Nadie entendería jamás por qué Clarisa tenía esa costumbre de ir hacia aquel parque cada 7 de septiembre. Lo suyo con Armando había acabado hacía demasiado tiempo y sus amigos creían que era tiempo de que la mujer lo olvidase. Lo que no sabían era que cada 7 de septiembre ellos se encontraban. Y Clarisa se sentía dichosa de encontrarlo siempre. Sabía perfectamente que no podían estar juntos. Ella era estable, a tal grado de que esa virtud suya se transformaba en el grave defecto de la terquedad y él era demasiado libre, no podía atarse a nada, así fuera una idea o una persona. Su espíritu de vagabundo había encantado a la joven. Aún lo amaba, pero no podía estar con él. No quería terminar lastimada de nuevo.
-Sabes, Clarisa… debo decir que eres la única persona que ha durado tanto tiempo en mi vida- Armando le decía siempre que se encontraban en el parque.
Ella no respondía nunca, solamente esperaba que el beso que siempre le daba en la mejilla se lo diera alguna vez en los labios. Sabía que no había demasiada posibilidad, así que no se hacía ilusiones.
Su relación era como aquella canción de Mecano, con la misma fecha y todo. A veces Clarisa la oía en el radio y se reía de lo irónico que era todo. Seguramente, Armando debía sentirse de la misma manera. Iban a una cita con el destino cada año desde hace cuatro. Y habían durado otros tres años juntos. Siete sietes de septiembre; cuatro de ellos con la espera de un beso apasionado que nunca ocurría.
Sin embargo, ese 7 de septiembre fue distinto… Armando la había besado en los labios, como en aquellos días en que estaban juntos… no volverían a estarlo, pero al menos sentía que ahora sí podía despedirse tranquilamente de esa etapa de su vida. Aunque hubieran llamas que ni con el mar se apagaban.