Los incendios forestales necesitan ignición (y 2)

Sep 06, 2012 20:05


Sherlock BBC. Teenage AU. Sherlock Holmes, John Watson, Jim Moriarty, Sebastian Moran, Irene Adler, Molly Hooper. Unas 17.000 palabras en total. Escrito para baby-bang-es y beteado por isharayar.

III.

Sherlock

Estaba entre el sueño y la vigilia y empezaba a percibir algunos estímulos del exterior: el ruido de un coche en la calle, la luz que aún se colaba por la ventana e iluminaba la penumbra, el chirriar que hacían los tubos de la calefacción, el calor bajo la manta de lana, el susurro de un bolígrafo garabateando sobre papel. No sabía dónde estaba, pero tenía la vaga convicción de que no estaba en su cama. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos al instante porque la luminosidad era más fuerte de lo que había intuido a través de los párpados entreabiertos. Se giró de cara a la pared y se cubrió la cabeza con la manta y no pudo evitar refunfuñar. Entonces el bolígrafo dejó de escribir. Ni siquiera sabía si era por la mañana o por la tarde. Quienquiera que estuviera en la habitación con él volvió a escribir, él abrió los ojos de nuevo y reconoció el empapelado de la pared, pero ¿cómo había llegado allí? ¿Qué había pasado?

- ¿Qué ha pasado? - farfulló, intentando desperezarse de una vez por todas.

- Nada inusual: primero has sentido euforia, luego has tenido alguna alucinación y finalmente te has puesto sentimental hasta que has perdido la consciencia. Más o menos lo que yo había previsto, pero ha estado bien comprobarlo de primera mano - respondió Sherlock.

John se desperezó de golpe, se incorporó en la cama y gritó un “¿qué?” desaforado, pero la cabeza empezó a darle vueltas y tuvo que dejarse caer otra vez sobre la cama.

- El mareo y el dolor de cabeza son efectos secundarios. Pasarán en unas horas. La señora Hudson ya ha llamado a tus padres y les ha dicho que te quedarás a pasar la noche aquí.

- ¿Efectos secundarios de qué? ¿Qué ha pasado, Sherlock? - gruñó John, irritado, revolviéndose en la cama, que parecía que de pronto hubiera empezado a girar como una atracción de feria endemoniada.

- No te acuerdas de nada. Interesante - murmuró Sherlock para sí mismo y volvió a ponerse a escribir.

- Odio tanto cuando no te dignas a responder mis preguntas. No todos tenemos un supercerebro como el tuyo.

- Gracias.

- ¿Vas a contestarme o tendré que amenazarte con torturarte para que me lo digas?

- ¿Qué es lo último que recuerdas?

John se incorporó de nuevo, esta vez lentamente para no marearse, y se puso a escudriñar la habitación en busca de alguna pista, esforzándose en recordar. Sherlock lo observaba, sentado tranquilamente detrás de su escritorio, y John se fijó en que, más allá de la ventana, el sol se estaba poniendo, que en un rincón había su mochila y en la mesilla una bandeja para el té.

- Me ofreciste té, pero tú nunca ofreces té…

Sherlock seguía observándole sin decir nada, pero arqueó las cejas en un gesto que parecía insinuar que iba por el camino correcto y que a la vez lo alentaba a seguir el razonamiento que había empezado. Entonces lo entendió.

- ¡Me has drogado!

- Bien. Quizás realmente esté sucediendo que estás aprendiendo un poco de mis capacidades deductivas.

- ¿Cómo has podido?

- Necesitaba saber exactamente cuáles eran los efectos para un artículo y, evidentemente, yo no podía ser el investigador y a la vez el sujeto de estudio; no hubiera sido una investigación rigurosa.

- ¡Eres un hijo de puta!

- John, no te enfades. Por si te sirve de algo, tengo que decir que te estoy muy agradecido por hacerme este favor.

- Para ser un favor, antes se tiene que pedir.

- Pero es que si te lo hubiera pedido, me hubieras dicho que no.

- ¡Eres un hijo de puta! - repitió John.

- Los estudios sociológicos defienden la teoría de que el consumo de drogas es un ritual iniciático que estrecha los vínculos de amistad entre los adolescentes.

- ¡Pero esto debe ser si se colocan juntos, no si uno droga al otro sin permiso y se dedica a observarlo y a tomar apuntes! - dijo John, y después de una pausa añadió: - ¡Te odio!

- Antes me has dicho todo lo contrario. Como ya te he dicho, te has puesto muy sentimental.

- ¡Me voy a mi casa! - anunció John, pero fue poner los pies en el suelo y perder el equilibrio y volver a caer en la cama con un gruñido de frustración, seguido de la voz irritante de Sherlock que volvía a decirle que los mareos tardarían unas horas en desaparecer del todo.

Tumbado de nuevo en la cama, John se frotaba los ojos con rabia y Sherlock seguía escribiendo como si nada. Al cabo de un rato, John volvió a abrir los ojos y dijo:

- ¿Ha sido verdad o lo he soñado?

- ¿El qué?

- Que me he quitado la camiseta y los pantalones y que me he subido al tejado y he gritado: “¡Humanos, yo os maldigo!”

- Sí…

- Dios, vaya numerito… - dijo John sonriendo.

- Sí, no sé a qué ha venido, pero ha sido muy teatral.

- ¡Dios, Sherlock, no me puedo creer que no hayas visto El planeta de los simios! ¿En qué mundo vives? ¡Tienes que verla algún día! Aunque seguro que dirás que es inviable científicamente o algo así.

Y esta vez fue Sherlock quien sonrió.

John

Ya el día en que lo conocí, Sherlock me dejó pasmado con su capacidad de deducción; fue capaz de adivinar que tenía unos padres mayores y sobreprotectores hasta el exceso sólo porque llevaba un jersey que él concluyó que sólo podía haberme tejido mi madre. Luego añadió que debía ser hijo único, pero cuando le dije que tenía una hermana, se apresuró a decir que en todo caso debía ser mucho mayor que yo y que yo debía haber nacido cuando mis padres ya no creían que fueran a tener otro hijo, lo cual es cierto y, a pesar de este pequeño error, fue algo realmente asombroso.

Desde entonces he podido presenciar muchas otras deducciones de este tipo. Al principio no puedes evitar pensar que Sherlock se lo está inventando todo, que ya lo sabía antes o que lo ha adivinado por pura casualidad, pero cuando te explica los indicios que le han llevado a la conclusión en cuestión parece tan obvio que te quedas con cara de embobado, sintiéndote estúpido por no haberlo adivinado tu también; aunque él odia que se utilice este verbo, “adivinar”, y se pone a defender con vehemencia que lo que él hace es “deducir”, algo que según él es muy distinto.

