Resumen: El plan era sencillo. Meterse, robar y volver con los otros. Pero Miguel debió saber que algo saldría mal, terriblemente mal.
Fandom: original
Advertencia: slash/yaoi.
Un plan fallido
El plan no era complicado. Miguel no podía ni siquiera refugiarse en el argumento de que sí lo había sido porque, en realidad, toda la responsabilidad del fracaso pertenecía a su poca preparación y el no haber visto la cola del perro una vez entró en la cocina, tras forzar la puerta con un alambre. De poco servía ser consciente de que nadie le advirtió sobre ningún animal.
Y si el chillido del animal no fue suficiente para los hados sádicos que siempre lo habían acompañado, y en parte lo condujeron a ese momento, encontraron su éxtasis en hacer que derribara una escoba tras echarse hacia atrás, logrando que el cristal de un florero en la mesa procreara miles de pequeños cristales que se diseminaron por el suelo. El animal salió huyendo despavorido por la puerta giratoria hacia un salón iluminado por un brillo anaranjado. Miguel se dio la media dispuesto a seguir su ejemplo cuando la luz de la cocina se encendió y sintió una mano cerrarse en torno a su brazo delgaducho. Jodido, estaba jodido.
-Por favor, no me dispare.
Lo que sí le habían dicho era que ahí vivía un agente de policía retirado, viudo y sumamente paranoico, al punto de que dormía con una pistola cargada al lado de su mesita de noche. Aunque nadie estaba seguro de esto último, Pablo no había cesado de señalárselo entre dientes, el maldito cabrón. Por un momento se vio a sí mismo, con sus cabellos castaños hechos un perpetuo lío, su camiseta amarilla, sucia y rota en un costado, los jeans desteñidos y las zapatillas grisáceas por el uso. No tenía calcetas. Maldita sea, sus sesos iban a desparramarse sobre el suelo entre pedazos de vidrio y ni siquiera iba a tener las calcetas que esperaba conseguir después de esa noche.
-No voy a dispararte -le contestó una voz inesperadamente joven, consternada-. ¿Cuántos años tienes? ¿15, 14?
Miguel giró, trató de liberar su brazo y no lo logró. El joven entre 25 y 26 años no lo miraba con enojo, si no con una sorpresa incrédula y su mano vigorosa se sentía como una prensa de acero. A Miguel no le gustaba encontrarse con gente más fuerte que él, que era casi todos los que conocía, puesto que estaba casi en los huesos.
-¿No me matarás? Porque te advierto que todos mis amigos me están esperando y si no vuelvo con ellos irán a la policía y te denunciarán.
Sólo la mitad de lo que decía era cierto. Sus amigos esperaban que les llevara algún botín de aquel primer robo, pero dudaba de que alguien fuera a la policía en caso de que desapareciera. La mayoría ya había tenido sus encuentros con las autoridades por diferentes cosas y no querrían acercarse a ellas por nada del mundo. No los culpaba. Él no lo haría en sus zapatos. Por esos sus palabras habían tenido una nota demasiado aguda.
El hombre parpadeó. No hizo más que eso y Miguel estuvo seguro de que no le creyó nada.
-Por favor, déjame irme.
-Que no te voy a matar, por Dios. ¿Quieres dejar de retorcerte? -pidió cuando el chico intentó volver a soltarse. Él obedeció, con temor en la mirada-. Me puedo hacer una idea pero ¿se puede saber qué pretendías irrumpiendo en la casa de mi tío?
Nadie había mencionado tampoco nada sobre un sobrino. La conciencia de cuánto había ignorado, el lío que podría haberse ahorrado si no fueran los demás tan cabrones con sus pruebas de iniciación, le llevaron a apretar los puños. Al cabo suspiró, derrotado. ¿A qué valía enojarse? Lo que empieza mal, mal está. Las cuentas sin pagar, la escapada de su padre, el alcoholismo de su madre, ¿no era prueba de ello?
-Pretendía robar -respondió bajando la mirada. Ahí es donde acaba un muchacho que hace menos de dos años tenía casa y cama, dando explicaciones acerca de un delito en el que ni siquiera había querido participar-. Ellos me lo dijeron. Se suponía que no habría nadie.
-¿Ellos? -dijo su captor, en alerta-. ¿Dices que ellos pueden entrar en cualquier momento a seguir el robo?
