Título: Pas de deux.
Autor:
hoomygothFandom | Pairing: Gossip Girl | Chuck/Dan
Prompt:
Sumisión.
Longitud: 5.791
Spoilers? Referencias a mis fics anteriores.
Rating | Advertencias: T | No más de las habituales.
Notas: Premio para el título de fic más gay del año. ¿Ves esto, writer's block? Esto soy yo superándote, motherfucker.
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Acto Primero
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Chuck había insistido en ir a buscarle a su casa. Era estúpido, porque iba a tardar casi el triple en ir hasta Williamsburg y luego volver a la isla, cuando él perfectamente podía coger el metro, desde Bedford Ave. hasta Lincoln Center. Pero era el tipo de cosa que hacía Chuck, y Dan no sabía exactamente por qué. El ballet empezaba a las ocho, así que con salir a las siete de casa iba bien. Ahora que le recogía Chuck se ahorraría diez minutos, como mucho, porque siempre había que tener en cuenta el atasco que se formaba en el puente Roosvelt. Chuck nunca, nunca cogía el túnel.
Acababan de dar las cinco y media, y Dan lo sabía porque justo había acabado uno de los maratones de Futurama que ponían en FOX por las tardes. Iba a prepararse un café antes de meterse a la ducha cuando sonó su teléfono. Sabía que era Chuck. Era simple intuición.
-¿Qué? -le espetó al descolgar.
-Habría apostado que estarías de mejor humor, teniendo en cuenta que me arrastras al ballet -contestó Chuck, y su voz le recorrió el cuerpo como una ola cálida.
-No estoy de mal humor, pero es que siempre llamas en el momento más inoportuno -se trató de justificar Dan-. Estaba a punto de meterme a la ducha.
-Interesante.
-Vale. ¿Qué querías?
-Me estaba preguntando qué ibas a ponerte para esta noche -dijo él con tono despreocupado, y Dan casi pudo verle recostado en su silla y mirándose las uñas.
-¿Por qué? ¿Quieres que vayamos a juego?
-No tengo nada que pegue con Brooklyn, lo siento.
-Lástima. Pero me dijiste que podía ir… normal -se aventuró, algo inseguro-. ¿No?
-Define normal.
-Dijiste ropa de diario.
-Teniendo en cuenta que tu ropa de diario son camisetas apolilladas y calzoncillos de dibujos… -le recordó, con impasibilidad.
-Iba a ponerme unos pantalones negros y una camisa.
-Hum.
-¿Y una chaqueta?
-Vete a la ducha. Te llamo en quince minutos.
Cuando dijo que le llamaba, Dan no se esperaba que hubiera omitido la parte importante. Le llamaba a la puerta. Realmente fueron veinte minutos, y ya tenía la camisa medio abrochada y los pantalones estirados sobre la cama deshecha, listos para cuando decidiera ponérselos. Realmente, eran unos pantalones bastante decentes. Se los había comprado en las pasadas rebajas, y habían sido una inversión. Los guardaba para las entrevistas de trabajo y esas cosas, porque le daban esa imagen de joven responsable y trabajador pero que, a la vez, no se daba demasiada importancia. Y no es que él fuera vanidoso, pero le quedaban bien.
Chuck apareció en su puerta con una enorme bolsa blanca colgando de una percha.
-He pasado por Bergdorf’s -fue su saludo-. Sorpresa.
-Chuck, por favor -le dijo, pasándose las manos por la cara con desesperación-. Te he dicho que… ugh.
-No te excites, sólo son unos pantalones de Michael Kors y una chaqueta de John Varvatos.
-Como si me hablaras en otro idioma.
-Tú póntelo.
Chuck llevaba una camisa negra con puntitos rojos (polka dot, lo había llamado él, y eso lo hacía aún más ridículo), y Dan estaba convencido de que era la única persona a la que podía sentarle bien. Y le sentaba absurdamente bien. Él era perfectamente consciente de ello, y eso le hacía aún más irresistible.
-Mis pantalones no estaban mal, ¿sabes? Ni siquiera te has molestado en verlos.
-Podrías ir como vas ahora mismo, a lo Tom Cruise en Risky Business y serías el hombre más guapo de la platea -le dijo, mirándole con descaro de arriba abajo-. ¿Pero por qué conformarte con eso?
-¿También hay una camisa? -preguntó, al oír el frufrú del papel de cebolla en una bolsa que no había visto antes, indignándose por momentos.
-La camisa es la piedra angular de un estilismo, Daniel. Claro que hay una camisa.
