La tienda de los corazones rotos [Ficción Original] Los cuervos de Santa
Dec 02, 2012 20:11
Título: La tienda de los corazones rotos Autor: shiorita Fandom: FO Pairing/Personaje/Grupo: - Rating: PG Resumen: Llevaba arreglando corazones desde el día anterior a conocerla a ella, o al menos, eso me parecía. Quizás porque desde que Renata apareció en la puerta de la tienda y se autocontrató así misma como dependienta, ayudante, y socia del negocio, ningún corazón se nos había resistido. A todos le habíamos encontrado dueño, carrera, futuro y hasta las tuercas que había perdido. Y eso que, en navidad, las cosas solían ponerse peliagudas. Advertencias: ¿Es una paranoia un poco rara? ¡Está sin betear! Los cuervos de Santa: Prompt #2
La tienda estaba repleta de adornos, pero aún así entraba muy poca gente. Al fondo, donde los frascos etiquetados con letra ineligible se amontonaban sin orden alguno, la puerta del laboratorio se abría y cerraba por la fuerza de la corriente.
La cabeza de Renata se asomaba de vez en cuando, con su pelo blanco medio afro medio he-metido-los-dedos-en-un-enchufe anunciando su llegada. -¿Y ahora? Llevaba preguntado lo mismo desde hacía cuatro horas. Sabía que no era el mejor día para haberla hecho a venir a trabajar, pero no tenía otra opción. O eso, o la dejaba con el mamarracho de su pretendiente. No es que estuviera celoso; yo era infinitamente más interesante que aquel tipo escuálido y metomentodo, pero no tenía ganas de pasar el día de navidad solo. Así que abrí la tienda y le dije a Renata que más le valía venir a trabajar, porque no iba a hacer excepciones con ello sólo porque fuera navidad.
El problema, como siempre que Renata estaba en la ecuación, era que la noche se nos había complicado sobre manera. En lugar de limitarse a hacer el trabajo de siempre, había decidido improvisar, experimentar, hacer algo nuevo, algo de verdad. Así que mientras afuera caía la de dios no sabe cómo castigarnos ya, Renata se había encerrado en el laboratorio con todas sus ganas e ilusión por sorprenderme con algo que, como comprenderéis, temía sobre manera, para recordarme esporádicamente que no estaba solo.
En realidad, solo solo no estaba. O sea, podía no haberlo estado. Podría haber llamado a cualquiera de los locos de mis colegas y celebrar con ellos la navidad. O con mi familia -mi madre y mi sobrina habían estado insistiendo toda la tarde, y yo las había prometido ir a visitarles a todos a la mañana siguiente -, o en mi propia casa, donde mi compañero de piso llevaba anunciándome la navidad desde hacía dos meses mínimo. Pero, entendedme, yo quería que Renata pasara las navidades conmigo. No es que me fuera a sentir solo sin ella, es que no quería que cuando se acordara de aquellas fechas y hablara de la felicidad y tal y cual le viniera a la cabeza aquel cerebro de mosquito que siempre la acosaba con flores y al que su familia había dado el aprobado general con sólo saber su apellido. No, no, y no. Renata se merecía algo mejor, y como a la tipa descerebrada que era su madre no le parecía buena idea que su hija viniera conmigo a la cena de mis padres, solo se me ocurrió mandarla a trabajar.
Así que, podéis imaginaros cómo me quedó cuando aquel tipo entró en la tienda. Dicen que en navidad es una de las épocas donde más gente se suicida, así que supongo que cierto sentido tenía que alguien así viniera ese día. En realidad, la tienda debería estar llena me había dicho Renata cuando la miré desafiante al abrir las puertas de la tienda horas antes. Normalmente, la gente hace como que sus problemas no existen, pero el día de navidad, las brechas sentimentales se abren muchísimo más. La gente no está indiferente: o adora la navidad, o la odia con todas sus fuerzas. No se conoce término medio. O el corazón se ilusiona, o se irrita. En el primer caso, no había pérdida. El corazón ilusionado se juntaba con otros y luego el calendario se llenaba de cumpleaños en septiembre. El problema estaba en el segundo caso. Y ahí es donde entrábamos en acción nosotros.
-¿En qué puedo ayudarle? -Le saludé al hombre desde el mostrador. No solía acercarme mucho a los clientes. Lo mío no era la empatía, sino dar con la carencia a la primera. -¿Tenéis algún repuesto de esto? -Preguntó con un gruñido mientras lo lanzaba sin cuidado aparente sobre la mesa.
Conocía esa pose, todos hacían igual. Como si no les interesara lo más mínimo, pero luego estarían dispuestos a dar su vida por él. Yo les seguía el rollo, claro, la única manera de hacer negocios era ésa.
