, entre excitadas exclamaciones de deleite chirriadas entre largos dientes afilados como agujas. Y se peleaban como chiquillos por los huesos, y sorbían con fruición el tuetano, lamiendo hasta el útimo resquicio con sus largas lenguas, los ojos en blanco de puro placer.
Y luego comían los postres. Cada reunión le tocaba a uno de ellos traerlos, pero todo el mundo sabía que los mejores los preparaba la Señora Harris, que hacía una mousse de limón deliciosa, ideal para hacer bajar la copiosa comida que acababan de ingerir.