-No, no -negó Miguel, secretamente pensando que ojala así fuera-. Yo tenía que hacerlo solo. Sólo así me dejarían…
Iba a decir “trabajar con ellos en las calles” pero admitir eso -junto al hecho de que lo necesitaba, de que era lo único que podía hacer por su madre y por él- le pareció ser demasiado abierto y prefirió cerrar la boca.
-Ya veo -repuso el hombre, y por su parecía que se había apaciguado. Al menos ya no le apretaba tanto el brazo-. Para ver si valías la pena.
Hablaba como si fueran un montón de simples adolescentes acostumbrados a retarse a hacer cosas absurdas para obtener la risa y la aceptación del grupo. Nadie, Pedro incluido, tendría más de 18 años, así que no estaba tan equivocado. Asintió cabeceando.
-¿Vas a… ?-preguntó pero la garganta se le cerraba como por un puño. Reuniendo valor, volvió a intentarlo-. ¿Vas a llamar a la policía?
El hombre sólo se le quedó mirando, meditativo y curioso. Miguel no guardaba ninguna esperanza mientras parecían transcurrir minutos insaciables, hasta que al fin el extraño contestó:
-No creo que haga falta.
Miguel no sintió entusiasmo; en cambio, le dedicó una mirada de cautelosa aprehensión. No era difícil ver el mensaje impreso en ella. “No me gustan las bromas”.
Esto no pareció importar al otro.
-¿Tienes casa?
El muchacho pensó en el departamento donde su madre y él habían estado viviendo los últimos meses. Donde las ventanas no podían abrirse, la pintura se caía del techo del baño y cuyas habitaciones, todas juntas, podrían caber perfectamente en la sala y la cocina de esa casa. Les habían cortado la línea telefónica hace semanas.
-No -respondió.
-¿Y familia?
Su madre en esos momentos estaría estirada en el sofá, perdida de borracha.
-Tampoco.
-De acuerdo -repuso el hombre frunciendo el ceño. Miguel no sabía si era pena, lástima o comprensión lo que reflejaba ese semblante, pero fue algo agradable, la clase de gestos que esbozan los buenos tipos-. Bueno, esta no es mi casa, así que no puedo dejarte que te lleves algo para complacer a tus amigos. Ya destrozaste el florero, además -Se quedó mirando los pedazos de vidrio que brillaban en el piso y de nuevo Miguel quedó en vilo, sin saber qué esperar. Por último, para sorpresa suya, fue liberado-. ¿Qué te parecería comer algo? -ofreció con una sonrisa.
Miguel lo miraba, confuso. Abrió y cerró los párpados y ni aun así estuvo seguro de que no se lo había imaginado. Se apartó, receloso.
-Escucha, si vas a llamar a la policía, hazlo de una vez -exigió. Cortar por lo sano, así prefería las cosas. No creía soportar el esperar a oír o no el sonido de una patrulla acercándose.
-Te dije que no voy a hacerlo -reiteró el hombre con paciencia-. Simplemente no quiero dejarte ir a que robes a otra cosa porque unos chicos te lo dijeron -Un momento de silencio. Parecía vacilar-. Si no tienes casa, puedes quedarte aquí por hoy.
-Sí, claro -replicó Miguel irónico. Le estaba tomando el pelo, en definitiva. Era demasiado bueno para ser verdad.
El hombre suspiró suavemente, apenas abriendo los labios.
-Te lo digo de verdad. Yo me encargaré de explicarle a mi tío más tarde.
Miguel frunció los labios, pensativo. En los últimos meses había conocido todas las tretas posibles para estimular lástima o compasión. Un ojo parchado, un bebé alquilado, prendas maltratadas por tijeras. Pero ahora no creía estar frente a un maestro del engaño. Sólo aguardaba su respuesta sin siquiera apurarlo, mirándolo arriba y abajo en una apreciación que no supo muy bien cómo interpretar. A lo mejor ya sentía lástima de él por su aspecto desaliñado y esa era su forma de mostrarlo. Tal vez era una de esas personas que entregaban más de 50 centavos a los mendigos con los que se cruzaba. Porque tenía pinta de serlo, sin duda.
-¿Y qué quieres que yo haga? -preguntó. Entregar más de 50 centavos era una cosa, hospedar a un niño que intentó robar en la casa de tu tío anciano de por sí era difícil de creer, más si no existían condiciones de por medio.
