Vicios 6, 7, 8, 9 y 10

Feb 10, 2007 14:41

Autor:
to_someplace 
Fandom: Harry Potter
Personaje/Pareja/Trío: Andrómeda/Sirius
Tema: #06 - Escape, #07 - Celos, #08 - Religión, #09 - Piano, #10 - ((Visita))

Jamás volvería allí. Era una decisión tomada y asumida. Todo había llegado a un nivel en el que nada importaba. Mejor dicho, a un nivel en el que todo y todos importaban un rábano. Porque estaba harto de la gran mayoría de su familia, de sus ideologías estúpidas y de su comportamiento aristocrático totalmente falso. De que tuviera una voz en el oído -la de su Madre, estridente e insoportable- recriminándole todo el tiempo cada una de sus acciones. Y también estaba la escasa ayuda de ella, que parecía totalmente indiferente a lo que pasaba a su alrededor.

Ella siempre lo apoyaba, siempre lo mimaba y lo tenía en cuenta. Era suave con él aún cuando su comportamiento no hubiera sido el mejor, sabía hacerle feliz, sabía hacerle sonreír. Y estaba harto de tener que encontrarse a escondidas. Estaba harto de tener que lidiar con los pretendientes que tía Druilla le presentaba y que ella rechazaba gentilmente. Estaba harto de tener que disimular sonrisas, de no poder tomarla de la mano en público, de tener que prohibirse aquellos beneficios. Estaba cansado, hastiado, decidido a acabar con ello. ¿Andrómeda lo seguiría? Tal vez. Si realmente deseara todo lo que él quería para ambos, quizás sí.

No era algo que hubiera decidido de un día para otro. Más de una vez en su cabeza había surgido la idea de escapar, de repente y espontáneamente, sin consultar a nadie. Sin decir a nadie a dónde iría, sin preguntar un rumbo. Caminar, con una mochila al hombro, hacia donde saliera el sol. Después de las tantas peleas con su Madre. Después de soportar las consiguientes burlas de Bellatrix y Regulus después de oír tras las puertas sus discusiones. Eran tantas las cosas que había tenido que tolerar en aquella mansión, que el solo pensamiento de quedarse en ella un solo segundo más le repugnaba profundamente.

Colocó la última camisa dentro del baúl, doblada pulcramente. Aún con la idea de que iba a abandonar la mansión Black para siempre, se tomaba su tiempo para organizar su equipaje. Encontró algo cínico la acción, algo tan Black que hasta le dio escalofríos. Pero jugaba a su estilo, y ellos recibirían el pago a su propia manera. Observó a su alrededor, la habitación quedaba vacía. Antes la simple esencia de su perfume embargaba todo y aunque jamás llegó a gustar de aquella habitación, la sabía un refugio seguro. Hacía unos meses que ya no lo sentía así. Cerró las puertas del armario desocupado, recibiendo el último quejido de las puertas de caoba. La cama hecha, el armario cerrado, el baño recogido, los estantes vacíos, el suelo limpio; como quien se va de viaje. Jamás había tenido la habitación tan limpia y ordenada.

Después de que sus ojos grises hubieran barrido la habitación, cerró el baúl. El chasquido de la cerradura le indicó que ya estaba dispuesto para partir. Sacó su varita. Ya contaba con la edad suficiente -dieciséis años- para hacer magia por su propia cuenta, sin recibir amenazas del Ministerio de Magia. Hizo que el baúl encogiera, hasta adquirir el tamaño adecuado para caber en el bolsillo de su túnica. Tomó su escoba en una mano, listo para montar. La ventana estaba abierta y por ella se colaba la cálida brisa veraniega. Fuera, la noche le traía el dulce aroma a azahar de los jardines. Pasó una pierna por encima del mango de la escoba. Pateó el suelo…

Unos suaves golpes en la puerta le llamaron la atención. Dudó; ¿sería buena idea contestar? Ya estaba flotando a unos cuantos centímetros del suelo. No valía la pena echarse atrás. No ahora. Sin embargo, la voz que surgió al otro lado lo hizo cambiar de opinión.

