Rosas Frescas
La habitación era amplia antigua y elegante. Adornada de cortinas de terciopelo escarlata, alfombras finas de oriente. En un rincón, sentada, estaba el alma joven, dulce e inocente. Frente a ella formando un cuadro perfecto, en un jarrón de cristal, las flores más nobles de la naturaleza, la engalanaban. Un pimpollo a la espera de ser abierto por sus fríos y corrompidos dedos; por el toque de quien la observaba desde la alta y maciza puerta de entrada, mirada gris y penetrante de ojos prestados.
Se acerco a su presa, despacio disfrutando sus felinos movimientos…Sus manos se posaron en los hombros de quien yacía sentada.
La doncella, gemas azul oscuro por mirada, ni se inmuto. Siguió en su misma pose: sumisa, hipnótica, indiferente…
La mujer de pie se regocijó en el dominio de la situación, subió las manos de piel muerta presionando con sus dedos los hombros y subiendo lentamente hasta el extremo de su cuello, obligándola a tirar hacia atrás la cabeza para que sus opacos ojos le mirasen.
Retiro unos mechones lánguidos y rosados del rostro moreno. De allí, súbitamente bajo al escote, abriéndose paso por el apretado vestido de seda, sostuvo en sus palmas los pechos grandes y tibios pensando con deleite en que pronto le pertenecerían.
Sintió la textura de la piel, como los pétalos de rosas, exquisitamente suave y perfumada. Pensó en que sus progenitores fueron acertados al escoger su nombre. Hermosa, noble y fresca como las flores orientales.
Saboreó sus labios….Si, esa era la boca que quería para si misma, carnosa y húmeda, su esencia deliciosa como toda ella. Salio del vestido para palpar sus mejillas sonrojadas, encendidas, por las caricias que le estaba prodigando.
Le gustaba, probar así, los cuerpos de las que iba adueñarse, se regocijaba en su envase fenecido, pensando que pronto seria aquel retoño de belleza en sus brazos.
Había llegado el momento. Saco de entre sus pechos, apretada por la carne ya corrupta, la piedra brillante y carmesí, que le serviría de pasaje a su nueva juventud.
La coloco en el pecho de la chica dominada, cuya espalda apoyada en el extremo de la silla, ayudaba a mantener estable la gema de vida.
La alquimista solo tuvo que juntar sus palmas una vez y tocar la joya, y esta brilló marcando sobre la tierna piel, el tatuaje de un círculo, vivamente iluminado en rojo.
Solo un gemido ahogado, fue lo que salio de los temblorosos labios de la muchacha, y en un instante, la que había hecho el conjuro, cayo de lleno sobre suelo.
Dante se puso de pie, recorrió todos aquellos lugares del cuerpo robado, que ya había tocado antes, solo que esta vez, con las manos morenas.
Delineo el contorno de su torso desde el cuello hasta la cintura, acariciando la tela delicada del vestido. Sonrió y bailo por el salón, cantando, escuchando la voz que producían las cuerdas vocales ajenas. Luego altiva y orgullosa, feliz, se dirigió a la puerta y abandono el lugar.
No miro atrás, donde su antigua piel se hallaba desparramada en el piso. El alma joven que la habitaba, susurrando roncamente un inútil pedido de ayuda con una mano en alto.
Como las otras veces, no se quedo a contemplar como la carne vieja y mustia, se pudría lentamente junto con las rosas, ahora marchitas, en el jarrón.