Se planteó un segundo decir que no podía aceptarlo. No quería saber lo que le había costado, pero estaba seguro de que era muchísimo más de lo que él podría permitirse gastar en ropa en toda su vida. Pero así era Chuck, regalando chaquetas de John-como-se-llamara como quien regala un paquete de chicles de menta. Y la última vez que rechazó cortésmente uno de sus regalos sorpresa, Chuck dijo que se negaba a devolverlo, y lo tiró a la basura junto a unas mondas de naranja. Por suerte, era un iPhone sin abrir, y Dan pudo recuperarlo, maldiciendo entre dientes.
-Bueno, ¿vas a dejarme pasar?
Dan no había planeado que Chuck quisiera pasar a su casa. No tenía que llegar hasta una hora y pico más tarde, y pensaba encontrarse con él en la calle directamente. Pero ahora estaba allí, apoyado casualmente contra el quicio de su puerta y oteando el salón sobre el hombro de Dan. No le quedaba más remedio que invitarle a pasar, pero no le hacía ninguna gracia. No después de haber estado en su habitación, la que tenía en casa de los Van der Woodsen y que ya nunca usaba. Allí, en su habitación de adolescente, tenía una pared forrada en pan de oro y una cama de dos metros con una colcha de seda india, además de un cuadro colgado en la pared que probablemente saldría en algún manual de arte moderno. Lo más valioso que tenía Dan en la pared era una página enmarcada del New Yorker, con su relato sobre Serena en él, y lo más parecido al pan de oro era el gorro de papel de aluminio que se había hecho para evitar que los alienígenas controlaran su cerebro. Lo triste era que ahí no podía alegar que hubiera sido fruto de su infancia friki. Lo había hecho la semana anterior en un momento de aburrimiento supremo.
-Sí, claro -dijo, haciéndose a un lado, nada convencido-. Pasa. No toques nada. Y procura no mirar nada demasiado escrutadoramente, ¿vale?
-Haré lo que pueda.
Dan fue apresuradamente hasta su dormitorio, y empezó a recoger las cosas que tenía tiradas por el suelo y sobre la cama, para esconderlas en algún otro sitio. Las toallas mojadas con las que acababa de salir de la ducha estaban sobre la alfombra raída a los pies de la cama, y la ropa que se había quitado había ido a parar sobre la almohada. Chuck no pareció molestarse por nada de eso, y se sentó en su cama, comprobando la estabilidad del colchón.
-Normalmente no soy tan… cerdo -trató de excusarse Dan.
-¿Dónde están Rufus y Jenny? -preguntó él, ignorándole.
-No estoy muy seguro, pero espero que tarden en volver.
Chuck no conocía a su padre. Al menos no habían sido presentados oficialmente. Era probable que hubieran coincidido en algún acto en la época en la que Rufus salía con Lily, pero Chuck nunca lo había mencionado, y Dan tampoco se preocupaba en preguntar. Jenny por supuesto que le conocía, y se había convertido en una de las más firmes defensoras de su relación. Después del impacto inicial de verles en las páginas centrales de algún periódico amarillista con las manos ocupadas en actividades no aptas para menores, y la llamada a horas intempestivas de la mañana, gritando “¿con ese cerdo, Dan? ¿CON ESE CERDO?”, Dan había quedado con ella y le había explicado toda su historia de tal manera que la había convertido en la mayor fan de su romance a entregas semanales, y no era raro oírla diciendo “oh, dios mío, hacéis una pareja tan mona…” Contar con su apoyo estaba bien, pero tenerla espiando detrás de las puertas para captar alguna conversación romántica (de las que Dan le había jurado mil veces que no mantenían) era algo que no estaba dispuesto a soportar en ese momento.
-Así que -dijo Dan, abriendo la bolsa y empezando a sacar ropa-, ¿cuál es el plan?
-Pues podemos cenar antes del ballet o después, como quieras -empezó a decir con calma, observándole atentamente-. Luego iremos a casa y te quitaré esa novísima y almidonada camisa y te follaré hasta que olvides cómo se respira. Y mañana por la mañana la gente normal trabajamos, pero tú supongo que te quedarás en la suite hasta media tarde, como haces siempre.
-Ya veo. Creo que prefiero cenar antes.
-Cuanto menos tiempo pase en tu sacrosanta casa, mejor -se burló.
-Exacto.
Empezó a quitarse su camisa para ponerse la nueva, que era cierto que tenía algo imperceptible que la hacía mejor que la suya. La delicada forma de los cuellos, o el susurro de la tela al rozar contra su piel, o el color tan puro y tan limpio.