- Sirius, por favor… ¡abre! - Andrómeda.

Bajó de la escoba, aterrizando suavemente. Dejó caer la escoba al suelo y se apresuró a abrir la puerta, cerrada anteriormente con llave. En el umbral se encontraba ella. Rápidamente penetró en la habitación, empujándolo sin querer, y cerró la puerta tras ella. Se encontraba agitada, había hecho el trayecto hasta su habitación corriendo. Llevaba puesto el camisón ya para irse a dormir y aún así la vio bella. Sus ojos azules encontraron sus ojos grises, desesperados.

- ¿Dónde vas? - Preguntó acelerada. Su voz transmitió preocupación.

- Me largo de aquí. - Dijo sencillamente, como si estuviera hablando del clima de aquel día. - Estoy harto de todo esto.

- ¡No puedes irte, Sirius! - La mirada de ella lo increpó. Notó el disgusto en sus ojos. - ¡No me puedes dejar aquí sola!

Los zafiros de ella comenzaron a humedecerse de a poco. Bajó la cabeza, cubriéndose el rostro con las manos, dejando escapar leves sollozos entre los dedos. Sirius se sintió culpable de su llanto y la miró con ternura.

- No entiendes, Sirius… No entiendes. No puedo dejar a Cissy y a Bella solas. Si te vas… Si te vas deberé irme contigo, porque no puedo quedarme aquí sola con toda esta gente. Y si me voy, me odiarán por siempre. Dirán que les traicioné. Y será demasiado para ellas. No te vayas… - Levantó la mirada, encontrándose con la de Sirius. -… por favor.

- No puedo quedarme aquí, Andie. Entiéndeme tú a mí. No puedo. - Avanzó unos pasos y tomó una de sus manos. - Ven conmigo. Escapemos lejos de aquí. ¡Seamos felices!

- ¡No puedo! - Su garganta se desgarró en un grito. Llanto. Dolor.

Sirius tomó su rostro entre sus manos, obligándola a unir sus ojos con los suyos. Su respiración se mezcló, pronto se estaban besando. Lágrimas, besos salinos. Suave, tierno, dulce. Tibio. Sirius abrazó su cintura, como si fuera la última vez que vería aquella imagen, que viviría aquellos besos. Acarició su cabello azabache, largo, lacio. A pesar de que Andrómeda era cuatro años mayor, él era bastante más alto. La rodeó con los brazos cuando el beso finalizó.

- Debo irme ya. - Susurró Sirius, separándola de su cuerpo.

- Te… ¿te irás? - Andrómeda lo miró, su alma quebrada.

- Debo hacerlo. - Montó en su escoba. - Si alguna vez cambias de opinión… Sólo mándame una lechuza.

Pateó el suelo con el pie derecho. La miró un segundo más y salió zumbando en su escoba, penetrando la oscuridad de la noche. Andrómeda se asomó a la ventana. En su garganta se había instalado un nudo que difícilmente podría desatar. Apoyó los codos en el alféizar, observando como Sirius desaparecía poco a poco, transformándose en un punto brillante. En la lejanía, traído por la brisa nocturna, le llegó un grito.

- ¡Te quiero! -    
+

Él siempre ha odiado los bailes. A día de hoy aún blasfema contra las reuniones de la familia Black y sus amigos. Mejor que amigos; relativos, conocidos y mortífagos varios. El agua caliente resbalaba sobre su rostro. Se sentía algo mareado, ¿serían los nervios? ¿Sería el vapor que encharcaba el baño? Pasó una mano por su cabello, ya limpio. Recibió el aroma de las hierbas aromatizantes de su champú. No hacía más que pensar en la gente que ya llegaba, que inundaba el vestíbulo. La gente que besaba a Madre y a tía Druilla en las mejillas. Los mortífagos que llegaban embutidos en sus trajes caros. La justicia que él defendía ajena a la reunión de asesinos. Las cortesías baratas. Los ademanes educados. Los comentarios groseros a las espaldas. Las críticas a los vestidos. Los pretendientes que les eran presentados a sus Primas.