-Puede -. En realidad, nunca había un sustituto, pero eso no se le podía decir a la gente a la primera. -¿Qué le pasa a éste? -Me está pequeño. Un par de tallas menos. -¿Puedo? -Pregunté mientras me acercaba a él. Noté su desconfianza. Era algo natural; no era bueno acercarse tanto. -Espere un momento. ¡Renata! ¡Renata, ven aquí enseguida! Tardó medio segundo en aparecer, y el otro medio en determinar qué hacer. -Supongo que podemos añadirle aquí un par de brotes de girasol, y por aquí, no sé, ¿qué le parece un poco de aceite? ¿Chirria mucho? ¿Has probado a desmontarlo? ¿Has mirado si se le ha colado algo de polvo?
El tipo la miró como si hubiera estado ciego toda su vida, y por primera vez tuviera ojos. No sería el primero ni el último que le pasara eso. Yo estaba acostumbrado. ¡Pardiez! Por esa razón estaba completamente enamorado de Renata. Era la única -que yo conociera -capaz de hacer esas cosas. ¡A mí gente normal y aburrida y chicas perfectas! ¡Que os den a todas! Yo sólo quería a mi estrambótica e ingeniera química Renata. Con sus pelos de loca y sus pecas de chocolate.
-Disculpa que le pregunte, pero, ¿hace cuanto que no lo usa? -Un tiempo. -Murmuró él después de pensarlo un momento. Ah, esa respuesta. La había oído tantas veces. Tiempo. Lo mismo cinco o seis años. Siete. En algunos casos, incluso diez.
-Usted no necesita un repuesto, señor, lo que necesita es darle uso. No tiene más. Está un poco oxidado, y al principio, le va a costar arrancar. Pero dale tiempo y paciencia, y ya verás. -Le dije con toda la diplomacia de un vendedor que no está consiguiendo hacer negocio porque tiene corazón. -No, no, yo quiero que me ayudéis a cambiarlo. O a que funcione. ¿Cómo es eso de que tengo que irme sin más? ¿Y si se rompe de buenas a primeras? -No se romperá, tenga cuidado, hombre. Lo que necesita, eso sí, es un par de emociones fuertes. Un poco de marcha, usted me entiende. Y poco más, poco más.
No acaban de convencerle mis palabras, así que Renata tomó la palabra y nos dejó atónitos a los dos: -Bueno, si quiere, yo tengo algo por ahí, en la trastienda. No lo usamos mucho, pero estoy segura de que para casos así podemos usarlo y tal.
El tío ni se lo pensó dos veces. Dijo que sí, que lo quería, y lo quería ya. Que pagaría lo que fuera y demás blablabla mientras yo alzaba una ceja y miraba a Renata en plan ¿qué tienes en la cabeza? La joven apareció, al rato, con un par de botellines con lo que, supongo, había estado experimentando momentos antes en el laboratorio. Untó aquel pequeño artefazto, le dio un par de puntadas, y hasta le cosió un par de bolsillitos a los lados. Le faltó un gorro de Papá Noel porque no había ninguno de su tamaño. Y con eso, el tío pagó y se largó. No estaba muy conforme, eso sí, pero Renata no paró de darle consejos sobre su tratamiento, lo cual hacía que, en lugar de desconfiar, el pobre hombre tratara de memorizar todo lo que mi pequeño torbellino en acción le decía.
-Y recuerde -me vi obligado a gritarle mientras se iba -, ¡crecerá! Un par de emociones fuertes, y le irá como anillo al dedo.
Cuando la puerta se cerró, me giré y miré a Renata. -¿Qué coño le has dado? En los mil y pico días que llevábamos arreglando corazones y demás emociones desenfrenadas y semiocultas, nunca había utilizado ninguna poción. -Amor navideño, claro. -¿Amor qué? ¿De dónde lo has sacado? -Miraras por donde miraras no había manera de dar con los ingredientes. Todo en la tienda era antiguedades y, si pasabas a los pasillos del fondo, libros y libros y más libros. -Pues la navidad de la calle, claro, está por todas partes. -Ya sí, y el amor supongo que también de allí, ¿no? -No, no, el amor lo sacó de aquí, de esta tienda, de ti. -¿De mí? ¿Qué? ¿Yo emano amor como una fuente o qué? -Claro. -Claro. ¿Cómo que claro? Y a ver, ¿por qué iba a hacerlo? -Porqué no lo sé, sólo sé que lo haces por mí. Viene en oleadas desde aquí, y a veces se mete a escondidas en el laboratorio cuando estoy trabajando. Se me enreda entre las piernas y me hace salir a buscarte, aunque sea a verte un rato, y hablarte de nada en particular.
-Y tú, ¿crees que funcionará? -Le preguntó porque no soy tan valiente como para tratar el tema. -Oh, claro que sí. Va a ser un poco lento, eso sí, pero llegará. -Lento ¿cómo? -Como tú -me salta y se mete de nuevo, de un salto, en el laboratorio, dejándome con esa duda de si me acaba de lanzar la indirecta más directa del mundo, o si simplemente, sabe tan bien como yo, que estas cosas, las que merecen la pena y tal, tardan en hacerse. Porque cuando lo hacen no hay emoción que le quede ni grande ni pequeña; porque todo se vuelve perfecto.