-Lo de follar iba en serio -aclaró Chuck, tratando de ocultar media sonrisa.
-Ya lo sé.
-De hecho, podemos pasar de cenar y hacerlo ahora mismo.
-Calla.
-Y después del ballet, otra vez -sugirió, mirándole con anhelo, mordiéndose inconscientemente el labio.
-Chuck…
-O podemos pasar del ballet y hacerlo toda la noche, porque estas demasiado jodidamente guapo.
Dan suspiró tratando de sonar cansado de sus artimañas, pero en el fondo se podía intuir que le encantaba que Chuck le mirara de esa manera.
-¿Dejarás de decir tonterías si te la chupo?
A Chuck se le atragantó una carcajada.
-¿Ahora mismo?
Dan se volvió a quitar la camisa, que ni siquiera se había empezado a abrochar, y la dejó con cuidado en el respaldo de una silla.
-Ahora.
-Ten cuidado con mi ropa -dijo entrecortadamente, como si el aire le faltara de los pulmones. Dan le había pillado por sorpresa-. No tengo tiempo de ir a cambiarme.
-Si me avisas, me lo trago -replicó él, colocándose de rodillas a sus pies y desabrochándole los pantalones sin más miramientos.
-Joder.
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Acto Segundo
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-Te lo dije.
-Mira, Dan. Cállate.
-Te dije que no nos iba a dar tiempo a cenar.
-Pues nos ha dado tiempo, ¿no? Vamos bien.
Dan miró por la ventanilla de la limusina. Los coches se movían lentamente a su alrededor.
-Iríamos bien si fuéramos por el puto túnel, en vez de por el puente.
-Por el túnel sólo se ganan dos minutos.
-Como haya atasco en la Octava…
-¿Por qué va a haber atasco? Y si lo hay, subimos hasta la Décima.
-Ya, claro.
-Relájate.
En vez de relajarse, Dan se revolvió en el asiento de cuero, haciendo que su rodilla chocara con la de Chuck.
-Estos pantalones…
-Son perfectos -le interrumpió-. Todo es perfecto, y de la talla idónea. Me maravilla el buen ojo que he tenido.
-Me da la impresión de que debería llevar corbata.
-No te hace falta.
-Tú llevas corbata.
Una corbata negra mate, que le rebajaba un poco la estridencia de la camisa de topos. Pero sólo ligeramente, porque seguía siendo la camisa más impracticable que Dan había visto jamás.
-Yo la necesito. Una corbata negra estiliza y aporta sobriedad.
-Eres tan gay.
-Tú más -contestó, casi sonriendo e, inclinándose hacia la mampara de cristal tintado que le separaba de su conductor, añadió-: No subas hasta la Décima de momento, Arthur. Vamos a intentarlo por la Octava.
-Odio llegar en limusina -se quejó Dan-. No puedo llegar en limusina y sin corbata, es absurdo.
-Dan, por favor, deja de tocarme los cojones.
Dan suspiró. Realmente odiaba la limusina. Era cierto que era cómoda y que se podían hacer ciertas cosas que en un coche normal eran bastante dificultosas, pero todas las ventajas eran una nimiedad comparadas con las desventajas que tenía. Que era ostentosa, que se quedaba atrapada en todos los atascos de este mundo, que era muy ostentosa… Sólo por nombrar unos cuantos. No soportaba que Chuck le llevara a casa, porque las miradas que le dirigían sus vecinos le incomodaban horriblemente. Sentía que estaba presumiendo de un dinero que ni siquiera tenía. Y sabía que Chuck sólo iba en limusina porque le gustaba poder estirar las piernas y beberse una copa de whiskey mientras esperaba en los semáforos, pero eso a sus vecinos no les interesaba.
-Vale. Entonces, ¿qué vamos a ver?
-A unos tíos en mayas dando brincos -contestó, sin cambiar el gesto.
-Chuck…
-Pero si ya te lo dije cuando saqué las entradas. Espartaco.
-Cierto -recordó-. ¿Y la historia es como la del libro?
-El libro no lo he leído, sólo he visto la película. Tampoco he visto el ballet, así que yo que sé -dijo afectadamente-. Supongo que sí.
-Joder, era sólo por estar un poco informado.