Agitó la cabeza, intentando alejar esos pensamientos de su ya ocupada mente. Cada vez que pensaba en los hombres dispuestos a casarse con ellas le hervía la sangre. Él pensaba que se debía a que, como durante tantos años él y Hermano habían sido los únicos hombres jóvenes que habían estado con ellas, quizás el simple hecho le producía sensación de… deber protegerlas. Sobreprotección cariñosa, así lo llamó Cissy. Bella lo llamó incesto descarado. Andie se mantuvo al margen, esbozando una sonrisa sutil. Para él, era todo culpa de un monstruo. Los gritos de Regulus en la puerta del baño lo sacaron de sus pensamientos. Rápidamente, cerró el grifo del agua caliente y se dispuso a salir.

Se miró en el espejo, su cuerpo aún semidesnudo. Era atractivo, era divertido, inteligente y sabía tratar a las mujeres. Y sin embargo había solo una a la que deseaba más que a nada. Esa mujer se iba a ir con un mortífago cualquiera, el que más le conviniera a su madre, simplemente por la diferencia de edad. ¡Sólo eran cuatro años! Si él tuviera cuatro años más que ella, entonces quizás sus madres ya habrían acordado el matrimonio. Pronto, los renovados gritos de Regulus aporreando la puerta hicieron que saliera del cuarto de baño. Asió el picaporte y pronto el frío aire que siempre invadía la mansión sopló en su cara. Lo recorrió un escalofrío. Ahí estaba Hermano, con su habitual gesto de altanería. “Qué jodidamente Black”.

- ¿Has acabado ya? - Le espetó despectivamente. Le llevaba una cabeza y el pequeñín aún se atrevía a hablarle de ese modo. En su cabeza, aún sonaba su último pensamiento. “Qué jodidamente Black”, se repitió.

- Piérdete engendro. - Respondió Sirius, y desapareció por la puerta del baño que daba a su habitación, cerrándola con un fuerte golpe.

Se preguntaba si Regulus no se sentiría de igual forma que él lo hacía hacia sus Primas. Hacia Andie, Bella y Cissy. Pero sobre todo hacia una en particular. A él le pasaba con Andie, por ser su predilecta. Por ser la única para la que tenía ojos, porque él era también su predilecto. Estaba casi seguro de que a Hermano algo le tenía que pasar… con Bella. Era odiosa, retorcida y estaba tan loca que era rematadamente sexy. Sirius no podía negar que en algún momento Bella compitió fuertemente con Andie entre sus puestos preferidos, pero Andie tenía cosas que Bella no. Era dulce, tierna, suave, gentil. En cambio Bella era mucho más salvaje, endemoniadamente indomable. Y estaba seguro de que eso volvía loco a Regulus.

Si, como realmente él pensaba, Regulus sentía “algo” por Bella, entonces también tendría que sentir esa sensación de incomodidad que sentía él al ver a los hombres jóvenes acercarse a ella. Acercarse a Bella. Quizás él también fuera perseguido por el monstruo. Quizás el habitual mal humor de Hermano se debiera a que Bella ya tenía pretendiente, estaba prometida y se casaría a los veinte años. Se imaginaba el odio que Regulus debía acumular, dedicado especialmente a Rodolphus Lestrange. Oh, sí… lo odiaba. Al principio era un odio tan inexplicable que Sirius pensó que era simple manía, de esa que le tenía él a Snivellus. Pero no, ahora lo comprendía todo.

Él creía fervientemente que todo se trataba de un monstruo interior que hacía que la sangre le hirviese a fuego lento. Lo torturaba, le murmuraba cosas al oído… lo molestaba constantemente. Y seguro que el monstruo se alimentaba también de Regulus. Lo consumía poco a poco y, además, le transmitía el mal humor. Era el monstruo quien les transfería esa molesta sensación de incomodidad, que los hacía actuar como dos estúpidos. Él sabía que dentro de él existía ese monstruo, si Hermano no lo quería aceptar, allá él.

