Título: Cyrene
Original
1,400 - 1,500 palabras
Género: Fantasía, romance.
Para hacerte gozar con mi alegría,
para que sufras tú con mi dolor,
para que sientas palpitar mi vida,
hice mis versos yo.
Para que los leas con tus ojos grises de Gustavo Adolfo Bécquer
Él estaba lejos pero jamás ausente.
Y ella lo sabía con la certeza de saber la inextricable verdad sobre su desconsuelo, no le hacía falta tratar de convencerse a sí misma.
Entonces ella lloraba, con lágrimas que se disolvían como graciosas gotas de lluvia al terminar de resbalar por la ventana. Era ese tipo de llanto que se perdía dentro del sueño de albas venideras.
A veces miraba hacia el cielo con sus ojos grises que se fundían en las tormentas venideras y su corazón latía como una brisa matinal. Por las noches, ignoraba la bella vista de la luna y se refugiaba entre letras y melodías dulces que atenuaban su alma errante.
En las rosas de su jardín, todas de pétalos tersos y esplendorosos, se rumoraba guardaba día tras día el secreto de sus inviernos, que al revelarse brindarían al descubridor la caricia eterna de Cyrene.
Sin embargo, nadie osaba pisar su jardín ni mirar sus grandes ojos color bruma. Sólo los niños pequeños solían visitarle, buscando abrigo en su regazo e historias fantásticas que les endulzaran los oídos y les mandaran a dormir con una sonrisita danzarina en el rostro.
En una tarde otoñal, la mujer abrió la puerta de su casa a un niño que pedía comida con la mirada triste. Cyrene acostumbraba portar un gesto cariñoso y una palabra generosa en los labios, lo que le volvía una persona compasiva en numerosas facetas de su corazón anhelante. Acogió al niño y lo alimentó con ternura.
Los labios del niño susurraron un “Yann” cuando le fue cuestionado su nombre y sus ojos caramelo líquido refulgieron con centelleante ilusión.
Noche tras noche, el niño tocaba a la puerta y se le permitía entrar, cenar e inclusive disfrutar de un plácido sueño. Así fue hasta que el álgido invierno sopló sus primeros vientos inclementes sobre el pueblo, pues la mujer no le abrió más.
Con frágiles esperanzas, tocó a diario en la puerta, buscando la misma respuesta que no consiguió por largos y frígidos meses. De vez en cuando, el pequeño gimoteaba un poco, con una opresión inminente en su joven corazón. Así sucedió y Yann soportó, soportó hasta que surgieron los primeros botones de las rosas de Cyrene.
Fue entonces cuando la mujer le abrió la puerta de nuevo y volvió a disfrutar de la felicidad que traía a su vida huérfana ese ser.
Tres lentos inviernos pasaron desde aquella vez y el niño creció como si floreciera junto con las plantas del bosque circundante. Sus largas pestañas rizadas se extendieron como marco a sus ingentes ojos y extendió su cuerpo hacia arriba como jalado por el propio cielo; largas piernas y esquelético torso reemplazaron un cuerpecito frágil. Por lo tanto, la mujer accedió a darle ínfimos trabajos dentro de su casa y los cuidados de su caballo, al cual adoraba.
-Dime, Cyrene, ¿es que acaso no me quieres? -Yann terminaba de arreglar unas tejas estropeadas que colgaban dramáticamente del techo de la casa.
La nombrada no cabía en su asombro, el muchacho era agradecido y de silencios cómodos, algo que le parecía sumamente encantador, pero esto había sido demasiado aventurero de su parte.
-Por supuesto que te quiero.
Con mirada firme había dado por zanjado el tema e invitándole un té y una galleta como recompensa, había obligado perspicazmente al muchacho a entrar en la casa y no pronunciar ni una palabra más.
Quizás habían pasado cinco lejanías invernales entre Yann y ella para aquel entonces, quizás seis, la suave piel y esmerada cabellera le mentían al tiempo descaradamente. Le mentía desde sus veinticinco años y lo seguiría haciendo si él seguía lejos. Pero ese él parecía no tener ansias de aparecer y a veces se sentía tentada por la necesidad de afecto de enviar al muchacho a buscar un rostro sin nombre y un cuerpo sin rostro.
De entre los vívidos sueños que invadían a Cyrene por las noches calurosas de verano, nunca se asomaba un rostro ni qué le indicara al hombre elegido para su vida. Y ella era desgraciada, desgraciada como sólo un espíritu sin amor dentro de sí podría ser.