Dan había ido al ballet un par de veces con su madre, hacía ya años. Le gustaba, pero no era ni mucho menos un entendido. Sabía diferenciar a un buen bailarín de uno malo, pero eso era puro sentido común. Le molestaba ser siempre el chaval de Brooklyn que nunca se enteraba de nada, el que no sabía qué ropa debía ponerse o con qué cubierto se comía la ensalada en las cenas de gala. Tenía suerte de que Chuck no le diera importancia a ese tipo de cosas, pero sabía que los demás sí se la daban. Que le miraban con los labios fruncidos cada vez que Chuck se acercaba a él y le susurraba alguna de las estúpidas normas de protocolo que él ignoraba, y Dan enrojecía ligeramente, avergonzado. Que abrían los ojos como platos cuando Chuck, dándose cuenta, decía aquello de ‘que le jodan al protocolo, la ensalada se come mejor con el tenedor grande’.
Las mujeres de Park Ave. le consideraban un paleto, y sus vecinos de Driggs Ave. le llamaban señorito, entre otras cosas más soeces que prefería fingir que no oía. A veces se hacía insoportable.
-¿Consideras moral comer ostras e inmoral el comer caracoles? -preguntó Chuck burlonamente, parafraseando a Laurence Olivier en la película de Kubrick.
-Idiota.
-Ahora tienes que contestar ‘no, amo’ -le recordó. Dan sólo suspiró sonoramente-. Venga, Daniel.
-Mi gusto incluye tanto los caracoles como las ostras -replicó Dan con indiferencia, tomando prestada otra frase.
-No hace falta que lo jures.
-¿Esa escena también saldrá en el ballet?
-Lo dudo. ¿Te los imaginas representando esa conversación con danza interpretativa? -se rió-. Ese sí sería un ballet que me interesaría ver.
-Sigo sin entender qué tienes contra el ballet.
-No tengo nada en contra, pero prefiero la ópera o el teatro o un buen concierto sinfónico. El ballet sólo le puede gustar a los maníacos del control absolutamente homosexuales como tú -le reprochó, y Dan no fue capaz de ofenderse, porque no dejaba de ser cierto-. Es la precisión hecha arte, el control sobre el propio cuerpo, y todo eso. No hay lugar para la improvisación, todo tiene que ser milimétrico. Y eso a ti te encanta, pero a mi me aburre. Estéticamente está bien, pero como arte no despierta mi interés.
-¿No te parece mágico que el cuerpo humano pueda crear imágenes tan bellas?
-Me parece alienígena, más que humano.
Dan volvió a mirar por la ventanilla de la limusina. Ya estaban girando en la calle 57. Estaban a punto de llegar y no iban mal de tiempo, después de todo. Respiró un poco más tranquilo.
-Así que, Chuck -le dijo con tono resabiado-, ¿en una sinfonía de Schubert sí que se puede improvisar?
-No saques mis palabras de contexto -se quejó, pero no hizo nada por defender su argumento. En cambio, volvió a acercarse a la ventana que comunicaba con su chófer y le dijo-: Déjanos aquí, Arthur, ya seguiremos andando. Y vete a casa, por favor; cogeremos un taxi a la vuelta.
El coche paró suavemente en la acera, y Dan miró a Chuck casi orgulloso. Él fingió no darse cuenta.
Salieron de la limusina. Estaban a menos de una manzana del Lincoln Center, alrededor del cual revoloteaban grupos de mujeres burguesas, parejas de mediana edad de maridos ceñudos y esposas encantadas, hombres gays y grupos de jóvenes artistas. Chuck y Dan parecían aunar todos los estereotipos en uno, joven artista gay con pareja burguesa que estaría ceñuda si no fuera tan perjudicial para su cutis.
-Gracias -susurró Dan. Realmente quería tomarle de la mano, pero sabía que él lo odiaría.
-¿Por qué?
-Por todo. Por el ballet, por la ropa, por no haber traído la limusina hasta aquí…
Chuck negó suavemente con la cabeza, como quitándole importancia. Le entregó las entradas a la chica de la puerta, que les indicó cómo llegar hasta sus asientos con una sonrisa mucho más salaz de lo debido.
-Todo el mundo nos mira -observó Dan, un poco incómodo.
-Esa es parte de la diversión de venir al ballet, cotillear sobre los peinados y la ropa y los acompañantes de los demás.
-¿Y qué crees que dicen sobre nosotros?
-Lo importante es lo que vamos a decir nosotros de ellos.
-Yo no hago eso.
-Ellos no van a tener inconvenientes en ponerte verde. ¿No les oyes? “¿Quién es ese que va con el hijo de Bart Bass? Es demasiado guapo para él, seguro que sólo está con él por su dinero. ¿Crees que le habrá pagado para que venga al ballet con él? He oído que él es de esos”.
-Cállate -le frenó, riéndose a su pesar.