El hombre sonrió. Se calmó otro poco. Ahora que lo notaba, tenía una sonrisa muy bonita. Parecida a los actores de los comerciales que se ponen desodorante y tienen una legión de chicas persiguiéndolos. Llegado a ese punto de su vida, Miguel ya tenía asumidos sus gustos. Le gustaban las personas guapas, radiantes, que parecían capaces de vivir únicamente en la televisión, las películas y los anuncios publicitarios que atestaban las calles. A veces veía gente así por la calle pero nunca reunía el valor para acercárseles. Sólo las miraba pasar, con sus cabellos flotando brillantes a la luz si lo llevaban largo, sus anchos hombros si los tenían, la cabeza en alto siempre, indiferentes al mundo.
-Ayudarme a limpiar este desastre estaría bien -dijo él y esta vez Miguel también alzó un poco las comisuras de los labios-. Me llamo Denis.
Le extendió la mano. Se la estrechó, asombrándose de lo fuerte y grande que parecía en comparación de la suya. Y cálida, confortable.
-Miguel.
Pablo y los demás podían irse al demonio, al menos por esa noche.
Después de haber tirado los pedazos de florero al tacho de basura, Denis volvió a preguntarle si quería algo de comer y Miguel negó con la cabeza. Lo cierto es que sí tenía hambre, pues todo lo que había comido en el día se había reducido a una hogaza de pan duro, pero le resultaba difícil tomarse esa confianza y pedir como mendigo habría sido extraño, fuera de lugar. Entonces Denis le indicó que lo siguiera escaleras arriba. Miguel fue tras sus pasos, admirando los cuadros que adornaban las paredes en su camino. Algunas eran simples fotografías familiares, en las que aparecía la figura de un anciano de rostro severo, robusto como un oso, y otras debían ser de parientes más antiguos pues estaban en blanco y negro y los estilos eran anticuados. Comenzó a sentirse como un intruso, sabedor que en realidad no tenía derecho a estar ahí, pero una imagen en la cabeza de la escalera lo obligó a detenerse.
-¿Eres tú? -preguntó señalando el marco.
Ahí estaba un joven con el sombrero de bonete, generando el borde una sombra sobre su rostro, vestido con una túnica negra y alzando en el aire un rollo de papel como si fuera un trofeo. Portaba la sonrisa más grande del mundo. A su lado el conocido anciano, ya no tan amargo, sonriendo orgulloso. Otras personas aparecían en la imagen pero sólo importaba el que recién se graduaba.
-Así es -respondió Denis volviendo sobre sus pasos. Estaba tan cerca que Miguel creyó oler su desodorante-. De cuando me gradué de administración de empresas -se rió-. Para lo que me sirvió. Todavía trabajo en la tienda de mi padre. Ven.
Miguel dirigió una mirada al estudiante feliz, extasiado, y luego siguió a Denis por el pasillo. Llegaron a una puerta de blanco, igual a todas las demás. Denis la abrió hacia la oscuridad absoluta y se estiró para buscar algo en la pared interna. Cuando lo halló, se oyó un ligero click, y una luz pura invadió la habitación como un enorme abrazo. No era especialmente grande, ni linda, y apenas estaba decorada por unas cortinas color beige colgando de la ventana, pero a Miguel le pareció respirar un aire mucho más hogareño que su verdadera casa.
-El baño está por allá -explicó Denis señalando otra puerta blanca al otro lado del pasillo-. Y yo duermo ahí -Ahora apuntó el dedo hacia la puerta justo al lado de la que acababa de abrir-. Por si necesitas algo durante la noche
-Gracias -dijo Miguel, algo torpemente. Tal vez un poco cortante pero no podía evitarlo. Tanta consideración lo apabullaba.
-De nada -respondió Denis y de nuevo le dio esa mirada desconocida, fija, que no era compasión ni lástima. Miguel se la sostuvo por segundos interminables, desconcertantes, hasta que Denis volvió en sí, sonrió otra vez, y se encaminó a las escaleras-. Estaré abajo leyendo un rato más. Siéntete cómodo y ya veremos qué hacer en la mañana.
-Vale -contestó Miguel viéndolo partir con una ligera sensación de incomodidad.