Comenzó a vestirse. Poco a poco, lentamente, como si deseara que nunca se acabara. Después de unos segundos, se miró en el espejo de su baño. -Evans tenía razón, no dejaba de mirarse. - La túnica bien puesta, el cabello peinado, perfume, ¡listo! Ojalá ese “listo” tuviera algo de real entusiasmo, y no solo la ironía que solía acompañar a las palabras que se relacionaran con las reuniones Black. Pronto se encontró bajando las escaleras hasta el salón, donde Padre y Madre hacían que se organizaran todos los eventos Black. Tenía dieciséis años, pero no era tonto; Madre y Padre celebraban todo allí porque estaban todas las reliquias y los premios que la familia había recibido durante su época -actual y pasada- de peloteo a Lord Voldemort y a los funcionarios del Ministerio de Magia.

Suspiró, resignado, llegando al final de la gran escalera central. A los pies de esta, la gente se aglomeraba para charlar, curiosear o simplemente poner verde a algún invitado. En el centro de la improvisada pista de baile, unas seis o siete parejas giraban, iban y venían con la melodía de un vals anticuado y pasado de moda. Se camufló entre el gentío antes de cruzarse con algún familiar suficientemente conocido. De pronto, una mano lo cogió fuertemente del brazo y lo atrajo hacia ella. Estuvo a punto de ponerse a gritar, pero unos hipnotizantes ojos azules hicieron que se callara rápidamente. Andie soltó un par de risitas.

- ¿Te he asustado? - Preguntó, aún con una sonrisa en el rostro.

- No, qué va. - Negó Sirius con la cabeza. - Bueno, ¿y cómo va la fiesta?

- Madre aún me busca pretendiente. - Chasqueó la lengua. Veinte años y aún sin pretendiente, entre las familias de Sangre Pura era como cometer un delito. - Cree que puede encasquetarme a Rabastan Lestrange.

- Oh… están haciendo “grandes negocios” con ellos. - Marcó las comillas con los dedos. - Me pregunto si Bella está contenta con Rodolphus.

- Eso es lo de menos. - Murmuró Andie. - Bella lo único que quiere es casarse y pronto. A ser posible con un mortífago renombrado. De esa forma, entraría en las filas del Lord. Y como los Lestrange últimamente tienen una buena racha…

Ambos callaron unos momentos. Bailando ceremoniosamente y como si los hubieran invocado al hablar de ellos, se acercaron los padres Lestrange, que le dirigieron una sonrisa para nada disimulada a Andie. Nuevamente, ese monstruo que hacía que a Sirius le hirviera la sangre le comenzó a murmurar cosas en el oído. “Se te va a ir, Sirius. Verás como escapa…”. El estómago le dio un vuelco. Andie lo miró fijamente.

- ¿Estás bien? - Le preguntó.

- Eh… ¿qué? -

- Ven, anda. -

Lo tomó de la mano. Le pareció algo arriesgado delante de tanta gente, pero el brindis que estaba pronunciando Madre captaba la atención de todos. Nadie pareció notar que dos personas desaparecían de la fiesta. Andie lo condujo hasta el pasillo de los cuadros, en el primer piso, cerca de su habitación. Se recostó en una pared, atrayéndolo hacia sí. Sirius quedó embargado por su perfume, ¿qué podía hacer? El monstruo había callado y él disfrutaba. Se besaron. Amaba los besos de Andie, eran suaves, húmedos… y deliciosos. Tenía los labios dulces. Se separaron para tomar aire.

- ¿Estás bien? - Repitió Andie, mirándolo a los ojos.

- Claro. -

Pensó claramente. ¿Monstruo? No, monstruo no. Celos.
+

Do you believe in the one big sign?
The double wide shine on the boot hills of your prime.
There's no need to ask directions if you ever lose your mind.
We're behind you. We're behind you.

Él sabía que detrás de aquellos brillantes ojos azules se escondía una verdad. Eterna. Perdurable hasta siempre. Y, sin embargo, jamás había logrado encontrar el significado de aquella indiscutible realidad. Ella velaba el secreto, como los dragones guardan los tesoros. Como la dama protege a sus primogénitos de los depredadores.