Sherlock sabe todos los cotilleos del instituto, quién se ha enrollado con quién, quién ha puesto los cuernos a quién, pero no porque se lo hayan contado, sino porque es capaz de deducirlo a partir de indicios ínfimos. También es capaz de deducir cosas aún más sorprendentes, como si alguien ha birlado algunos billetes del monedero de su abuela, o bien si alguien ha robado unas pastillas del botiquín de su madre esperando que le proporcionen un buen colocón para el sábado por la noche. Yo bromeo y le digo que de mayor debería dedicarse a trabajar por una revista de chismes y él se enfada, pero cuando le pregunto qué quiere ser de mayor no es capaz de contestarme. En cambio, yo siempre he tenido claro que quería ser médico para ayudar a la gente.

La semana pasada desapareció el trofeo del equipo de fútbol que siempre está expuesto en una vitrina del vestíbulo. Se lo comenté a Sherlock y le informé que se rumoreaba que era una gamberrada de algún alumno. Resopló con aires de suficiencia y dijo que la gente tendía siempre a buscar una solución fácil y cómoda y a esforzarse para que las pruebas encajaran en esta solución y no al revés. Insinué que, si se creía tan listo, podía buscar él mismo la solución. Él volvió a resoplar, pero aquella misma tarde me enteré de que me había hecho caso.

El profesor me había pedido que fuera a buscar unas fotocopias a conserjería y me encontré a Sherlock, que en aquel momento hubiera tenido que estar en clase, delante de la vitrina rota que había contenido el trofeo robado. Nunca lo había visto con una mirada tan alerta y una expresión tan concentrada; lo llamé y no me oyó, tuve que sacudirle por el hombro para que prestara atención en mí. Entonces, con una amplia sonrisa de satisfacción, me dijo que creía que ya lo tenía, que sólo le faltaba hacer un par de comprobaciones y que estaba seguro que mañana el trofeo volvería a estar en su sitio. Y así fue.

El autor del robo había sido el mismo entrenador del equipo de fútbol, que había querido vengarse de la dirección por lo que consideraba un trato injusto, un plan de venganza ciertamente algo confuso, pero Sherlock comentó que se tenía que tener en cuenta que era un plan diseñado por un profesor de instituto. Más tarde, le dije a Sherlock que quizás de mayor debería ser policía. Él respondió que para ser policía exigían no sobrepasar un bajísimo coeficiente de inteligencia. Propuse que, entonces, podía dedicarse a ser detective privado, y él no dijo que sí pero tampoco que no.

Jim

Sentado en su pupitre, Jim tiene una vista privilegiada del espectáculo que sabe que va a tener lugar dentro de poco justo dos filas más adelante. Lo sabe porque ha sido él quien lo ha ideado todo. Lo ha hecho simplemente porque puede hacerlo. No necesita ninguna otra razón. Tenía que escoger una víctima y escogió la última chica con la que Sebastian Moran se ha enrollado, porque así pretende matar dos pájaros de un tiro. Ha descubierto que Sebastian, probablemente guiado por su instinto autodestructivo, tiene la tendencia de enrollarse con chicas que tienen novio sólo para meterse en peleas con enamorados celosos y, de paso, sembrar algo de caos. A Jim no le gusta esta propensión de Sebastian. No, no le gusta nada que pierda el tiempo con maldades que no le ha encargado él y menos si son chiquilladas de este tipo.

Empieza como un picor, tan sutil que apenas es perceptible, pero la intensidad va escalando progresivamente hasta que el picor se confunde con una quemazón que abarca cada uno de los poros del cuero cabelludo. Ahora ya es imposible ignorarlo, empieza a rascarse, primero suavemente, pero el escozor no hace sino aumentar en un crescendo que ya es imparable, así que empieza a frotarse la cabeza con tanto frenesí que algunos ojos se giran para observarla. Pero el espectáculo no ha hecho nada más que empezar. Ahora es el momento en que encontrará cabellos entre sus dedos y quizás pensará que es porque ha rascado con tanta furia que se los ha arrancado, pero ahora ya empiezan a caer a mechones y el pánico se desata, empieza a lanzar gritos de pánico incoherentes en medio de la clase. Es terrible y hermoso como la treceava sinfonía de Shostakovich. Sí, la sensación de poder que le embarga es tan intoxicante que sólo se puede comparar con el éxtasis y la euforia musical que sólo proporcionan las mejores sinfonías. El ataque de histeria continúa, los gritos son agudos y estridentes, pero a Jim le parecen melodiosos. Ahora todos los ojos de la clase la observan atónitos, a ella y a todo el pelo que le ha caído en cuestión de segundos. Todos los ojos menos los de Sebastian que, impasibles, están fijados en él.

La moraleja de esta historia es que las mejores sinfonías están escritas en modo menor y que se tiene que vigilar lo que te pueden meter los extraños en el bote de champú. Después de clase, Sebastian le buscará y en tono indiferente le preguntará por qué lo ha hecho. Luego insinuará que esto son sólo travesuras de niños, le recriminará que habla mucho pero que nunca se atreve a dar el siguiente paso, y durante todo el rato Sebastian creerá que todo es idea suya y ni se le pasará por la cabeza que Jim lo ha anticipado y calculado todo. Sí, Jim se está cansando de estos juegos infantiles, como lo de alterar el ponche de una fiesta para que todos los que lo han bebido se pasen la semana siguiente en la cama con gastroenteritis. Estas fechorías ya le saben a poco, es momento de pasar a la caza mayor, incluso ya ha elegido el nombre de su próxima víctima: Carl Powers.

Sebastian

JM vino este fin de semana a mi casa, como un amigo que invita a otro amigo. Desfiló por casa con las manos en los bolsillos y, ante cada lujo que mi padre ha heredado y que exhibe ostentosamente para aparentar que tiene más dinero del que realmente tiene, soltó un irónico silbido apreciativo y luego se puso a tararear “You can rely on the old’s man money…” Pero sólo dos cosas le interesaron realmente: el viejo piano (también heredado y ahora desafinado) y las escopetas de caza (que hace tiempo que ya nadie usa porque no tenemos ni perros y mucho menos caballos).

Se sentó delante del piano y alternó notas de una sonata de Mozart con fragmentos de ejercicios de Czerny, compases de una pieza de Schumann con estribillos de canciones de ABBA, todo esto mientras hablaba en susurros: me regañó por haber dejado el piano y empezar a tocar el bajo (que, según él, es el instrumento más aburrido del mundo), divagó sobre un tipo llamado William Brodie (que, aparentemente, fue condenado a la horca, certificaron su muerte, pero años después numerosos testigos afirmaron que seguía vivo) y, por fin, habló de CP (lo tiene todo planeado, pero me decepcionó saber que todo será aséptico e impersonal y mi papel totalmente prescindible).

Después me pidió que le enseñara a disparar. Apuntamos a unas latas de tomate llenas y resultó que JM tiene una puntería pésima. No acertó ni una, pero cada vez que yo le daba a una lata y ésta salía disparada soltando una llovizna de salsa de tomate en una dirección imprevisible, soltaba una exclamación de júbilo. Cuando la mayoría de las latas ya estaban en el suelo y la salsa ya no salía a chorros sino en débiles borbotones, me apuntó con la escopeta y dijo que sería muy fácil matarme y hacer creer a todo el mundo que había sido un accidente, yo le respondí que tenía tan mala puntería que lo máximo a que podía aspirar era a herirme en un brazo y él rió y dijo que con esto también se conformaría. Sabía que era una prueba y, por lo que se ve, la superé.