El cuarto a oscuras no tenía nada de tenebroso. Miguel había pensado que sí, que le asustaría ver tantas formas nuevas acostado como estaba en un ambiente totalmente nuevo, pero no era así. Un ventilador de astas blancas giraba velozmente en el techo, engendrando un frío placentero sobre las amables sábanas gruesas, de color beige. Todo ahí tenía un color beige o blanco, neutro para cualquier visitante que pudiera llegar. No podía dormir.
Incontables veces se removió, considerando que era problema de la posición. Acabó como estaba ahora, los pies sobre la almohada y la cabeza casi colgando del borde. Disfrutaba del aire lanzado hacia él sin la camisa rota, los brazos extendidos. La noche le otorgaba al cuarto un tinte azul oscuro. El escenario perfecto para un sueño tan tranquilo como no tuviera en mucho tiempo, y ahí estaba, los ojos abiertos. ¿Qué estarían haciendo Pablo y los otros? ¿Habrían desaparecido de la esquina donde debían esperarlo tras asimilar que no lo logró? ¿Creerían que estaba con la cabeza abierta por el disparo de una bala o en camino a la estación de policías? Se reía imaginando sus rostros, se pasaba las manos por su cara sonriente y se estiraba gustoso. Todavía se sentía un poco como un sueño. Tenía la idea de que si se dormía despertaría en otro lado, en otro basurero, y mañana debería enfrentarse a los terribles nervios de penetrar en un hogar ajeno aun a sabiendas de que el dueño no estaba.
Y tenía hambre. Lo que ya se había vuelto una costumbre cotidiana, el eterno estómago vacío, se estaba volviendo una real molestia tras haber escuchado ese simple ofrecimiento: “¿quieres algo de comer?” Quizá llegaba un momento en que uno se olvidaba del hambre, simplemente, y volvía a recordarlo en cuanto cabía la posibilidad de aplacarlo. ¿O no se emocionaban más por el dinero esos chicos con los que trataba cuando divisaban a un transeúnte normal? Una vez solos, podían pasar por chicos normales. Haciendo caso omiso de la pobreza de su indumentaria, lo sucio de sus cuerpos y la avaricia demasiado adulta brillando en cada uno de sus gestos. La verdad, desde el inicio esos chicos le daban algo de miedo. Parecían dispuestos a hacer lo que fuera por dinero, no meramente sobrevivir, como era su caso.
Lanzó un suspiro de agonía. ¿Por qué, por qué diablos se había negado a aceptar la comida? Ahora el pensamiento no le dejaba en paz ni un instante. Por si no fuera suficiente, las tripas le protestaban. “A la mierda” se dijo y salió del cuarto sin molestarse en buscar la camisa. En la casa reinaba un silencio total, y sin embargo, no daba la impresión de estar vacía. Sólo era que ahí no se oían los reclamos de los conductores madrugadores o las peleas de las parejas disfuncionales. Ahí existía la posibilidad de conseguir paz. Bajó las escaleras de dos en dos y le sorprendió descubrir que la luz de la cocina ya estaba encendida. Se asomó. Denis estaba preparando un sándwich con rodajas de jamón y queso y ahora esparcía una delgada cubierta de mayonesa por el pan. Miguel avanzó tras unos instantes de vacilación. El otro sólo lo miró, arqueando un poco las cejas, al parecer no muy sorprendido de verlo.
-¿No podías dormir? -inquirió.
-No -Se tensaron sus labios, pasó una mano sobre otra en ademán nervioso.
-¿Quieres que te haga uno a ti también? -preguntó Denis, dando en el clavo.
Miguel había pasado tanto tiempo sin oír palabras amables, sin ver un sándwich con rodajas de jamón y queso en tres dimensiones, que sus ansias le llevaron a exclamar casi desesperado antes de que pudiera contenerse:
-¡Sí, por favor!
Comieron, cada uno sentado en los banquillos en torno a la mesilla de mármol, mientras el tranquilo “tic tac” del reloj de pared anunciaba que pasaba de la medianoche. Muy pronto Miguel se acabó lo que le habían dado y sin siquiera preguntarlo ya Denis estaba haciéndole más. El muchacho comía con gusto, expulsando gracias como un borboteo teniendo la boca llena, y se bebió el vaso de agua que le fue alcanzado. Y siguió comiendo. De a momentos, sin embargo, notaba la mirada directa de Denis sobre él y mientras éste esparcía nuevamente la mayonesa con un cuchillo, una voz en su mente le cuchicheó una idea. Más que una idea, una impresión.
-¿Por qué eres tan amable? -preguntó a bocajarro.