El acomodador les acompañó hasta sus asientos, en el mismo centro de la platea, a un lado del pasillo central. Chuck le dejó a él la butaca del pasillo y se sentó junto a un hombre que Dan estaba convencido de que era un famoso diseñador de moda, aunque no era capaz de recordar su nombre. El teatro bullía con el sonido de los cuchicheos de la gente que iba tomando asiento, y del perfecto caos de la orquesta afinando sus instrumentos.
-Supuse que habías cogido un palco, o algo así -le pinchó, hojeando distraídamente el programa-. Para no mezclarte con el vulgo.
-El ballet no se puede ver desde un palco, a menos que sea desde el de Autoridades -dijo, señalando al gran palco central, que estaba vacío-. Y ni siquiera yo puedo conseguir un sitio allí.
-¿Por qué?
-Porque no soy el Presidente del Gobierno -contestó-. Todavía.
-Creo que voy a mudarme a Canadá antes de que eso pase -dijo Dan riendo, y rozó sin querer su mano contra la de Chuck en el reposabrazos.
-Quiero que me acompañes a una cosa en un par de semanas -le dijo él tras un momento, y no sonó a que tuviera otra opción. Chuck ya lo había decidido.
-¿Qué cosa?
-Son sólo negocios. No puedo dejar de ir y tengo que llevar acompañante. Probablemente sea muy aburrido.
-¿Qué es? -preguntó, perdiendo la paciencia.
-Una boda. La hija de un pez gordo de Wall Street.
-Vaya. Eso es… importante.
-No tanto.
-Quiero decir… ¿estamos ya en ese punto de la relación?
-¿Qué punto? ¿Podemos ir a fiestas juntos, pero no a bodas? -dijo dramáticamente, burlándose de él-. Hay tantas cosas que desconozco sobre relaciones.
Dan abrió la boca para contestarle, pero las luces se apagaron y la gente a su alrededor comenzó a aplaudir cortésmente. El director de orquesta acababa de salir.
-Chuck... -le susurró, odiando quedarse con la palabra en la boca. Él le mandó callar, y se giró para observar a la orquesta tocar las primeras notas, con un gesto de triunfo en la cara.
Dan odiaba que se saliese siempre con la suya. Lo peor de todo era que le hacía cierta ilusión ir con él a una boda. Dan no era muy de ceremonias, sobre todo si eran de gente a la que no conocía, pero ir con él era un paso importante. No era lo mismo ir a una fiesta benéfica, en la que sólo tenían beber martinis y hacer conversación con algunas mujeres estiradas, que ser su pareja para asistir a una ceremonia en la que dos personas se juraban amor eterno. O hasta que el divorcio les separase, en todo caso. En el fondo, seguía siendo un romántico.
Se abrió el telón, y todos esos pensamientos quedaron eclipsados por las mujeres vestidas de esclavas y los hombres de gladiadores o legionarios romanos. Era una representación muy teatral, mucho más que las que había ido a ver con su madre, más contemporáneas. En esta, la historia era tan importante como la danza, y Dan no podía evitar encontrarle un punto ridículo a todos esos bailarines tan amanerados con sus faldas cortas de romano. Chuck tenía razón, era todo muy gay, y le costaba creerse que Espartaco estuviera tan enamorado de su esposa como le querían hacer creer, porque la tensión sexual que tenía con Craso, el general romano, era más que obvia. Y Dan le comprendía, porque si Craso no era el hombre más atractivo que había visto en su vida, no sabía lo que era. Era alto y fuerte, pero no como los demás bailarines, que daban la impresión de tener trece años. Su torso estaba elegantemente musculado, y cada movimiento que hacía con los brazos sacaba a la luz formas que Dan desconocía que existieran. Sin embargo, no era un torso vulgar de idiota de gimnasio. Había algo muy distinguido en la forma de sus pectorales y en la curva de sus hombros, tan sólidos y tan cálidos. Por no hablar de sus piernas, como un atlas de anatomía bajo su ropa, que se acoplaba tan perfectamente a su cuerpo que parecía una segunda piel, azul y aterciopelada. Era doloroso cada vez que desaparecía de la escena.
Cuando acabó el primer acto y la gente empezó a salir a tomarse una copa de champagne demasiado cara a la terraza, Dan y Chuck se quedaron sentados, porque nada les interesaba menos que tener que mezclarse con toda esa gente con la que, por cortesía, tendrían que charlar tontamente. Dan abrió su programa para buscar al bailarín que esa noche interpretaba a Craso, mientras Chuck se recostaba en su asiento, aprovechando para estirar las piernas ahora que no tenía a nadie al lado.