Había intentado por todos los medios destrozar las barreras que lo separaban de aquellos ojos azules y su clara razón. Ella sonreía gentil cada vez que él amagaba la conversación, transformándola en camino trillado. Ella sonreía, él también, y pronto él estaba bajo su influjo. Porque aquellos ojos azules, además de guardar su gran verdad, lo hechizaban de forma que terminaban controlando sus actos. Impredecibles, sí. Pero no tanto.

Jugaba con él. Lo abrazaba, cálida, cuando necesitaba un hombro en el que llorar. Le ofrecía palabras de consuelo. ¿Era eso lo que esos ojos azules escondían? ¿Acaso buscaba en vano la razón por la cual amaba esos brillantes zafiros? Porque finalmente, había caído en la cuenta; amaba a la dama y amaba a esos ojos, después de años de inspeccionarlos en busca de su verdad. Porque era difícil, oh sí lo era, quedar exento de su hechizo. Dulce, cándido. Hechizo al fin y al cabo del que disfrutaba más que aborrecía.

Y como todo en el mundo llega, todo en el mundo transcurre y vuelve. Y se siente en carne propia después de haber escuchado de ajenas experiencias. Y entonces, cuando él creía que aquellos ojos azules jamás se romperían, lo hicieron. Se rompieron frente a él, recordaba la lluvia golpeando las ventanas y el viento susurrando canciones. Incluso creyó oír el tintineante sonido del cristal al romperse.

Comprendió pronto que sus ojos azules escondían su forma de vida. Eterna. Perdurable hasta siempre. Era su amor hacia las cosas insignificantes al resto. Era la dedicación en cada una de sus acciones. Eran las sonrisas gentiles, los gestos suaves, las palabras amables. La contención que ofrecía a los niños de ojos quebrados, como él, como era ahora ella.

Era su religión y su forma de ser. Su forma de creer en algo que la sostenía, que la empujaba a ayudar. A prestar su mano. A crecer.

Él comprendió. La abrazó, igual de cálido que ella lo hacía con él; se aferró a la verdad que los ojos azules escondían.

- Estoy contigo. Estoy aquí. I am behind you.
+

La música se coló en la habitación. Lenta, delicadamente. Casi podía sentirla, abrazarla. Se arrimó más a la puerta y pegó la oreja a la madera fría. El piano sonaba triste, trasladándolo a tiempos mejores. Cerró los ojos y casi pudo verla, sentada en aquel taburete. Con la espalda recta, sus sutiles manos sobre el teclado de marfil. Transformando partituras en aquella serenata privada.

Ella nunca percibía su presencia. Jamás. Nunca reparaba en aquellos ojos grises que la espiaban desde lejos. Jamás. Desfilaba ante sus ojos, iba y venía. Amaba el piano en silencio, no percatándose de su público. Su único amor. Aquél piano viejo; parecía conocer todos sus secretos. Y él… él amaba hasta el último de los movimientos, lo amaba. Deseaba seguir oyendo aquella dulce melodía tan solo para sentir que no estaba solo. Que el vacío en su cama se llenaría algún día con su esencia.

Anhelaba, deseaba. La sentía algo necesario. Sabía que era egoísta. Prohibida, también. ¿Cómo iba a pertenecerle a él? ¿Cómo podía siquiera osar imaginarlo? Pedía, rogaba. A los Dioses que lo ayudaran, a la divinidad que se prestara. Y ella seguía, indiferente, acudiendo a sus conciertos privados. Esos que realizaba -pensaba ella- para aquella alma que quisiera escuchar. Todas las noches, con la mirada gentil en el rostro y el gesto de quien se sabe desdichado.

Así era ella, desdichada. Nunca, jamás, mostraría la desdicha frente a sus hermanas. Él sabía. Pero aquellos ojos azules que lo miraban con cariño, se derrumbaban. Quitaban el velo. Descubrían al ser que había dentro. Y él la oía, oía por las noches como después de tocar, -siempre la misma canción interminable- el sollozo era ahogado. Las penas eran reprimidas, intentaba. Ella lo intentaba. Intentaba sobrevivir en aquel mundo que le había tocado.

