Vicios 1, 2, 3, 4 y 5

Feb 10, 2007 14:28

Autor:
to_someplace 
Fandom: Harry Potter
Personaje/Pareja/Trío: Andrómeda/Sirius
Tema: #01 - Inicio, #02 - Lluvia, #03 - Reglas, #04 - Café, #05 - * ((Observación))

Él sabe, sabe cuándo empezó todo aquello. Él sabe y recuerda, todos los días de su vida, que de pequeño solía visitarla. Solía golpear la gran puerta de madera fría con los nudillos, aquellos nudillos que tantos castigos habían recibido de Madre. Sabe que ella, Madre, era cruel. Sabe que nunca lo quiso, sabe que Hermano siempre había sido más importante para Madre. Él recuerda la imagen de Ella, un par de años mayor, abriendo aquella gran puerta; le sonreía. Lo invitaba a pasar.

Él recuerda haberse sentado en aquella cama espaciosa, sábanas de algodón egipcio. Recuerda, también, que él tenía unas sábanas similares, de color azul… como sus ojos. Recuerda aquellos ojos con claridad, siempre fijos en Él. Siempre atentos a sus movimientos. Ella le sonreía, le sonreía y lo reconfortaba. Y se sentía bien, cálido, protegido. Él recuerda que era raro sentirse así en aquella casa tan grande, pero su alcoba siempre había sido un refugio acogedor.

Él recuerda que Ella, para esa hora, siempre tomaba el té. Y por eso siempre le convidaba, con ese té dulce del que tanto gustaba. Reconfortante. Eso era. Él recuerda, recuerda las largas conversaciones frente a aquellas tazas de porcelana. Tío se las había traído a Ella de un viaje que había hecho a París. Y Ella amaba aquel juego de té, tan solo porque le recordaban a Tío. Tío no solía pasar mucho tiempo en casa, en aquella gran casa en la que el espacio sobraba. Y Ella se sentía sola; Él sabía -y aún lo sabe- que así era.

Él recuerda que Ella le curaba las heridas. Cada noche, Ella tomaba sus manos pequeñas entre las suyas. Sus manos eran suaves, delicadas. Blancas y puras. Como ningunas otras. Las tomaba y lo sentaba en un taburete frente a Ella. Sacaba su botiquín -aún ahora, Él se pregunta por qué tendría aquel botiquín allí- y poco a poco curaba las heridas de sus nudillos. Aquellos nudillos que Madre maltrataba, aquellos nudillos que cada noche golpeaban la puerta de su alcoba. Buscando refugio. Buscando la cura. Buscando el cariño del que se lo había privado.

Él recuerda, recuerda que después de curarlo, Ella le contaba historias. Relataba historias sobre largos viajes, las travesías que el gran Merlín realizaba. Y Él disfrutaba saboreando aquél té dulce, el crepitar de la chimenea y relatos de grandes embarcaciones mágicas de la mano de su voz, siempre cálida. Su voz era su mayor tesoro. Hacía que, al oír la primera palabra del relato, él enseguida diera un respingo. Después, lo calmaba, como la música calma a las bestias. Se sumergía en las grandes lagunas de fantasía, divagaba entre altos muros de castillos y combatía contra grandes Colacuernos Húngaros. Todo de la mano de su voz dulce.

Ahora Él recuerda, sabe más bien que nadie el motivo por el que cayó. Porque cayó, flaqueó. Los Black nunca podían flaquear. Él lo hizo. Recuerda aquella tarde, la lluvia torrencial arreciaba los jardines. Lluvia. El cielo era un remolino de grises nubarrones. Él sabía que Ella se encontraría, como de costumbre, en la biblioteca de aquella gran mansión. Siempre leía para contarle sus historias en sus días de tomar té. Aquella vez fue diferente.

