RAQUEL
20.01.13
Te juro que al inicio no fue mi intención herirla. Yo amo a Raquel de una forma que raya con lo enfermizo. Me gusta mucho la forma de su nariz, el discreto lunar en su mejilla y sus labios carnosos que, cuando están entintados de rojo, no hacen más que provocarme ansias de poseerlos, rozarlos y apretarlos entre mis dientes. Sé que no soy el único que la desea porque Raquel es muy hermosa, tiene veinte años y aún conserva la inocencia de la infancia y esa curiosidad de la juventud. Ella se come al mundo. Me gusta cómo se muerde sus labios cuando se esfuerza en terminar una pintura usando las tonalidades exactas. Me gusta que desprenda energía cuando come chocolate en grandes cantidades. Me gusta que revuelva mis cabellos cuando intento dormir y reparta dulces besos en mi frente y mejillas. Me gusta su sonrisa, y me encanta verla discutir.
Sólo me duele ver sus ojos. Antes, cuando me miraba, la determinación que mostraban me hacían agradecer mi suerte a lo divino, aunque no creyera en ningún dios, porque tenerla era lo más grato en mi vida, era una luz que disminuía la oscuridad en mi corazón. Antes, hace unos meses, ambos nos mirábamos y respiraba amor, pero no como el de las telenovelas en que todo es felicidad después de la amargura, sino que la amargura coexistía con nuestra felicidad. Pero poco a poco sus labios se alejaron de los míos, sus sonrisas se hicieron más pequeñas y nuestras húmedas noches pasaron a ser secas. Ella solía decirme que estaba cansada, que la facultad la agobiaba, que su estómago moría por no desayunar.
Finalmente un día, que decidí llegar temprano a su casa para hacerle de desayunar, la encontré llorando frente al espejo, maldiciendo su cuerpo. Intenté levantarla, sujetándola con mis brazos, pero no dejaba de llorar, de vociferar groserías, de buscar zafarse de mi tacto. Me confesó que se había acostado con mi hermano, que su mente no la dejaba en paz. Que sabía que la odiaría por ello y que sería capaz de matar. Sus lágrimas caían contra el suelo, sus cabellos negros parecían un mar. Pero, lo peor era que no se arrepentía, que cada que tenía oportunidad lo repetía, que me amaba con locura pero que así no podría continuar.
La perdoné.
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Ya ha pasado tiempo; mi hermano se ha mudado lejos y Raquel vive conmigo. A ella le gusta dormir abrazándome fuertemente. A mí me gusta revolver sus cabellos mientras duerme. Me gustan sus pestañas, son largas y rizadas. También me gustan sus mejillas, tienen grabados mis besos, como sus caderas anchas. Pero, ahora cuando me mira, sus ojos se llenan de confusión. Cada que intenta decir que me ama, sus palabras se convierten en dolor, mira su reflejo en mis pupilas y se maldice a sí misma, olvidando mi perdón.
Por eso la lastimé. No me malentiendas, es lo único que tengo. Pero también sé que no era feliz a mí lado, que deseaba otros brazos: los de mi hermano. Por ello decidí terminar con esto; gritarle que la odiaba aunque la amo con locura, aunque en mi recámara tenga su fotografía colgada, aunque aún tenga las cicatrices de sus uñas clavadas en mi espalda, aunque en mis pensamientos siempre esté Raquel, la del lunar en la mejilla y las uñas mordidas, la que ansía un abrazo después de una pesadilla. Raquel, la mujer de mi vida.