Me devolvió la escopeta y me ordenó que hiciera de Guillermo Tell; cogió un par de latas aún por reventar, y las dejó encima de la valla y él se colocó en medio y me pidió que disparara. Yo repetí las palabras que él me había dicho antes (que sería muy fácil matarle y hacerle creer a todo el mundo que había sido un accidente), él volvió a reír y me dijo que no me engañara, que yo no era como él. En aquel momento lo odié y, por un momento, quise dispararle, pero sabía que era una prueba; con Jim todo es siempre una prueba y es eso lo que hace que valga la pena.

IV.

Sherlock

Cuando John llegó a su casa después de una de las clases de repaso que se había ofrecido a dar a Sophie para ayudarla de buena voluntad, sus padres le contaron que su amigo Sherlock había ido a verle, que se había tomado un té con ellos y había sido muy amable, y que ahora le estaba esperando en su habitación. John empezó a sospechar, porque sabía que Sherlock sólo era amable cuando quería obtener algo. Además, si Sherlock había ido a hacerle una visita a esa hora, cuando sabía perfectamente que John no estaría en casa, tenía que ser por alguna razón.

Sherlock había dejado su equipo de esgrima en el suelo, cerca de la puerta, y estaba de pie en medio de la habitación examinando el cubo de Rubik que John no había podido resolver nunca para averiguar qué era exactamente lo que fallaba en su lógica y se lo impedía.

- ¿Has venido sólo para husmear en mi habitación?

- En realidad había venido para husmear en tu diario, pero como me ha llevado menos tiempo de lo que había previsto, me he puesto a husmear en tu habitación sólo por hacer algo.

John no preguntó cómo sabía que escribía un diario ni cómo sabía dónde lo escondía, sino que sencillamente exclamó un “¡No me lo puedo creer!”

- Por cierto, no voy a negar que esto de tener un biógrafo particular a mi temprana edad me halaga, pero hay muchas cosas a mejorar en lo que se refiere al estilo - dijo Sherlock aún examinando el cubo de Rubik.

- Mi diario es sobre mí y no sobre ti. Y no voy a quedarme sentado para oír tu crítica literaria.

- Intuyo que te has vuelto a enfadar. No pasa nada, ya lo puliremos más adelante.

- ¡No me lo puedo creer! - repitió John.

Sherlock dejó el cubo de Rubik donde lo había encontrado y, como de pasada, dijo que también había venido para otra cosa, para tener su punto de vista, y se fue donde había dejado la bolsa con sus cosas de esgrima para buscar algo, mientras John se esforzaba en no interesarse por nada que Sherlock se pudiera sacar de la manga, que resultó ser un par de zapatillas de deporte.

- ¿Me necesitas para que te dé consejos de moda? ¿Desde cuando te preocupa este aspecto de la sociedad de hoy en día? - soltó John, porque que estuviera enfadado no significaba que fuera a desaprovechar una oportunidad de burlarse de Sherlock; todo lo contrario.

Sherlock puso su habitual cara de exasperación, que parecía gritar que todo el mundo era un idiota menos él, y que John estaba convencidísimo de que ensayaba delante del espejo, y dijo:

- Son de Carl Powers.

- ¡Imposible! ¿Cómo las has conseguido?

- El asesino se puso en contacto conmigo y, a través de unas pistas, me indicó dónde podía encontrarlas.

- Sherlock, no me negarás que esto suena bastante improbable… ¿Por qué iba a entregarte el asesino una pista?

- Porque quiere jugar.

- Esto es absurdo. ¿No sería más probable que alguien te estuviera gastando una broma?

- ¿Quién iba a gastarme una broma tan elaborada?

- ¿A ti qué te parece? Mycroft, que está harto de que juegues a detective y te metas en líos y quiere darte una lección haciéndote quedar como un tonto ridículo.

- John, tú no lo entiendes; todo lo que sé tiene que tener alguna utilidad, tiene que haber más personas como yo… - masculló Sherlock y a John le pareció que era la primera vez que le veía perder su compostura perfectamente calma, diría que parecía molesto en desmedida, casi herido, y fue así como se fue, dejando a John preocupado, aunque tenía claro que lo que debería estar, después de aquel encuentro y la actitud de Sherlock, no era preocupado sino enfadado.

John

Desde que Sherlock resolvió el caso del trofeo de fútbol, tiene una nueva afición. Rastrea todos los periódicos en busca de noticias de robos, asesinatos y cualquier otro tipo de crimen, las recorta, las clasifica y las estudia. Ahora ya no manda artículos relatando sus experimentos químicos a revistas científicas, ahora manda cartas a la policía haciendo recomendaciones y dando consejos para encontrar el culpable en los casos que aún no han podido resolver. En cualquier caso, la respuesta siempre es la misma: lo ignoran.

A veces me pide que lo acompañe a la escena de un crimen o a la misma comisaría de policía donde exige entrevistarse con el detective que lleva un caso que él dice que ha resuelto por su cuenta. Si tiene suerte, el detective lo recibe, finge que lo escucha y, finalmente, con aire paternalista lo despide prometiendo que tendrá en cuenta sus observaciones, cuando es obvio que no lo hará. Si no tiene suerte, llaman a su hermano Mycroft para que venga a buscarlo. Mycroft lo va a buscar con aire exasperado y lo castiga dejándole una semana sin microscopio y sin ninguna otra herramienta con la que poder practicar sus experimentos.

Sherlock se quedó sorprendido cuando se dio cuenta de que la policía no estaba haciendo caso de sus observaciones, a pesar de que le habían dicho que lo harían. Tuve que explicarle que sólo se lo habían quitado de encima y que ya en aquel momento había sido obvio por el tono de voz y la expresión del detective cuando hablaba con él. Decidido a poner remedio a lo que él llama una laguna imperdonable, muchas mañanas se queda en casa viendo en la televisión programas de testimonios para intentar aprender a leer las personas, aprender a leer las mentiras no sólo en las características físicas de la gente y lo que llevan encima sino también en la expresión de su rostro. Cuando le voy a ver siempre comenta que está inmensamente agradecido a la programación matinal, porque sería un horror vivir en la época victoriana, no tener televisor y tener que relacionarse realmente con personas para aprender a interpretar sus expresiones.

Irene

James Moriarty era la persona más inteligente que había conocido nunca, pero bajo su apariencia calma había una bomba de relojería que podía estallar en cualquier momento; por eso ella procuraba mantenerse a una distancia prudencial para que no le alcanzara la onda explosiva.