Él corría, corría por los pasillos para llegar hasta la biblioteca. Criados y doncellas se apartaban, lo observaban y reían. ¡Reían! Sabían que a Él no le importaba. En lo absoluto. Él recuerda que corría y corría, tan solo para llegar a la biblioteca y frenarla. Decirle que en su pecho había crecido algo grande, no solo unidad. No solo fraternidad. Que huyeran, que corrieran libres… que escaparan de toda la crueldad familiar. Estaba dispuesto -y aún lo está- a escapar de aquella vida a la que habían sido adecuados.

Ella lo rechazó. Él recuerda, recuerda con dolor la sensación en su pecho. Recuerda sus palabras hirientes. Él había tomado su mano entre las suyas, como Ella solía hacer cuando Madre castigaba sus nudillos. Le había susurrado en el oído, las lágrimas rodaban por sus mejillas.

- Lo siento, Sirius. Esto no puede ser. -

Y luego, él recuerda sus labios cálidos posados en los suyos. Lo recuerda con claridad. Recuerda haber tomado sus mejillas en sus manos, profundizando el beso. Un beso suave, limpio. Y después, ella se apartó. Apartó el rostro. Tomó el libro que tenía en el regazo y salió de la biblioteca. Él se quedó allí, postrado en sus rodillas. Él recuerda, recuerda el nudo en su garganta y la terrible sensación de haber hecho una gran locura. Y entonces, fue entonces cuando decidió escapar. Aunque fuera solo, tomar otro camino. Alejarse de esa familia. De Madre, de Hermano. Alejarse de Ella.

Y ahora, Él recuerda y llora. Llora como el día en el que fue rechazado. Llora como el día que escapó. Sabe bien que al salir de aquella celda sucia, no irá en su busca. Sabe bien que jamás, jamás volverá a reencontrarla, ni a tenerla. No sabe, no sabe que en algún rincón del mundo, Ella recuerda y llora también.

Llovía. Era una lluvia cálida, merecedora de contemplación. Cálida y suave, embargante. Adoraba ver llover. Las nubes grisáceas que se arremolinaban en el cielo -como sus ojos-, daban aspecto amenazador a aquella tormenta de verano. Siempre había amado las tormentas, incluso de niña despertaba en la noche para oír llover fuera. Miles de gotas se estrellaban contra el cristal de la ventana, resbalaban, trazaban dibujos y líneas. Detrás del cristal empañado todo se veía diferente.

Ojalá la vida -mi vida- fuera como la lluvia. Ella lo deseaba así. La lluvia era volátil; podía ser cálida o fría. Podía ser fuerte o una simple brizna. Podía arreciar por días o caer durante breves minutos. Podía cambiar de dirección según el viento. Su vida no era como la lluvia. Su vida era fría, simple, larga y nunca cambiaba de dirección. Agregaría también vacía. Porque así lo sentía ella. Se sabía desdichada, se sabía un muñeco en manos de un niño travieso -con más libertades que el resto de los muñecos, pero muñeco al fin-. Se sabía enamorada de un hombre con el que siempre serían perseguidos.

Suspiró largamente, apoyando la frente sobre el cristal frío. Las nubes grisáceas siempre le recordaban a él. Quizás por el color de sus ojos o por la frecuencia con la que iban y venían, llevadas por el grácil viento, tal como lo hacía él. Él era libre, era un espíritu sin ataduras -tan solo las impuestas por su Madre y el resto de la familia. ¿Pocas?-. Sin embargo, se atrevería a decir que era él el viento que conducía a las nubes, que viraba la dirección de las lluvias. Y ella… ella también era un espíritu libre. También bajo las ataduras de la familia, pero libre después de todo.

Eran dos personas que hubieran sido compatibles. Ella lo sabía. Pero él… ¡justamente él! No podía ser. Jamás. Sabía que se había enamorado del hombre equivocado, y sin embargo su sola sonrisa lograba desarmarla. Ella era la lluvia, él su viento. Sí, compatibles. Sí, enamorados. Sí, prohibido. Restringido y fuera de su alcance. El vago recuerdo de un bosque con el mismo nombre acudió a su memoria. Él era el bosque y ella la chiquilla que entraría, porque la curiosidad y el amor corrompían su espíritu. Lo corrompían.