Con el pasar de los años, también Narcisa se sumó a aquellas excursiones nocturnas. Observaba de lejos como ella tocaba, tocaba e imprimía su esencia en aquellas partituras. Narcisa quería ser como ella. Como Andrómeda. Y él sabía, Sirius sabía, que jamás lo lograría. Que Andrómeda la protegía, pero que jamás llegaría al punto en el que estaba ella. Porque ella era grande, libre y suelta. Jamás podrían encerrarla. Narcisa, en cambio, había sido encerrada hacía ya tiempo en la gran jaula de oro.

Nunca. Pasaron años… pasaron meses… El piano se esfumó. De ella quedó la esencia, flotando en la casa como vago recuerdo de aquella tarde de despedida. Su habitación acumuló polvo, la de él soledad. Ella se había marchado, con los rebeldes, fuera de su cuna de oro. Él… él se marcharía algún día.

Algún día…   
+

Mira por la ventana y suspira suavemente. Odia estar encerrada, al igual que odia la estúpida prohibición de Madre. “No saldrás por el resto del mes.” Quizás, si tuviera algo mejor que hacer, no estaría sumida en ese insoportable estupor de quien se sabe aburrido, perdido en el tiempo. Su mentón reposa en su mano derecha. Deja escapar otro suspiro. ¿Hasta cuándo se dejará guiar por los pasos de alguien que a su vez es guiado? Si por lo menos tuviera algo de valor para escapar… si por lo menos decidiera algún día sobre su vida. Si por una vez tomara las riendas de todo. Y sabe que algún día todo explotará y se irá al garete, pero mientras tanto espera, bajo la protección que aún le brinda la mansión Black y sus habitantes. O al menos, parte de ellos.

Sabe que fuera Ted la espera en algún lugar, lejos de las barreras mágicas que protegen Grimmauld Place de los muggles. Ella sabe que él recibió su carta, pero sabe que a pesar que él diga que la comprende, sus ojos indican lo contrario. Porque Ted siempre se había criado en una familia normal, en un ambiente normal, con un círculo de amigos normal y sus juguetes muggles completamente normales. En cambio ella… -otro suspiro sigue a esos pensamientos-. Ella se crió rodeada de magia; de un ambiente en el que, desde los quince años, Madre buscaba un buen pretendiente; con un círculo de personas desconocidas que decían llamarse amigos y cenas de aprendizaje de modales como supuesta distracción.

El mentón cambia de mano, a la izquierda. El brazo derecho ya está casi entumecido. ¿Qué diversiones había tenido ella a lo largo de su vida? Su único divertimento residía en el piano que tío Alphard le había regalado para su décimo cumpleaños, y de eso habían pasado ocho años ya. Está encantada con sus progresos, ella siempre ha aprendido rápido. Pero en momentos como aquél, el piano se torna repetitivo y sus partituras ininteligibles a sus fatigados ojos. Su mirada se despega de la ventana, volviéndose hacia la puerta de la habitación. Esta da al pasillo de los cuadros, el único acceso a esa zona de la mansión. Pasos.

Por la forma de caminar, no son ni Cissy ni Bella. Además de que ellas también se encuentran en sus habitaciones. La primera realizando sus deberes de verano. La segunda practicando sortilegios que, seguramente, deberá realizar en su próxima iniciación a las Artes Oscuras -suspira nuevamente, alejando pensamientos que luchan por inundar su mente. No quiere discutir con Bella, pero su iniciación… ¡Basta!-. Mira la hora; las cinco y media. No recuerda que esperara visitas para las cinco y media. Los pasos se acercan. Se atrevería a decir, -sus dieciocho años de experiencia en aquella mansión se lo dicen- que los pasos ya atraviesan los últimos cuadros de la galería. Quizás… ¡Oh, demonios! ¿Cómo había podido olvidarlo?