James le enseñó unos cuantos trucos para poder sacar dinero de los niños ricos de papá y que fueran ellos mismos los que propusieran prestárselo, porque éste es el punto esencial de todo timo que se precie. Después ella se esfumaba y los niños ricos de papá tardaban algún tiempo en darse cuenta de que habían sido timados y, aún cuando por fin lo hacían, no tardaban en considerar que había valido la pena ser engañado. Para hacerles creer esto no necesitaba ninguna enseñanza de nadie; esto era parte de su talento natural.

A veces James le proporcionaba él mismo nombres y datos de niños de papá a quien timar, y después se repartían los beneficios. James entendía su sed de poder, entendía que el primer paso para tener poder es tener dinero, pero Sebastian le preguntó por qué. Ella le explicó que soñaba con pasarse los días tomando el sol en una playa paradisíaca con arena blanca, aguas cristalinas y una chica en bikini que le sirviera un cóctel.

Fue James quien le habló por primera vez de Sherlock Holmes. El ansia de James era ilimitada y siempre deseaba lograr el más difícil todavía, así que un día propuso que en lugar de robar a los niños ricos de papá robaran directamente a dichos papás. Se podía hacer, sólo era necesario un plan bien trazado y él ya lo tenía. Lo único que Irene tendría que hacer sería engatusar a un virgen frígido que presumía de no interesarle nada el sexo; con sorna le preguntó si creía que iba a ser capaz de conseguirlo y ella respondió que por supuesto que sí, que justamente estos casos eran su especialidad, pero ¿estaba seguro de que no se había descrito a sí mismo? Y James sonrió como si hubiera recibido un cumplido.

La primera parte del plan era presentarse ante Holmes como una damisela en apuros que había oído hablar de sus habilidades deductivas, ya que esto excitaría, como mínimo, su vanidad. Fue idea de Irene presentarse una noche de tormenta toda empapada, para que él insistiera en que debía quitarse la ropa mojada y ponerse un albornoz, y así ella podría empezar a ver si realmente era tan de piedra como decía ser, porque los albornoces son muy traicioneros y, sin que te des cuenta, se pueden abrir y revelar una extensión de piel más amplia de lo que una realmente quiere revelar.

La segunda parte del plan consistía en conseguir que Holmes trazara un plan para introducirse en cierta casa y abrir cierta caja fuerte, porque el hijo mayor de la familia se había apoderado del diario de Irene, que contenía fotografías y secretos terriblemente comprometedores para ella. Delante de la caja fuerte él dudó, como si estuviera sospesando la ética del delito que estaba a punto de cometer, pero sólo hizo falta un susurro al oído, sólo retarle diciéndole a ver si era capaz de impresionar a una chica que consideraba que la inteligencia era sexy, para que dejara de lado cualquier reparo.

La única verdad que Irene le dijo durante aquellos días fue que consideraba que la inteligencia era sexy. Ver a Sherlock resolver lo imposible en una fracción de segundo hizo que un deseo electrizante recorriera su medula espinal y que notara como la sangre fluía por sus venas en una explosión de sensaciones que invadían toda su piel, pero supo sobreponerse y no exteriorizarlo, porque esto es algo que se aprende a hacer cuando eres una chica a la que le gustan las chicas. Quizás en otras circunstancias, su historia hubiera sido distinta, pero las circunstancias eran las que eran y era inútil detenerse a desarrollar hipótesis que nunca tendrían lugar.

Irene creyó que ahí se terminaría todo, pero entonces John Watson fue a verla cuando terminaba su clase de esgrima.

- ¿Así que realmente haces esgrima? Pensaba que sería otra de tus mentiras - fue su melodramática salutación.

Probablemente ésta era la otra única verdad que le había dicho a Sherlock Holmes durante aquellos días, pero fue porque necesitaban una conexión y James sugirió que dijera que un chico que hacía esgrima con ella le había hablado de las prodigiosas habilidades de Sherlock Holmes, que también practicaba esgrima en sus ratos libres.

John Watson empezó a decir que lo que le había hecho a Sherlock era una ignominia (sí, realmente utilizó esa palabra), porque Sherlock era una persona a la que le costaba mucho confiar en la gente y era una infamia (otra palabra redundante que salió realmente de su boca) que alguien fuera capaz de traicionar esa confianza.

- No creo que sea muy inteligente hablar de esta forma tan poco cortés a una dama que tiene un florete en sus manos - dijo Irene, intentando rebajar el dramatismo que John Watson le estaba confiriendo a toda la conversación, pero esto sólo consiguió que él se crispara aún más.

- Pareces un caballero enamorado defendiendo el honor de su enamorado - dijo Irene tan pronto John hizo una pausa en su discurso.

- ¡Yo no soy gay! - fue la protesta que salió de los labios de John a una velocidad asombrosa.

- Pues yo sí lo soy y, aún así, no sería capaz de decirle que no a Sherlock Holmes.

- ¡Esto es absurdo! ¡No cambies de tema!

- ¿No me dirás que Sherlock se pasa los días mirando por la ventana y tocando canciones tristes con el violín? Aunque sea así, debe estar de duelo por su orgullo herido y no por un amor perdido.

- Sabes que no es verdad que Sherlock no sea capaz de sentir nada.

Irene lo sabía. Perfectamente que lo sabía. Prácticamente siempre todo el mundo tendía a cometer el mismo error respecto a ella.

- ¿Toda esta escena es sólo por Sherlock o tú también te has sentido traicionado? ¿Quizás tú también sucumbiste al encanto de la pobre chica ultrajada y quizás también soñaste con obtener de ella una recompensa?

Bingo. Con aquello sí que hizo diana. Con sólo insinuar que podía haber una brecha en la lealtad que John Watson profesaba por Sherlock Holmes fue suficiente. Aquello hizo que se indignara sobremanera y se marchara por donde había venido, con el consiguiente alivio por parte de Irene.

Molly

Anochecía y regresaba a casa con mis libros de piano bajo el brazo, cuando he visto de lejos a Sherlock sentado en un banco del parque; lo he reconocido por su abrigo, su bufanda y su pelo ondulado. Por un momento he pensado en esquivarlo y tomar otro camino, pero al final me he acercado y le he saludado. Él tenía una expresión distraída, ausente, como si su mente estuviera infinitamente lejos. Ha sido como si tuviera que salir a la superficie después de haberse sumergido hasta las profundidades más remotas, y ha tardado en devolverme el saludo. Le he preguntado qué hacía allí y tan pronto como la pregunta ha salido de mis labios me he dado cuenta de que era una pregunta estúpida, pero él, aún con expresión ausente, simplemente ha respondido: “Pensar.”

Después le he preguntado si podía sentarme un rato a su lado y ha sido como si por fin despertara. Como me ha mirado con unos ojos muy abiertos y extraños, he empezado a balbucear y a tartamudear como una idiota, a decir que había dicho una tontería y que obviamente no necesitaba que yo le molestara, así que iba a irme y a dejarle tranquilo. Pero él ha dicho que claro que podía sentarme. Sentada a su lado me sentía mejor porque así no tenía que mirarle a los ojos. Había muchas colillas de cigarrillo en el suelo; debía hacer rato que estaba allí. Después de un silencio, él me ha preguntado: “Molly Hooper, ¿me porto muy mal contigo, verdad?” Lo ha dicho así, ha dicho mi nombre completo. Yo me he encogido de hombros y le he dicho que sabía que lo hacía sin querer.