Y por otra parte, estaba el hombre de ojos castaños. ¿Lo amaba? Quizás sí, pero no tanto como amaba el viento. No tanto como lo amaba a él. Ambos, ambos serían mala idea si pensaba contar con el apoyo de la familia. Quizás sus hermanas la respaldaran, pero ¿acaso valía la palabra de dos niñas maravilladas por su hermana mayor? Y él, el hermoso viento, tendría menos posibilidades. Porque era su primo. No su amigo. No su conocido. Y definitivamente: no su hombre.

Notó sus ojos azules humedecerse. ¿Acaso importaba? La lluvia sobre la piel era algo maravilloso de sentir. Se había encerrado, aún bajo los deseos imperiosos de salir a jugar con el viento. Aún bajo los deseos imperiosos de mojarse con agua de lluvia. ¿Importaba si él no podía disfrutar de aquello? Con ella. Simplemente una tarde con ella, bajo la lluvia. Los dos juntos, solos. ¡Juntos! Madre había prohibido que cualquiera -sobretodo él- se acercara a su habitación. Juntos… se le antojaba simplemente imposible.

¡Basta! Despegó la frente del cristal. Sin darse cuenta, se había arrimado a la ventana, hecha un ovillo. Como solía hacer de niña. Ya no más…

Aquella noche, la casa quedó en silencio. Era algo normal. Pero no aquel silencio tenso, frío y vasto. Ella se había ido. Él se había quedado solo -él la amaba, él sabía que ella también, él sufría-. La lluvia arreciaba los jardines con más fuerza que en la tarde. Los sollozos de las niñas aún se oían en el eco de las grandes paredes.

Ya no más…

1. Jamás osarás tocarla.
-Y jamás, es jamás-. Sabes que está completamente prohibida. Jamás acariciarás sus cabellos, ni abrazarás su cuerpo en noches de lluvia, ni ocuparás el espacio que él deja cada noche en su cama. No serás tú quien la perfume después de los baños, ni quien la arrulle por las noches.

2. Siempre ofrécele consuelo.
-Y siempre, es siempre-. Porque aunque jamás puedas tocarla, ni acariciarla, ni abrazar su cuerpo en noches de lluvia, siempre, siempre, puedes tener palabras dulces y consoladoras para ella. Siempre puedes tener un hombro en el que derrame sus lágrimas y guardarle, de vez en cuando, un par de sonrisas reconfortantes que la hagan sentir mejor.

3. Jamás debes mirarla largamente en público.
-Y jamás, es jamás-. Porque, aunque te cueste admitirlo, las malas lenguas no son sólo cosa que moleste a tu familia. A ti también te comen la cabeza, y no quieres que piensen -sobretodo tus amigas- que estás enamorado de tu prima. Y mirarla largamente sería el suicidio. Un dulce suicidio, no hay duda, pero la imagen es importante.

4. Siempre sé su amigo.
-Y esta vez, siempre es definitivamente siempre-. Porque ser su amigo significa no ir más allá. Es el freno, y tú más que nadie lo sabes bien. Tú, que siempre has sabido manejar a las féminas como nadie. Y no te permitas caer en la austera trampa de pensar que ella también corresponde tus sentimientos. Porque sabes que jamás será así. Y jamás es jamás.

5. Jamás se romperá el lazo familiar que os une.
-Y esta vez, jamás es definitivamente jamás-. Y, por sobre todas las cosas, nunca debes olvidar esta regla. Los lazos de sangre son más fuertes que cualquier otro lazo y eso os impide, te impide, que alguna vez caigas en las redes de sus ojos azules y olvides que sois primos. Porque los lazos de sangre estarán ahí, siempre y jamás, jamás se irán.

6. Jamás confundas fraternidad con amor.
-Nunca-. Porque son fácilmente confundibles. Los besos en las mejillas no son signos de amor. Como tampoco lo son los roces de las manos ni murmurar secretos a medianoche a la luz de las velas. Ella, por naturaleza, irradia fraternidad. No debes confundirlos. Por nada del mundo.