-¿Te está gustando? -le preguntó Chuck, recolocando innecesariamente los puños de su camisa.
-Mucho -admitió con entusiasmo.
-Me alegro.
-¿A ti?
-Más de lo que esperaba -reconoció Chuck, y parecía que lo decía de verdad. Dan estaba aprendiendo a interpretar los sutiles cambios en sus ojos cuando mentía o era sincero, cuando se reía o estaba dolido. Era más difícil de lo que parecía a simple vista, tratar de entender a alguien que trata por todos los medios de no aparentar humanidad-. ¿Qué te tiene tan fascinado?
Dan cerró el programa rápidamente, en un intento frustrado de aparentar inocencia.
-Nada.
Chuck se lo quitó de las manos, y se abrió por la última página que había estado mirando.
-Cierto nada llamado Alexander Sta…
-Cállate -le interrumpió, avergonzado.
Chuck le miró con súbito interés, y durante un segundo volvió a ser ese chico de dieciséis años que se burlaba de él en el pasillo del colegio, tratando por todos los medios de hacer que se ruborizara con alguno de sus comentarios groseros.
-Es comprensible, Daniel.
-Ya no tengo quince años.
-No, tienes veintitrés, y mi permiso para que te la ponga dura alguien en mallas.
-No me la… -bajó la voz-. No me la pone dura.
-¿No? ¿No has pensado ni por un momento que, si tú fueras Espartaco, no te importaría nada estar sometido a él? ¿Ser su esclavo romano una noche?
-Yo no pienso esas cosas -mintió. Chuck sólo sonrió perversamente-. Deja de reírte de mí.
-¿Quién se está riendo? Me parece sano que te sientas sexualmente atraído por alguien atractivo, para variar.
-Sabes que odio que te menosprecies de esa manera.
-No estamos hablando de mí, Daniel. Estamos hablando de ti y de -volvió a mirar el programa- llamémosle Alex, la nueva promesa del ballet ruso.
-Eres insoportable.
-Conozco a alguien en el cuerpo de baile. Una vieja amiga -añadió, y Dan no necesitó más para saber en qué se basaba su amistad-. Puedo organizar algo esta noche.
-Es una mala idea descomunal.
-No me importaría volver a verla -dijo, hablando casi para sí mismo, como si buscara en su agenda mental su nombre y su cara-. Con tu permiso, por supuesto.
Dan oficialmente le odiaba. Y, aunque nada de lo que había dicho Chuck era mentira, técnicamente, no le gustaba que se burlara de él de esa manera. Le hacía sentir insignificante y estúpido. Gruñó como toda respuesta.
-Podemos simplemente pedirles que se encuentren con nosotros en el bar del hotel cuando acaben -sugirió, sin darse por vencido-, y dejar que la naturaleza humana decida a partir de entonces.
-Usa todos los eufemismos que quieras, Bass, pero no va a dejar de ser mala idea.
-Como quieras -concedió por fin, encogiéndose de hombros-. ¿Estás seguro de que no quieres salir a beber nada? Para el segundo intermedio ya habrán acabado con todo lo bueno.
-Seguro.
En cambio, para el segundo intermedio, Dan estaba tan fascinado por la gran promesa del ballet ruso, por sus piernas y sus manos y los músculos de su torso, que sacó su pequeña libreta negra del bolsillo de su chaqueta y, con cierta reticencia, se la ofreció a Chuck.
-Mándales una maldita nota.
Él sonrió peligrosamente.
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Tercer Acto
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Dan no sabía si estaba demasiado borracho o si Alex hablaba con un acento tan cerrado que era indescifrable, pero no entendía la mitad de las cosas que le decía.
-Tienes brazos bonitos. Podrías ser bailarín. Muy elegante.
-Créeme -contestó Dan, vaciando su copa por enésima vez esa noche-. No soy nada elegante.
-Tus brazos -volvió a decir, también un poco bebido, y acarició con suavidad la tela de su camisa nueva-. Y tus hombres.
-¿Mis qué? ¿Mis hombros?
-Hombros. Tus hombros, tan delicados.
Echó una mirada de soslayo a Chuck, que estaba teniendo una conversación mucho menos ridícula y mucho más cargada de caídas de ojos y susurros con Mykhaila, su vieja amiga. Era obvio hacia dónde estaba conduciendo eso, y no estaba seguro de que no le gustara. Porque, honestamente, Alex era de una belleza que rozaba lo imposible, y que él estuviera tan fascinado con la supuesta elegancia de sus brazos era el mayor subidón de autoestima que podía imaginar.