Nos hemos vuelto a quedar en silencio un rato. No es que el silencio fuera incómodo, se estaba bien así pero, sin embargo, yo sabía lo que le había pasado con Irene Adler y sentía la necesidad de reconfortarlo, por estúpido que suene, así que le he dicho que yo también sabía lo que era sentirse engañado y utilizado. Sherlock me ha preguntado si me refería a ella (como si no pudiera decir su nombre) y yo he asentido. Él me ha explicado que no sólo era ella, que lo que le pasaba era que se había pasado toda su vida esperando encontrar a alguien que fuera como él y ahora que lo había encontrado no le gustaba lo que veía, porque Moriarty tenía lo peor de él y sacaba lo peor de él y sólo era cuestión de tiempo que acabara como él.

Entonces yo le he dicho que podía ser estúpida para muchas cosas, pero que sabía que no era como él (porque yo sí que aún no puedo decir su nombre). Sherlock me ha dicho que yo sabía perfectamente que no era tan estúpida comparada con la mayoría y que, además, era una de las pocas personas que encontraba tolerable. Es su manera de ser y nunca cambiará, pero yo sé que es una buena persona. Nos hemos vuelto a quedar en silencio sentados en medio del parque, hasta que él se ha levantado y ha dicho que se hacía tarde y que deberíamos regresar a casa. Hemos caminado un rato juntos, sin decir nada, hasta que nuestros caminos se han separado.

V.

Jim

Jim lleva un buen rato registrando el ropero de la hermana de Sebastian, mientras éste ya se ha cansado de esperarlo y se ha puesto a leer una novela de vaqueros. Al fin emerge con unos pantalones excesivamente ajustados y una camisa de color pastel que también le queda ridículamente ceñida.

- ¡Pareces un maricón! - suelta Sebastian en el tono más neutro posible.

- Oh, Sebastian, ésta es precisamente la intención…

- Me pensaba que tu plan era ligarte la amiga del tal Sherlock no el propio Sherlock.

- ¿Es que estás celoso, querido?

Y Sebastian tiene ganas de darle un puñetazo en toda la boca para borrarle de golpe esa sonrisa socarrona que más que una sonrisa es un escupitajo en toda la cara, pero Sebastian sabe que esto es lo que quiere Jim, porque para él todo es un juego retorcido en el que acabar molido a golpes por un tipo más grande que él sería la más dulce de las victorias, porque demostraría que tiene razón y Jim siempre quiere que se reconozca que él y sólo él tiene la razón; así que Sebastian se propone no perder la calma y vuelve a leer (o como mínimo vuelve a fingir que lee) el libro que tiene entre manos, pero Jim no se da por vencido y sigue provocándole:

- No, claro que no estás celoso. A Sebastian Moran sólo le gustan las chicas; tiene una larga lista de conquistas que puede demostrarlo. Sebastian Moran lleva una chaqueta de cuero y le gusta pelearse con otros chicos, revolcarse con ellos por el suelo, como sólo hacen los auténticos machos.

Jim se ha ido acercando a él con pasos cortos y teatralizados y ahora está sentado en el brazo de su butaca y está tan cerca de él que no puede evitar darle un empujón con el codo que lo hace caer al suelo y, desde el suelo, sus carcajadas estridentes resuenan como un eco enloquecido en la habitación de techo alto. Sus dientes son húmedos y afilados y sus ojos de un oscuro inusitadamente profundo y Sebastian le dice que, si ya tiene lo que quería, ya se puede ir. Jim aún no tiene todo lo que quiere, pero igualmente se marcha, porque igualmente pronto lo conseguirá.

Desde lo de Carl Powers, Jim ha ido cada día a la biblioteca para leer los periódicos en busca de referencias al incidente. No las ha recortado y las ha pegado en un cuaderno como recuerdo, porque no es tan estúpido como un tal Sebastian Moran que es capaz de llevar un diario y anotar con pelos y señales todos los actos delictivos que comete y de listar todos los implicados. Cuando lo descubrió no tuvo más remedio que quemarlo. Pero a él no le hace falta coleccionar pruebas de su asesinato perfecto porque él, con una ojeada, las memoriza y, a veces, las repasa mentalmente para regocijarse en la estupidez de la policía que ni sospecha remotamente que la muerte de una joven promesa de la natación en una piscina pueda ser algo más que un trágico accidente.

Sin embargo, la mejor referencia a Carl Powers no la encuentra en la sección de sucesos sino en la de los anuncios por palabras. En medio de anuncios sobre gente que vende o compra los objetos más diversos, encuentra uno sobre alguien que perdió sus zapatillas deportivas en los vestuarios de cierta piscina y ofrece una recompensa a cualquiera que pueda darle una pista. La descripción de las zapatillas encaja a la perfección, tanto que cuesta de creerlo, pero coincidencias así no existen, así que decide darle una oportunidad.

Las pistas que le da para encontrar las zapatillas a través del número de teléfono que dejó en el anuncio no son endiabladamente difíciles, pero se tiene que reconocer que el señor Holmes (así es como dice llamarse: señor Holmes) las soluciona con una rapidez remarcable. La sorpresa llega cuando descubre que el señor Holmes es un chico de su edad. Aún no tiene claro de si es alguien especial como él o bien solamente otra persona ordinaria, pero se dice que merece la pena averiguarlo.

La siguiente fase del plan es infiltrarse en su círculo y para hacerlo tiene que ser a través del miembro más débil, que resulta ser una chica llamada Molly Hooper. Ha descubierto que toca el piano y que esta noche da un recital (que sin duda resultará horrendo) junto a otros alumnos para padres sin ningún tipo de oído musical. Será facilísimo. Sólo hará falta que se haga pasar por otro estudiante de piano y que le diga una mentira como que toca muy bien a Debussy. Sólo espera que no le sangren los oídos ante tanta mediocridad.

Sebastian

Que te jodan, Jim.

Irene

No es que a Irene le interesase especialmente la ciencia, pero ella nunca desperdiciaba una oportunidad de saltarse clases y ampliar su círculo de conocidos. Es por esto que se inscribió en un concurso de experimentos científicos, que resultó ser sólo para chicas, para promover las vocaciones científicas entre el sexo femenino o alguna cosa políticamente correcta por el estilo.

Por una de aquellas coincidencias que tantas veces hacen que la vida sea más interesante, en el concurso también estaba Molly Hooper, la fiel amiga de Sherlock Holmes. Iba sentada sola en el autocar e intentaba pasar por invisible, sin entablar conversación con nadie. Aún así, cuando se sentó a su lado la hora de comer, Molly respondió con monosílabos y de mala gana, sin ocultar la hostilidad que sentía hacia Irene a causa de su inquebrantable lealtad a Sherlock Holmes, pero sin atreverse a pedirle que se largara o incluso a insinuárselo con alguna palabra desagradable de más.