7. Jamás te sonrojes en su presencia.
-Completamente prohibido-. Te delatarás, será tu precioso fin. Ése leve rubor que sube a sus blancas mejillas de vez en cuando, no es tan adorable como cuando te pasa a ti. No, no lo es. Y, además, es signo de enamoramiento y debilidad. No debes dejar que eso ocurra. Jamás.

8. Siempre guarda las apariencias.
-Siempre-. No dejes que nadie descubra tu sentimiento. Jamás. Nadie debe saberlo, nadie. ((“¿Ni siquiera James?”)) ¡Nadie! Te condenarían, te verían como alguien que no eres. Un depravado y un perturbado mental. Jamás debes dar signos de tu amor por ella. Tan solo… tan solo la amistad y también la fraternidad. Recuerda la primera regla: jamás osarás tocarla.

9. Jamás la defraudes.
-Nunca, jamás-. Porque defraudar a una mujer es partirle en corazón, hacerlo añicos y pisotearlo. Tirarlo a la basura para que, poco a poco y con el paso del tiempo, vaya reconstruyéndolo con enmiendas y parches. No, jamás la defraudes. No dejes que pierda la confianza en ti, ni que pierda al confidente que siempre tiene para descargarse. Jamás. Siempre, siempre cuida ese corazón como oro.

10. Jamás dejes que se enamore de ti.
-Nunca, jamás en todos tus años de vida-. Porque sería el fin de ambos. Sería la perdición y la dulce gloria. Sería el reniego de la familia, el reniego de la sociedad, el repudio de todos. Porque entonces, ambos serían felices. Y aunque sea la perfección, aunque sea el paraíso por el que todos esperamos, sería también vuestra lucha contra el mundo.

Él toma la taza de sus manos. Se la lleva lentamente a los labios y da un largo sorbo. El té inglés siempre había sido de su gusto. Ella lo solía preparar sin leche y con tres terrones de azúcar. Simple. Dulce y tibio. -Burda comparación con ella. Piensa y se estremece-. Él aceptaba diligente sus tazas. Nunca había probado té como el que preparaba ella. Aunque aquella vez fue diferente. Separa la taza de su boca y observa atónito su reflejo en la superficie. No es té.

Clava sus ojos en los suyos, que lo miran impacientes. ¿Impacientes? ¿Acaso espera respuesta? Una amable sonrisa asoma a sus labios, haciendo que la seda de su vestido se transforme de repente en un impedimento. Años de entrenamiento hacen que automáticamente devuelva la sonrisa y sin embargo sigue añorando el té inglés, su té. Tan simple, dulce y tibio como lo es ella. Algo en su interior le dice, le indica y le señala que por todos los medios debe conocer la procedencia del cambio de aquel día.

Su vista se dirige casi por instinto a la taza, donde se arremolina el líquido de colores castaños oscuros que acaba de degustar. Dulce y fuerte, sí. Pero aún así, aún así prefiere su té inglés. Más suave y de gusto no tan amargo. Paladea por un momento o dos, se frena. Canela. Inconfundible, sabor fuerte e indomable. Da otro sorbo, la bebida juega en su boca. ¿Es aquello…? Sin duda. Cacao. No es empalagoso, endulza en cierta forma. Y él aún se pregunta por el cambio… ¿Dónde está su té inglés?

Ella se levanta de su butaca frente a la chimenea y camina por la habitación, ordenando sus pertenencias aquí y allá. Él la observa y piensa, piensa en qué ha podido cambiar. El por qué de ese comportamiento tan extraño. El por qué de la desaparición del té. Ella nunca se levanta en sus citas de tarde. No, jamás. Ella permanece a su lado, bebiendo a sorbos su té, ofreciéndole un buen tema de conversación. Paseaba por la alcoba como un pájaro enjaulado. Inquieta, intranquila. En algún grado molesta.