-¿Quieres otra copa?
Alex afianzó una mano en su hombro y se inclinó sobre él para susurrarle en el oído:
-No. Quiero que me enseñes la habitación.
Dan tuvo que agarrarse a lo primero que encontró para no caer redondo del taburete, y eso fue el brazo del ruso, que estaba hecho de un material tan duro que no parecía humano. Era una escultura de puro mármol caliente y palpitante. Volvió a mirar a Chuck, que ahora le devolvió la mirada, guiñándole un ojo.
-Joder.
Chuck se bajó de su taburete elegantemente, con la bailarina siguiéndole de cerca, agarrada a su mano. Dan decidió que no debía darle más vueltas, e hizo lo mismo, arrastrando a Alex tras él. Se sentía valiente y confiado, como si pudiera poner el mundo a sus pies, porque claramente el hombre más atractivo que había visto fuera de una pantalla de cine ya lo estaba.
Cuando llegaron al ascensor, Chuck ya tenía a Mykhaila acorralada contra una esquina, y la besaba con desesperación. Ella gemía contra su boca y se aferraba a su cuerpo con sus piernas largas y finas, como un gato salvaje.
Dan nunca había sido de los que perdían el control voluntariamente, pero lo intentó. Tomó a Alex por el cuello de su camiseta de fino algodón negro y le metió en el ascensor con un gruñido. Él no tardó en besar su boca con brusquedad y con rudeza, en arañar la piel de su estómago bajo su camisa, haciendo que perdiera el poco control del que no había conseguido desprenderse.
Cuando llegaron a la suite, cayeron los cuatro sobre la cama desordenadamente y no tardaron en empezar a desprenderse de la ropa. Alex comenzó a desabrocharle la camisa, y Dan podía oír el sonido del forcejeo que Chuck estaba manteniendo con el vestido de la chica. Ella no paraba de repetir “Chuck, Chuck, Chuck”, con su lengua de trapo, y él besaba la curva de su cuello. Era fascinante verle hacer eso y saber que, en otras condiciones, él era el que se retorcía bajo sus manos y gemía su nombre. En boca de cualquier otro, su nombre parecía ridículo. Igual que sería ridículo que alguien que no fuera él dijera “Dan, Dan, Dan”.
Alex era cuidadoso. Besaba con rabia, pero luego le tocaba como si tuviera miedo de que se fuera a partir en dos. Como si él también fuera una bailarina a la que tuviera que llevar de un sitio a otro, entre giros y zancadas. Era un poco ofensivo, si se paraba a pensarlo, pero era una experiencia distinta de la habitual, en la que Chuck trataba de empujarle hasta el límite y Dan sólo le pedía más. Y Alex era tan espectacular que le besaba con los ojos abiertos para no dejar de verle. Dan no podía soportar que Alex fuera aún más atractivo si le miraba de cerca. Que sus pestañas fueran tan rubias que parecían tener luz propia, que su cara tan infantil y tan delicada pudiera contorsionarse en una sonrisa tan perversamente sexual, que sus manos fueran tan grandes y tan poderosas, que su espalda fuera tan inabarcable. No podía soportar el encantador acento ruso y la manera en la que se ruborizaba.
Literalmente, no podía soportarlo. Porque esas manos no eran las de Chuck, que eran más pequeñas pero más expertas, y sabían dónde tenían que estar para hacerle gritar; ni era esa su maliciosa sonrisa perpetua que a veces, cuando se distraía, se convertía en una de las de verdad. Porque no eran sus pequeños ojos marrones ni sus facciones angulosas, ni su olor a Eau d’Orange Vert y a crema hidratante de La Mer, que Dan podía aspirar de entre los pliegues de su piel hasta que le dolían los pulmones. Porque la camiseta negra de Alex no era una de las camisas de Chuck, que parecían siempre recién planchadas, y hacían ese sonido como de ruido blanco cuando pasaba la mano sobre su pecho. Y no le importaba que Chuck midiera poco más de 1’75, ni que su cuerpo no fuera duro como el de Alex, porque así conseguía que se amoldara al suyo. Daba igual que el único músculo reseñable en su cuerpo fuera su lengua, porque era la suya.
Y la de Alex no.
-Para -musitó, pero demasiado débilmente como para que le oyera-. No puedo. Para -repitió, y trató de incorporarse.
-Pero… -trató de decir Alex, con los ojos llenos de confusión.
-Chuck… -suplicó Dan, en un murmullo.
Él no necesitó más para levantarse de la cama como movido por un resorte. Se sacó a la chica de encima y se levantó de la cama como si las sábanas quemaran.