Pero no todo terminó ahí; Irene seguía pensando en Molly Hooper. ¿Era porque se aburría y porque tenía curiosidad por ver si había algo que pudiera agotar la paciencia de Molly? ¿Era porque deseaba aquello que se le resistía sólo para cansarse de ello una vez lo había conseguido? Lo cierto es que planificó una serie de encuentros fortuitos y, entonces, cuando Irene fingía que sólo quería ser amable, Molly era parca y seca, pero siempre sin perder ni la paciencia ni la compostura.

Sin embargo, incluso Molly Hooper tenía un límite y un día, de repente, le soltó sin alzar la voz si no tenía que ir a engañar y a robar a otra persona, pero de una forma aún perfectamente educada, sin una palabra ni un decibelio de más. Irene, con su voz más inocente, dijo que aquello había sido en el pasado. Después, como si no hubiera llovido desde entonces, como si se lo hubiera estado guardando desde el primer día que coincidieron, Molly le dijo que probablemente el experimento no lo había hecho ella sino que había engañado a alguien para que se lo hiciera. Molly tenía los ojos muy abiertos y una mirada intensa y airada; en principio, esto era lo que había querido Irene, incomodarla hasta el punto en que acabara harta y le soltara algún improperio. Sin embargo, no se podía decir que esta reacción la hubiera satisfecho.

Una nueva oportunidad llegó cuando se enteró que Molly estaba enferma, en cama con varicela. Fue una suerte que ella ya la hubiera pasado. La madre de Molly se alegró tanto de ver que su hija tenía una amiga que se preocupaba por ella hasta el punto de hacerle una visita cuando estaba enferma, que la condujo hasta su cuarto colmándola de atenciones y agradecimientos. Fue divertido ver la cara de sorpresa de Molly, pero obviamente no tuvo valor para echarla. Y fue entonces cuando empezó de verdad.

-¿Por qué lo haces? ¿Qué quieres de mí? - preguntó Molly, siempre con voz suave, cuando estuvieron a solas.

- Me gustaría que fuéramos amigas. Estoy convencida de que tenemos mucho en común, a parte de cierta debilidad por Sherlock Holmes.

- Lo dudo.

Irene echó un rápido vistazo a la habitación de Molly y lo vio:

- ¡Los tres investigadores! A mí también me encantaban sus libros. Seguro que tu favorito también era Jupiter Jones, el joven investigador asombrosamente inteligente.

Molly asintió con la cabeza sin nada de entusiasmo, de mala gana, como si no quisiera reconocerlo pero tuviera que hacerlo porque era la verdad.

- ¿Qué más? - continuó Irene, y se lanzó a hacer una serie de suposiciones: - Las mariposas, las constelaciones, la lluvia, la organización social de las hormigas y las abejas, las espirales y los hexágonos, la composición química de los medicamentos…

- Vale, vale, de acuerdo, pero tampoco tiene tanto mérito, esto son cosas que le gustan a mucha gente - dijo Molly y, por primera vez, parecía relajada.

- Discúlpame si te ofendo, Molly Hooper, pero se nota que tu vida social se reduce a Sherlock Holmes, porque estas cosas no le gustan prácticamente a nadie. Supongo que te envidio por no haber descubierto a través de la experiencia que en el mundo existen más idiotas que gente interesante - respondió Irene, sintiéndose también inusualmente cómoda hasta el punto que notaba que empezaba a desprenderse de su papel.

- Créeme, he conocido más idiotas de lo que me gustaría - recalcó Molly tímidamente y la sospecha que tenía Irene de que en Molly Hooper había más de lo que dejaba ver quedó confirmada.

Como nada une más que un odio compartido, empezaron a hablar de idiotas que habían tenido la desgracia de conocer. E Irene siguió visitando a Molly cada día hasta que ésta se recuperó y luego se encontraban al salir de clase de piano o de la biblioteca. Pero no sólo hablaban de idiotas sino de cosas como lo limitadas y angostas que eran sus vidas y que no podían esperar a ser mayores de edad y libres, y de todos los lugares que visitarían entonces y de todas las cosas que podrían hacer entonces sin tener que dar explicaciones a nadie.

Un sábado por la tarde, cuando no había nadie en casa de Molly, Irene trajo su disco de X-Ray Spex y una botella de vodka; y pusieron la música al máximo e inventaron toda clase de cócteles. Y cuando la botella ya estaba casi vacía y el disco se había terminado ya varias veces, ellas estaban tumbadas encima de la alfombra que había en medio del salón.

- ¿Sabes quién es el más idiota de todos los idiotas que he conocido? - dijo Molly sin venir a cuento, como si fuera lo más natural retomar esa conversación de su primer día.

- Noooo… - dijo Irene, alargando la o de una manera que a ella misma le pareció ridícula, cosa que le hizo darse cuenta de que había bebido demasiado, pero al fin y al cabo ésta ya era la intención.

- Moriarty.

- Entonces yo aún no lo conocía, no me enteré hasta muy después de haberle conocido de la putada que te hizo - respondió Irene sin poner su ensayado tono de voz inocente.

- ¡Menudo gilipollas!

- Espero que como mínimo te diera un buen meneo…

- ¡Ja! ¡Lo máximo a que llegamos fue a cogernos de la mano!

- ¡Menudo gilipollas! - dijo Irene, repitiendo las palabras de Molly, pero es que realmente se tenía que ser gilipollas.

Irene miró a Molly; tenía el pelo revuelto, los labios entreabiertos y de un rojizo subido por culpa del alcohol, los ojos brillantes y esa mirada intensa que se entregaba de forma confiada y sencilla. Irene esperaba no cansarse nunca de ella.

Molly

Aún me duele la cabeza. Ayer mis padres no estaban en casa e Irene se presentó con un disco y una botella de alcohol. Dije que probablemente no sería una buena idea, pero ella me pidió que le diera una oportunidad y que, si no me gustaba ni la música que iba a poner ni la bebida que me iba a preparar, nadie me iba a obligar a escucharla o a beberla, pero que lo probara. No supe cómo negarme. Al final tampoco estuvo mal. Creo que me he acostumbrado a Irene, aunque “acostumbrar” tampoco es la palabra adecuada. Supongo que debí emborracharme un poco y puede que fuera esto lo que me impulsara a preguntar cosas que hacía tiempo que quería preguntar.

Empecé confesando que de niña estaba perdidamente enamorada de Jupiter Jones, porque quería acabar hablando de Sherlock Holmes y, en mi mente, los dos siempre han estado relacionados. Dije que estaba enamorada porque era tan inteligente, porque era capaz de resolver todos los misterios con unas pocas pistas, porque leía y era un inventor, porque usaba palabras rebuscadas y sabía hacerse pasar por lo que no era. Irene me dijo que mejor que soñar con ser la novia de Jupiter Jones era soñar con convertirse en Jupiter Jones. No lo había visto nunca desde este punto de vista.