Sigue bebiendo, su vista clavada en la danza de las llamas en la chimenea. A pesar de no ser suave, tiene ese gusto indomable que la hace tan adictiva. Y a su mente acude su prima Bellatrix, tan adecuada a esos adjetivos como ninguna otra persona. En cambio Andrómeda sí que era suave, como el té. Con ese sabor tan inconfundible, dulce y templado. En cualquiera de los casos, él ama el té. Y a pesar de gustar de aquella nueva bebida, tan solo era otra más. Él quiere su té.

- Capuccino. - Su voz serena lo saca de sus pensamientos. Hace una pausa. Aún está de espaldas a él, moviendo trastos en una librería. - ¿Te gusta?

- No está mal. - Responde. Da otro sorbo, casi ha acabado la taza. - ¿Y el té?

- ¿Sigues prefiriendo el té? - Pregunta. Gira con rapidez su cabeza, su largo cabello oscuro ondea tras ella. Sus ojos azules lo examinan inquisitivos. - Yo pensaba que te había dejado de… bueno…

- Siempre lo preferiré. - Sonríe, distraído. Miles de comparaciones se le vienen a la cabeza, pero todo es una neblina lejana. - El Capuccino no es para mí.

- Oh. - Vuelve a girar la cabeza, quizás pensando que él había notado el leve rubor de sus mejillas. - Entonces, ¿no te gusta el café?

- No me desagrada, pero… - Hace una pausa. Ríe. - Amo demasiado el té como para cambiarlo por otro ahora.

Él vuelve a reír suavemente, contemplando la silueta de ella. Ella esboza una sonrisa, camuflada gentilmente tras las hebras de cabello azabache que la tapan. Él sabe -ella también-, que a pesar de que el Café siempre esté ahí, siempre preferirá el Té.

Sirius siempre había tenido la extraña necesidad de observar. Contemplar, simplemente. Se había convertido en un pasatiempo, quizás hasta llamarlo una costumbre. Observaba el comportamiento de su familia, observaba la mansión, observaba las criaturas y el funcionamiento de las cosas. Cada noche escapaba de su lecho. Tarde, muy tarde. Las mañanas se le hacían tediosas, pero, ¿acaso importaba? Paseaba por los pasillos, descalzo. El mármol contra las plantas de sus pies lo enfriaba. La rutina era la rutina. Y jamás habría abandonado aquella clase de rutina. La oscuridad se fundía con su figura, indistinguibles uno de otro; allá donde la luz no anegaba.

Recordaba la mansión vacía, quieta y silenciosa. Al igual que fría, incluso a pesar de estar en verano.
-Durante el resto del año se encontraba en Hogwarts-. Las paredes hechizadas por magia antigua siempre transmitían ese frío que sumía al pasado, lejano o no. Siempre había considerado el pasado olvidado y con eso, se convertía casi inmediatamente, en una parte de su vida congelada. Y le gustaba relacionar el pasado con el frío, lo recordaba y lo repudiaba. En el fondo, siempre había añorado parte de su niñez, que había quedado encerrada entre las paredes de aquella mansión Black, que tantas malas memorias le acarreaba.

Sirius siempre recuerda -y recordará- que él caminaba lenta y tranquilamente por los pasillos cuando todos dormían. Aún cree que si vuelve a aquella mansión -de la que ya no quedan más que el olor a libro viejo y el polvo- será capaz de recorrer aquellos corredores, igual de silenciosos y vacíos que siempre. Recuerda que su habitación estaba bastante lejos de la de Andie. Madre y Tía Druilla siempre habían gustado de esa organización anómala. Sus Primas dormían en el primer piso, las tres en el pasillo de los Cuadros; mientras que él, junto con Hermano, dormía en el cuarto piso. Los Black se caracterizaban por marcar diferencias, ya fuera por la Sangre o por separar Hombres y Mujeres.

