Jan 25, 2006 19:40
Recuerdo que tenía a unos 11 años y volvía a casa desde una academia en la que hacía ofimática. Por aquel entonces, la zona en la que yo vivía estaba iluminada de forma casi aleatoria, con luces dispersas y oscuridades opacas. Eso no impedía que disfrutara de aquel camino leyendo: entre mis manos solía trotar un libro de una colección de misterio en catalán que por aquel entonces me mantenía absorto. Ajeno a los coches que parecían flotar en la oscuridad de la noche, practicaba poses contorsionistas para aprovechar la escasa luz entre farola y farola, separadas como las columnas de una inmensa catedral. Fue entonces cuando, desde un parquecillo cercano, una voz rasgo la concentración de mi lectura: "¡Mira el niñato leyendo!". No recuerdo si el comentario se aderezó con algún insulto de mayor envergadura, pero de lo que sí que estoy seguro es de que a continuación estalló un coro de esas risas estruendosas y chirriantes tan propias de los adolescentes. Sea como sea, aquellas risas se enroscaron alrededor de mi cuello, obligándome a abrir los ojos al respecto de algo que todavía no había advertido: nadie lee por la calle. Con el tiempo, incluso podría llegar a constatar que (casi) nadie lee.
¿Y porqué recuerdo esto precisamente hoy? Digamos que he vivido una situación paralela, una revisitación del sentimiento en un contexto diferente. Mientras calentaba la comida en el microondas, unas palabras se escurrían a través de las letras impresas en las que yo estaba concentrado: era una chica rusa que trabaja en mi oficina, y comentaba que le parecía curioso que yo siempre estuviera leyendo a la hora de comer además de cuando entro y salgo de la empresa. Me explicó que en Rusia es muy habitual aprovechar los tiempos muertos leyendo, y que por eso le sorprendía que en España no hubiera esa costumbre. Incluso llegó a preguntarme quién me había inculcado esta "manía". Y, aunque no supe qué responder, el eco de aquella certeza que abrazó mi cuello hace tantos años vino a visitarme de nuevo, aunque hoy se encontró con el cinismo que va aposentándose al fondo de nuestros estómagos con el paso de los años. Esta vez no me sorprendí, simplemente sonreí ante la evidencia de que la mayor parte de gente de mi empresa hace gala de un nivel cultural similar al de los concursantes del Gran Hermano. Mientras camino por los pasillos con algún libro o revista es habitual chocar contra comentarios del tipo "¡Pero deja de estudiar!" (sin comentarios) o "¡si no te lees los libros, que cada día traes uno diferente!" (a lo que dan ganas de responder que, por increíble que parezca, hay gente en el mundo que es capaz de leer más de una página al día). La inocencia que me queda después de tantos años es insuficiente para mostrarse optimista, así que es necesario pensar que mi empresa es una muestra representativa de la sociedad en la que nos ha tocado vivir. Una muestra representativa... y alarmante.
Pero la alarma, mi alarma, no va a cambiar nada. Es muy probable que de aquí a diez años siga topándome con comentarios del mismo tipo. Aquella vez fue bajo las farolas de mi pueblo, hoy bajo la luz artificial de un comedor de amargos verdes pálidos... y mañana bajo los neones de cualquier ciudad. Cambia la luz que hace bailar las letras en nuestros libros, pero hay cosas que nunca cambiarán. Hace tiempo que dejé de creer en los milagros.
personal,
reflexion