Las mejillas me ardían y notaba un gusto dulzón a fruta en toda la boca. Después de una pausa, me atreví a preguntarle si de verdad le había gustado un poco Sherlock o si todo había sido fingido. Soltó una carcajada y dijo que sí que le había gustado, aunque en principio no fuera su tipo. Le pregunté cuál era su tipo y ella, como si nada, me dijo que las chicas (en realidad no lo dijo así, en realidad literalmente dijo que su tipo eran “con tetas y sin polla”). Nunca se me había pasado por la cabeza. Dudé un rato sobre si hacerlo o no, pero al final le pregunté si había salido con alguna chica (porque no fui capaz de decirlo de ninguna otra forma) y ella, como le gusta hablar como si hubiera alguien que estuviera transcribiendo sus palabras, me contestó que no me enamorara nunca de una chica, porque al principio es muy divertido, pero que al final vienen con el cuento de que ha sido un error o una fase y te destrozan el corazón. No sé hasta qué punto lo decía en broma. Se me pasó por la cabeza decir que con los chicos también funciona así, pero en realidad no lo sé.

Quizás fue por el alcohol, pero en aquel momento me dio la sensación de que comprendía por primera vez por qué, a pesar de ser tan distintas, tenemos mucho en común. Entonces me giré para mirarla y ella me estaba observando, así que volví a desviar la vista hacia un punto indeterminado del techo. Me dije que era el momento de hacerle la pregunta que más quería hacerle y de la que temía más la respuesta. Le pregunté si aún seguía viendo a Moriarty. Ella respondió con un simple “no”. Si hubiera insistido, si me hubiera jurado que no lo veía, si lo hubiera negado de una forma más rotunda, no la habría creído.

VI.

Sherlock

El escenario es la piscina en que se ahogó Carl Powers; no podría ser otro. Se abre el telón y se encienden las luces. La escena se ilumina y al borde del agua ve a John atado de pies y manos a una silla de ruedas. Sherlock tiene que reconocer que como golpe de efecto es notable y quizás sea el segundo que pierde considerando la efectividad de la puesta en escena lo que le hace perder la oportunidad de salvar a John, porque tan pronto como da un paso en su dirección aparece un chico de su edad que hace el gesto amenazador de empujar la silla dentro de la piscina, así que Sherlock se queda quieto donde está.

- ¿Te acuerdas de que te dejé mi número? ¿Por qué no me llamaste? - dice con un ritmo estudiado que parece una melodía.

Sherlock se acuerda. Claro que se acuerda del papel que le dejó entre sus libros. Ni siquiera lo desdobló pero ahora podría adivinar fácilmente el número porque se acuerda de los trazos de tinta transparentándose por la otra cara en el papel de mala calidad. Sin embargo sólo dice:

- Jim.

- Sí, el novio maricón de Molly Hooper. ¿Ni siquiera te gusté un poco?

- ¿Qué es lo que quieres?

- ¿Cuánto tiempo crees que puede aguantar alguien bajo el agua? ¿No te gustaría averiguarlo con un pequeño experimento?

- Por Dios, idiota, te ha preguntado qué es lo que quieres - exclama de pronto John.

- Señor Holmes, tendrá que enseñar modales a su perrito faldero, tendrá que enseñarle que no se interrumpe a los mayores cuando están teniendo una conversación - dice Jim sin inmutarse.

- En una conversación de mayores cuando uno pregunta, el otro responde - sigue John.

Y entonces Jim sí que se inmuta y agarra a John por el cuello y empuja la silla hacia el agua hasta que las ruedas delanteras quedan suspendidas en el aire.

- Escúchame, mierdecilla, o te callas o tendré que cortarte la lengua y hacértela tragar.

- ¿Dónde has conseguido el cloroformo para dormirlo? - le pregunta Sherlock.

- Yo sólo quería jugar un rato, pero tú no te has dignado a hacerme caso hasta que he secuestrado a tu mascota - dijo Jim, perfectamente calmo otra vez.

- Te hice caso. Seguí tus pistas y averigüé cómo mataste a Carl Powers.

- De acuerdo, de acuerdo, lo hiciste bien, ¿es que quieres una medalla o una galletita? ¿Pero resolver crímenes no te parece aburrido? Yo soy de la opinión que es más divertido cometerlos.

- ¿Por qué Carl Powers?

- ¿Conoces el tercer movimiento del cuarteto para cuerdas número 8 de Shostakovich?

- Prefiero sus conciertos para violín.

- Supongo que esperas una historia de humillación y venganza del tipo: “Me bajaba los pantalones y me azotaba con una vara”. Pero sólo fue porque podía hacerlo.

- Pero, aunque sea sólo porque podías hacerlo, como tú dices, ¿por qué elegiste a Carl Powers de entre todas las posibles víctimas?

- Empieza con una melodía dulce y caprichosa, pero poco a poco se van intercalando disonancias y notas histéricas que hacen intuir el horror.

- ¿Por qué no sueltas a John? Ya me tienes a mí, él no tiene nada que ver con esto.

- Claro que tiene que ver. Desde el momento en que te sigue a todas partes y tú le has tomado tanto afecto, tiene que ver contigo y, por tanto, tiene que ver conmigo.

- ¿Por qué no me dices exactamente lo que quieres? Todos los juegos que se alargan demasiado acaban siendo pesados. Incluso los más divertidos.

- Alguien como tú tiene que estar de acuerdo en que la mayoría de la gente es mediocre. Aún así, estamos en un mundo en que la mayoría de la gente ensalza la mediocridad. Carl Powers era querido y admirado por todos: compañeros, padres, profesores. Sin embargo, era una persona terriblemente ordinaria, sin ningún talento, vulgar, totalmente prescindible.

- Así que sólo fue por envidia.

- Señor Holmes, no lo simplifique de esta forma, no sea usted también una persona ordinaria; sería para mí una gran decepción.

- De acuerdo, no sólo fue envidia, pero suelta a John. En cualquier momento puedo ir a la policía y denunciarte.

- Puedes probar cómo asesinaron al pobre Carl pero no puedes probar que fuera yo. Y todo lo que has averiguado, lo has averiguado porque yo quise.

- ¿Es que quieres una felicitación por asesinar a alguien?

- No, sólo quiero pasar un rato agradable contigo. Charlando. Por ejemplo de Shostakovich. Él creía que no importaba si la buena música era tocada de forma mediocre, porque la buena música tenía una calidad etérea que sobrevivía incluso a una mala interpretación. Yo creo que la mediocridad lo arruina todo.

- Shostakovich también se enviaba cartas a sí mismo para estar seguro de que el sistema de correos funcionaba.

- ¿Y esto lo interpretas como un signo de locura o de cordura?

- Esto de conversar mientras hay alguien atado es algo raro, ¿no crees?

- En el segundo movimiento del cuarteto número ocho es como si la música te llevara flotando suavemente por un laberinto de angustia en el que hay tumbos y sacudidas pero sin dejarte caer. Te lleva hacia arriba del todo, te deja suspendido en el aire un segundo y luego sí que te deja caer.