No creía que estuviera siendo un malagradecido. Tenía a derecho a saber después de todo.
-¿Te digo la verdad? -dijo Denis recogiendo los platos. Los llevó al lavaplatos y la cerámica tintineó al entrechocarse unos con otros. Estaba vestido con una camiseta fuera de los pantalones jeans. Se la había arremangado hasta los hombros y abierto hasta el pecho, lo que le otorgaba más un aire de relajación propio de un comercial de desodorantes. ¿Había una legión de chicas esperándole? Hacía calor, claro, pero de pronto la idea de las chicas le molestó-. Me diste pena.
-¿Nada más? -indagó Miguel vagamente decepcionado.
-Bueno, ponte en mi lugar. Aparece un chico en tu cocina, sin padres, sin hogar, queriendo robar para complacer a otros y ofrece un aspecto lamentable. ¿Qué harías?
-Llamo a la policía, por supuesto -contestó sin dudarlo-. Si tuviera una cocina nadie más que yo debería entrar en ella sin permiso.
Deseó callarse, no haber dado esa idea. Sin embargo, aunque no había pretendido ser gracioso, Denis se echó a reír. Su risa sonaba a limpio, como su ropa, su cabello y su cara de actor. Como la cocina, la casa. Denis quedaba bien en esa casa. Él no, de seguro. No después de haber recibido monedas fuera de la iglesia, al lado de una mujer mendiga que ni siquiera supo cómo se llamaba.
-Al menos sabes eso -dijo Denis consiguiendo calmarse-. Pero me hubiera sentido horrible por dejarte ir así.
Miguel no. Habría sentido que invadieron su propiedad y que tal crimen no podía quedar impune. Pero él no era Denis ni Denis era él. Denis era mejor que él hasta en el sentido moral. ¿Los pobres son ricos? Pura basura. Los ricos eran ricos y podían permitirse actuar tranquilamente, sin parecer siempre hambrientos o ansiosos, acomodando sus cabellos rubios de oro opaco tras una oreja blanca y perfecta. Que fueran unos hijos de puta era de nacimiento. Miserables los había pobre y ricos. Esa oreja estaba perforada.
-Genial. No lo había visto -comentó observándola, inclinándose más de lo que debería ser cortés. A Denis no pareció importarle. Se trataba de un simple aro circular, tal vez de plata, y otro más pequeño ahí donde la oreja comenzaba a ampliarse. Le quedaba perfecto-. ¿Duele mucho? Hacerte uno, digo.
-No si se hace bien -repuso Denis tocándose inconcientemente el aro. Tiró un poco del inferior sin dar muestras de molestia-. Hace unos años un amigo intentó hacerlo usando un hielo y una escuadra.
-Qué mierda -dijo impresionado-. Le habrá dolido, seguro.
-Claro. Lo amenazaron en el hospital con que le amputarían la oreja.
La sonrisa de Denis resultaba de una franca diversión. Ahora fue Miguel el que rió. Cuando se detuvo, se quedó pensativo unos instantes y volvió a aproximarse a Denis. Se acercó tanto que sus labios terminaron por unirse y él trató de incitar a los otros a moverse poniendo en práctica sus escasos conocimientos al respecto, todos sacados de la televisión y alguno que otro comentario. Parecía todo inútil. No recibía ninguna respuesta.
Se alejó. A lo mejor era tímido o un sujeto decente, de esos que no besan en la primera cita. Ahora lo que estaba fuera de dudas es lo colorado y tieso que Denis había quedado. Miguel lo miraba con ansiedad, esperando que repusiera pronto para poder besarlo otra vez. Le había gustado. Por fin, Denis tosió contra su mano y retrocedió otro paso. Evitaba su mirada.
-Lo lamento -dijo sin verlo-. Debí haberte dado una incorrecta impresión aunque no me di cuenta. No soy gay.
-Pero tu oreja… está perforada.
Denis volvió a tocarse el aro, frunciendo las cejas en irritación.
-Que me haya perforado la oreja no quiere decir que sea gay.
-¿Seguro?
-Seguro. Eso es sólo es un estereotipo barato.
-Ah -dejó escapar Miguel, abatido por el peso de su argumento.
“Haberlo dicho antes”, pensó. Y por primera vez desde que su padre los abandonara, su madre se volviera alcohólica y tuviera que pedir limosnas, sintió que se ruborizaba.