Se despega con pereza de la ventana y se pone de pie. Se alisa la túnica azulada, bonita y costosa, como le gustan a Madre. Se mira en el gran espejo que hay frente al tocador, ordenando sus cabellos como el azabache, que caen en hebras finas enmarcando su elegante rostro. Ella nunca se ha considerado bonita, aunque muchos hombres sí lo hicieran. Bella es muy parecida a ella, aunque sus formas son más marcadas y su rostro un tanto más duro, aunque igual de bonito. Cissy es simplemente perfecta a los ojos de los hombres. Poco tardaron los Malfoy en elegirla para Lucius. Nuevamente, sus pensamientos se desvían y vuelven hacia los pasos que retumban cerca, pasando por delante de la puerta de Cissy.

Camina segura y rápida hacia la puerta, encontrando con qué entretener su mente. Abre, sonriente y apoya su cabeza contra el frío marco de la puerta.

Un joven, musculoso pero aún bastante niño como para ser considerado mayor, camina distraído hacia ella. Sus manos están hundidas en sus bolsillos. Se sobresalta al ver que lo observa descaradamente y ella cree por unos fugaces segundos que ve su tez morena enrojecer. Termina de andar el corto trecho que los separa, y él se planta con gesto gentil ante su puerta. La sonrisa en el rostro de ella no ha desaparecido y se pregunta cómo hace para hacerla sonreír siempre que lo ve. Él le hace un gesto con la cabeza y ella se aparta de la entrada, veloz.

- Gracias, pensé que nunca me dejarías pasar. - Bromea.

Cierra la puerta después de que él entre. Como de costumbre, siguiendo rituales tácitos que ambos respetan aún sin saber que ya se han convertido en rutinas, ella lo invita a sentarse en uno de los sillones. Estos están frente a la chimenea, donde arde un fuego alegre. A pesar de ser verano, la casa siempre está más fría de lo normal. Él agradece con un gesto cortés y toma asiento. Ella hace lo propio. Pronto, ambos beben té en las tazas de porcelana que ella guarda para las visitas. Él gusta de esas tazas, y en más de una ocasión en el pasado se lo hizo notar. Ella siempre acepta sus comentarios con la misma sonrisa fraternal de siempre.

- Así que… ¿qué has estado haciendo hasta ahora? Tía Druilla va predicando por ahí que estás castigada. - Pregunta él; en su voz, una leve inflexión de sorna.

Bebe un sorbo de té y la mira expectante. No se da cuenta de que su respiración está cortada a causa de los brillantes ojos grises que la miran esperando respuestas. La voz la ha embelesado totalmente y la taza en su mano está a punto de caer a causa del poco pulso de su portante.

- Andie… ¿Andie? - Él la mira, la taza de té a medio camino entre sus labios y la mesa.

- Disculpa. - Ella sabe salir de la situación con diligencia vertiginosa. - Pues he estado… leyendo un poco los viejos volúmenes de Hogwarts. - Sonríe presa de un sentimiento vago y aún así pesado; culpa. Miente.

- Oh. - Él hace un gesto como quien aparta a una mosca y deposita la taza vacía sobre la mesa cercana. - Mis profesores me han mandado toneladas de deberes de verano. Qué asco dan… como si no tuvieran suficiente con amargarnos durante el curso…

- Vamos, Sirius, no puede ser tan malo. - Ríe ella. La expresión en la cara del adolescente le hace reír aún más fuerte.

- ¿Que no puede ser tan malo, dices? ¡Tú porque ya no estás en Hogwarts, Andie, pero Mc.Gonagall sigue igual de estricta y estirada que siempre! Y Slughorn… Oh Merlín, ¡no me deja en paz! Si no hubieras sido tan brillante en Hogwarts, quizás ahora estaría tranquilo… -

Andie deja escapar un suave suspiro, aún con secuelas de algunas risas en sus labios. Lo mira fijamente y siente que el estómago le da un vuelco cuando sus ojos azules se juntan con los grises de Sirius. Baja la mirada y observa su reflejo en la superficie ámbar de la taza de té.

- Oh, Sirius… Recuerda: no sabes lo que tienes, hasta que lo pierdes…

for: 30vicios, fandom: harry potter, pairing: andrómeda/sirius

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