Siempre se había preguntado por qué vivían todos en una misma mansión. Jamás había hallado respuesta. En realidad, toda la familia siempre había vivido bajo el mismo techo. Él pensaba que era por guardar tradiciones y costumbres. Sin embargo, a pesar de que había siempre una ingente cantidad de personas reunidas alrededor de la mesa a la hora de comer y del bullicio, suponía que era una forma de distinguir la unidad -o la supuesta unidad- de la familia Black. Era una de las pocas muestras que quedaban de que ese grupo de personas pertenecían a una misma familia. De que realmente estaban unidos por lazos de sangre.

Sirius recuerda que en el primer piso, además de las habitaciones de sus Primas, estaba el pasillo de los Cuadros. Le sonaban a los de Hogwarts, aunque estos eran un tanto más macabros y sus personajes, más arrogantes e insolentes. Aquello se asemejaba a una gran vitrina con la inmortalización de todos sus antepasados. Allí estaban Abuelos Arcturus y Melania, los padres de Padre, mostrando un porte digno de un Black. También Abuelo Pollux, padre de Madre, combatiendo contra un dragón que escupía fuego por las fauces. Si Abuelo realmente hubiera hecho eso, no lo hubiera contado.

Él paseaba mucho por el primer piso, sobre todo en sus escapadas nocturnas. Era uno de sus sitios favoritos. Andie siempre lo invitaba a pasar cuando lo encontraba divagando frente a su puerta, con el puño alzado, dudando en si golpear o no. Siempre lo sorprendía. Algunas veces jamás llegaba hasta el final del pasillo, donde estaba la última puerta -la de su habitación-, sino que pasando por delante de la puerta de Cissy, que estaba a su derecha, Andie ya estaba dispuesta en el umbral. Aquella costumbre de observar había comenzado desde pequeño, quizás a los ocho años. Andie por ese entonces contaba con doce y, a pesar de que lo normal fuera echarlo de la habitación, ella le ofrecía tazas de té dulce. A partir de ahí, hasta sus dieciséis años, las visitas nocturnas cada vez fueron en aumento.

No importaba que lloviera, tronara, nevara, hiciera frío o calor. Jamás había faltado a aquellos paseos. Además, la habitación de Andie era algo digno de observar. Todo estaba limpio y ordenado. El tocador guardaba las esencias de vainilla y camomila que utilizaba en sus baños. El espejo redondeado le agradaba, al igual que los sillones de terciopelo marrón. La cama amplia, sábanas de seda y algodón egipcio. El dosel, la chimenea, la mesa y el juego de porcelana china para tomar el té. Se sentía cómodo, se sentía como si realmente estuviera en casa. Cálido. Era como si todo aquello no lo pudiera sentir desde aquella puerta para afuera. Porque desde la puerta de la habitación hacia fuera, hacia aquella mansión, todo era frialdad, falsedad y cortesías baratas.

Andie le sonreía y él devolvía sonrisas auténticas. Porque el entrenamiento adquirido en Hogwarts con tanta fémina no se olvidaba en un verano y porque Andie era Andie, y sus sonrisas eran algo verdadero y valioso. Recuerda, él recuerda que su cabellera olía a jazmines en flor. Que su piel era suave y blanca en sus tempranos veinte y que sus ojos azules delataban sus sentimientos con facilidad vertiginosa. Que deseaba escapar lejos de aquella mansión y no lo hizo hasta después de él, cuando ya todo estaba por derrumbarse y la imagen de familia feliz había cambiado tanto para el mundo mágico como para los propios Black.

Sirius recuerda y sonríe y habla en voz baja y sueña. Sueña despierto con que algún día todo volverá a ser como antes y Andie volverá a tener veinte y él dieciséis y juntos tomarán el té y saldrán a pasear por los pasillos tomados de la mano. Y la última noche, la última vez que realizó su paseo nocturno antes de fugarse, volverían a ser uno. Suave, piel templada, éxtasis divino y adictivo. Como aquella vez hace ya casi dieciocho años. Él tiene la esperanza, casi dieciocho años después, de poder volver a observarla.

for: 30vicios, fandom: harry potter, pairing: andrómeda/sirius

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