Cuando Jim termina de hablar, John ya está en el fondo de la piscina, atado de pies y manos, sin poder deshacer los nudos y salir a la superficie por sí mismo. Ha sido un movimiento rapidísimo y, en cierto modo, imprevisible. Esta vez Sherlock no pierde ni un segundo considerando el efecto dramático de la acción y se lanza a la piscina.

Bajo el agua sólo se oye el silencio y parece que el tiempo se ralentiza o se alarga, aunque es físicamente imposible, claro está. Sherlock procura ignorar el clamor que siente en el pecho para que ese miedo que habita en el vacío no le reste efectividad a sus acciones. Su mente sigue avanzando a toda velocidad, pero avanza por caminos que no son nada útiles: piensa que éste es el momento clave de su vida, que puede salvar una vida o perder un amigo. Y llega a la conclusión de que, aunque las consecuencias que se desprenderían de esto último no serían objetivamente irreversibles para él, no quiere tener que enfrentarse a ellas. Y es dándose cuenta de esto que consigue desatar el último nudo y John queda libre.

Fuera, Jim ha desaparecido. La silla de ruedas ha quedado en el fondo de la piscina. A Sherlock le silban los oídos y le cuesta recuperar el ritmo normal de respiración. John tose y escupe agua que se ha tragado, y entre medio le da las gracias, aunque casi no puede ni hablar. Sherlock con un gesto con la mano le quita importancia a lo sucedido. Cuando ve que John lo mira y hace un amago de sonrisa sabe que todo está bien, por más que no sepa qué le hace gracia a John.

- Me alegro de que no haya sido necesario que me hicieras el boca a boca - dice John, ahora sí ya sonriendo del todo.

Jim

Jim se acerca cantando “Don’t you want me, baby? Don’t you want me now?” con voz aguda e impostada; no todas sus entradas en escena pueden ser igual de espectaculares. Le da la sensación de que el cuerpo de Sherlock se tensa pero que hace el esfuerzo de no girarse para ver si realmente es él.

- No sólo de Shostakovich vive el hombre. ¿No conoces la canción? La mayoría de gente está convencida de que es otra canción de amor y no se dan cuenta de que es una canción sobre relaciones de poder, algo ciertamente mucho más interesante - dice Jim sentándose a su lado.

Están en las gradas del campo de rugby, que ahora está helado y vacío, porque el entrenamiento aún no ha empezado.

- Sabía que volverías a buscarme.

- ¡Oh, qué bien me conoces! - musita Jim casi en un arrullo.

- ¿Qué quieres ahora?

- Querido, ¿por qué siempre esta prisa? ¿Por qué simplemente no puedes relajarte y disfrutar de los preliminares?

- Tengo entendido que los que dejan caer muchas insinuaciones pero que no muerden se les llama “calientabraguetas”.

Jim suelta un estruendo en forma de carcajada y, una vez calmado, prosigue:

- No es que considere esto como una competición… Bueno, en realidad, sí que es una competición ¿verdad? Y, después del incidente con Irene Adler, yo voy ganando dos a cero.

- No creo que puedas apuntarte un segundo tanto, ya que todo el mérito es de ella.

- ¿Así que simplemente la llamas “ella”? A ver si resultará verdad que te enamoraste y todo… Pero que sepas que el cuerpo podía ser el suyo, pero el cerebro era el mío.

- Si quieres que reconozca que vas ganando, lo haré. Pero tarde o temprano te atraparé.

- No, no lo harás.

Entonces sale del vestuario el equipo de rugby de John, cosa que Jim aprovecha para cambiar de tema.

- Es curioso esto del rugby; son curiosos los rituales que se inventan los hombres para manosearse unos a otros.

- Cada uno lo hace a su manera. Hay otros que prefieren jugar al gato y al ratón.

- Ciertamente, señor Holmes - dice Jim, con sorna -. Pero tendrá que reconocer que hacerlo de esta forma es hacerlo de una forma más evolucionada intelectualmente, menos mediocre.

Sherlock no tiene tiempo de replicarle porque algo claro y veloz cruza el aire. John se ha acercado corriendo hasta la grada y ha asestado un puñetazo en medio de la cara de Jim, pero parece que no tiene suficiente porque lo agarra por las solapas de su cazadora y empieza a sacudirle y a lanzarle improperios. Sherlock se queda quieto y Jim empieza su actuación: grita, se debate, pide socorro, proclama su inocencia, todo con un timbre de voz agudo y lastimero. Los compañeros de equipo de John se han acercado y los apartan. Jim sigue con su personaje, sigue fingiendo que es presa del pánico y continúa pregonando, con voz llorosa, que él no le ha hecho nada a John, que no entiende por qué la ha tomado con él, que ni siquiera le conoce; pero también tiene tiempo de dedicarle a Sherlock una mirada fría y cómplice, que pasa desapercibida por todos los demás.

Ha sido el mismo Sherlock que ha sugerido que vayan a otro sitio, no ha especificado cuál, así que ahora caminan uno al lado del otro por unas calles azotadas por un viento cortante. Jim siente el sabor de la sangre en su garganta y se trata de una sensación de lo más estimulante.

- Ciertamente tu mascota es fiel y pega fuerte. Muy adorable todo. Pero tiene que haber momentos de aburrimiento en que debes desear la compañía de alguien que esté a tu altura, de alguien como tú.

- ¿Estás insinuando que seamos amigos del alma después de intentar matar a John y de pararme trampas para burlarte de mí?

- Tienes muy mal perder, querido, sabes que era sólo un juego.

- ¿Que una persona muera lo llamas un juego?

- Todas las personas mueren y las mediocres merecen hacerlo antes que nadie.

- Pero ¿quién te ha dado el derecho a decidir quién es lo suficientemente mediocre para morir?

- ¡Dios, discusiones sobre ética y moral, no! ¡Por favor! ¡Son tan aburridas! - exclama Jim exasperado y con un deje de furia mal disimulada, pero inmediatamente vuelve a hablar con voz suave y cadenciosa: - ¿Sabes que Irene Adler y Molly Hooper últimamente están muy unidas? ¿No es bonito que el amor pueda triunfar a pesar de cualquier discrepancia inicial?

- Molly Hooper es mejor persona que yo.

- Es verdad. Pero nuestro caso es el opuesto: entre nosotros quizás no haya amor pero, en cambio, tampoco hay ninguna diferencia. Somos iguales. ¿Y no es natural que los iguales se junten?

- Me cuesta entender que, con tu inteligencia privilegiada, no seas capaz de comprender lo que significa la palabra “no”.

- Vale, ya veo que te gusta hacerte el duro. Pero ten en cuenta que o estás conmigo o estás contra mí. Y me cuesta entender que, con tu inteligencia privilegiada, no seas capaz de comprender qué es lo que más te conviene - concluyó Jim y, luego, se alejó tarareando “Don’t you want me baby? Don’t you want me, now?”

fin

a veces escribo fics, sherlock

Previous post Next post
Up