-Fuera de aquí -les dijo simplemente, con la autoridad que da ser el presidente de una multinacional, aunque sin saber exactamente el motivo-. ¡Largo!
Ellos se miraron alarmados y volvieron a mirar a Chuck, que se mantenía impasible, con un gesto de determinación en lo ojos que decía que, fuera cual fuera el problema, ya no les concernía.
-Lo siento -dijo Dan, mientras recogían su ropa y se marchaban apresuradamente y un poco asustados, y lo repitió una y otra vez, hundiendo la cara en las manos, avergonzado. Chuck no se movió de su posición a los pies de la cama-. Soy idiota. No puedo seguir haciendo esto.
-¿Qué?
-Acostarme con otra gente. No… -Tomó aire, tratando de encontrar las palabras perfectas-. No quiero seguir haciéndolo. No recuerdo la última vez que lo hice con alguien que no fueras tú, y me da igual. Porque después de hacerlo contigo… Eres como un Blu-ray. Después del Blu-ray no puedes volver al DVD. Porque contigo todo es nítido de repente, más nítido de lo que ha sido nunca. No quiero volver al DVD, por muy buena que sea la película. -Suspiró-. Porque tú eres Alta Definición.
-¿Qué? -repitió, aún más confundido.
Dan se levantó sobre sus rodillas en la cama, viéndolo todo claro de repente.
-Es sólo que no necesito a nadie más que a ti, por cursi que suene -añadió, riéndose un poco de sí mismo y de la ridícula situación en la que se había metido-. Eres… tú eres muy sexual, Chuck, y yo… yo sólo sigo tu ritmo, pero no necesito nada más. Ni a nadie más. Y no puedo pedirte que dejes de… Joder, no soy capaz de acabar una puta frase con sujeto y predicado -se desesperó-. No quiero que dejes de ser como eres. Porque eso es lo que me gusta de ti, que contigo nada es como debería ser, pero así es como tiene que ser, ¿sabes?
-¿Qué? No.
-No quiero acostarme con nadie más que contigo. Nunca más. Bueno -se retractó-, mientras sigamos juntos. Pero no puedo pedirte que tú te comprometas a lo mismo, porque me da igual.
-Puedes pedírmelo.
-Pero… no quiero hacerlo. No quiero que dejes de acostarte con otra gente, porque no quiero que te canses de mí. Yo apenas soy televisión analógica.
Chuck se rió con una sonora carcajada.
-Pídemelo.
-¿Qué? ¿Por qué?
Él se humedeció los labios y levantó los ojos hacia el techo, como si buscara fuerzas para reconocer algo tan lamentable.
-¿Chuck? -insistió Dan.
-Porque hace como dos meses que no me acuesto con una mujer, y acabo de darme cuenta, ¿vale?
-¿En serio? -preguntó, sorprendiéndose más de lo que debería, y se acercó hacia donde él estaba casi sin querer.
-Habíamos acordado que necesitábamos el consentimiento del otro, ¿no? Y hace tiempo que no te lo pido.
Dan le agarró de la camisa medio abierta y le obligó a besarle, pillándole por sorpresa y desequilibrándole, haciendo que cayera sobre él en la cama. Fue un beso como un suspiro de alivio, porque Dan, en el fondo, sabía que una cosa era no ser celoso y otra muy distinta era ser gilipollas.
-Pero nunca creí que lo pidieras de verdad -reconoció, cuando Chuck se separó de él apenas unos milímetros-, más que para burlarte de mí.
-Yo nunca rompo un acuerdo, Daniel -dijo, volviendo a su sonrisa de suficiencia-. Y ahora, si realmente estás dispuesto a que seamos exclusivos, esperaré lo mismo de ti.
-¿Qué significa eso, exactamente?
Chuck se acomodó sobre él e inmovilizando sus muñecas contra la cama, una a cada lado de su cabeza, le susurró al oído:
-Que no quiero confiar en ti y que me jodas.
Y pese a su tono agresivo, sonó tan vulnerable y tan impropio de Chuck que Dan sólo pudo sonreír con ternura. No trató de liberarse.
-Yo no soy de esos -dijo, arqueando su cuerpo contra él-. Ya tendrías que saberlo.
Chuck le besó el cuello.
-Promételo.
-Lo prometo.
-Júralo, Dan -le presionó, apretando aún más fuerte-. Por algo sagrado.
-Te lo juro por Depeche Mode -contestó él sin titubear.
-¿Depeche Mode? -se rió Chuck-. Daniel…