Eventualmente, miraba con envidia a las jovencitas que vivían cerca. No les envidiaba la apariencia de ninfas juguetonas ni la voz de oceánida seductora, envidiaba el cariño que surgía de sus verdes corazones.
“Pero qué encantadoras parecen cuando le sonríen a mi Yann tan tiernamente”, solía pensar para sí misma cuando tomada del fuerte brazo del muchacho le acompañaba al mercado.
No mentía, Yann se había vuelto un muchacho alto, atrayente, de espalda ancha y cintura pequeña y sobretodo culto; cuya compañía se veía eminentemente cotizada en el pueblo. Sus gratas palabras y tenaz ayuda eran solicitadas de manera constante, dejando a un lado a la pobre Cyrene. Pero por sobre la nariz respingada, los acolchados labios y las gruesas cejas de Yann, una sensación repelía el amor puramente sincero de la mujer.
-Cyrene, ¿te molestaría enseñarme a tocar el piano? -Una tarde cálida y de casas con ventanas abiertas había sido el momento oportuno para el muchacho-. Siempre me ha fascinado cómo lo haces.
Halagada y con discreto rubor tiñéndole las mejillas níveas, la mujer cedió.
Dos estíos más tarde, el muchacho con diecinueve años, tocaba con talento el instrumento y la fémina disfrutaba del desahogo que le brindaba escuchar sinfonías. Fue en aquel tiempo en que ella descubrió que llevaba severos años sin derramar lágrimas y sin mirar al cielo esperando soluciones a su desvelo perpetuo.
Antes de dormir, el muchacho improvisaba una melodía y Cyrene acompañaba con su afable y delgada la voz. Yann tocaba la última tecla y se paraba, plantándole un beso en la mejilla por buenas noches. Ella se quedaba tocando un rato más, a veces terminaba por dejar danzar sus dedos por sobre las teclas mientras pensaba, otras reproducía las muchas canciones que se había aprendido con los años. Nunca vio a Yann admirarla desde lejos con la mirada repleta de amor.
Conforme pasaron los meses y el invierno se acercaba tortuosamente, Cyrene comprendió que quizás fuera tiempo de confesar su secreto a Yann y convencerle de buscar al hombre de su sueño. Pero para cuando se decidió, ya el frío calaba hasta el último rincón y ella tenía que esconderse, como su desgracia dictaba.
Ella guardó la sorpresa para cuando fuera tiempo que los jilgueros entonaran dulzonas armonías y las hojas poblaran los árboles.
Empero, la asombrada fue ella, quien ávida esperó a un Yann que no llegó por varios días. Pensó que quizás había hecho mal la cuenta de los días y por eso no había tocado a su puerta.
Había pasado ya una semana cuando el muchacho volvió, radiante y con una sonrisa satisfecha.
-Mi Yann, tengo algo que necesito decirte -la niebla de sus ojos parecía moverse frenéticamente con el brillo del Sol sobre ellos-, simplemente no puede esperar más.
-Disculpa que te interrumpa, Cyrene, pero creo que te encantará saber lo que tengo yo que decirte.
La mujer se apaciguó y escuchó atentamente el relato de Yann sobre cómo había conocido, de manera deliciosamente accidental, a la mujer de su vida.
No supo en qué momento el gesto feliz del muchacho le pareció una burla, ni cuándo comenzó a sentir que los días de soledad volverían a las orillas de su mente desvalida.
Cuando un silencio se ahogó, Cyrene no tenía nada que decir y nada parecía necesitar ser dicho. Educadamente le suplicó a Yann que se retirase y le dio lo mejor de sus deseos con un beso en el pómulo.
Más tarde, se dio cuenta que no había hombre que tuviera que buscar, el destino le había llevado uno frente a sus ciegos ojos. Eso le costó lágrimas y dolores inmensos como grietas salvajes en la roca dura.
Cortó las fragantes rosas que le maldecían y las juntó en una canasta que llevó consigo en un largo viaje; dejó una nota dirigida a Yann desvelando su secreto y el amor que le tenía, para poder dejar su conciencia en plena calma.
Se dirigió hacia el horizonte que engulle el azul cristalino y donde el agua se convierte en hogar de las sirenas. Antes de que el agua tocara sus muslos, se percató que su hombre había estado lejos, sí, pero acercándose había roto la ausencia de su existir. Ella lo había ignorado, porque en su mente rondaban las frases cariñosas del muchacho.
Con lentitud, se había sumergido en el mar, donde nunca ninguna marea fue capaz de deslavar su esencia.