Analizando mi infancia cargada de latigazos católicos por parte de mi instituto, me doy cuenta ahora que yo no creía en ningún Dios realmente, sino en el miedo que me imponía ese Dios.
Yo rezaba siempre, sin entender la mitad de los términos, ni conocer la mayoría de los santos ni lograr meterme en la cabeza la magnitud de la bondad de Cristo cuando hay tanta miseria en un país como en el que vivía. A lo mejor Dios está demasiado ocupado mirando al norte, al igual que todo el resto del mundo; a lo mejor nosotros debíamos mirar al norte también. Y terminábamos haciéndolo.
El Norte y nosotros, por supuesto, no hay más. Los únicos mapas que recuerdo haber coloreado en clase fueron de América (por supuesto, ni uno puto de Europa, y el resto de continentes supongo que para entonces no existían). Y cierta vez, durante un examen, yo coloreé como Argentina toda América. No sé muy bien qué conclusiones sacar de eso, pero todavía me hace gracia.
Otra anécdota curiosa es la de la bandera. Yo era una alumna 10 por aquel entonces, la vice-directora y todos los profesores me adoraban. Por la mañana, siempre hacíamos una plegaria mientras la vice-directora pasaba entre las ordenadas filas cual general de reclutamiento para verificar que no estuviésemos maquilladas o similares (cuando ella se pintarrajeaba tanto que parecía una puta a horas altas de trabajo). La cuestión es que, antes de los actos especiales, como una obra por El Día de la Raza (¿os parece lógico celebrar esa fecha en un país cuya población fue cruelmente asesinada por los invasores a los que ahora rinden homenaje?) además de rezar cantábamos el himno argentino. Han pasado unos siete años sin escucharlo y todavía me acuerdo de la puñetera musiquita.
Lo dicho, que en uno de estos actos me llamaron a mí para izar la bandera en frente de todo el jodido instituto. Y por supuesto, se me trabó. Allí estaba la banderita de los cojones, ondeando sin poder girarse ante toda esa organizada manada estudiantil. Tuvo que venir la vice-directora, roja de rabia y vergüenza, para ayudarme a enderezarla. Me quedé con un agrio recuerdo por aquel entonces, pero ahora casi que me enorgullezco de mi 'error'.
Y ese era nuestro día a día. Globalización norteamericana, ultranacionalismo por las frías mañanas en el patio y religión de chupavelas por un tubo. Mis padres sabían todo esto, pero ir a un colegio público es equivalente a no ir al colegio -pobreza, se le suele llamar-. Por tanto, si quieres una educación 'adecuada' tienes que chupársela a los curas y bien.
Tal como me dijo mi madre hace poco, “No hay nada mejor para odiar una religión que ir a un instituto religioso, porque ves en directo todo lo que se cuece allí dentro.”
Lo que os cuento es sólo un resumen, una pequeña parte del intensísimo lavado de cerebro al que nos tenían sometidos. Incluso al cambiar de país, continué 'creyendo' un par de años por pura inercia. Supongo que era en parte reticencia a rechazar todo lo que me enseñaron por tantos años, pero pronto tuve las ideas claras. Y heme aquí.
Rememorar todo esto tiene, de hecho, una intención concreta -más allá de la crítica deliberada y auto satisfactoria hacia tan vomitivo sistema.
Hace poco empecé a obsesionarme con uno de los Beatles -el menos recordado, el más honesto y el más sexy de los cuatro-, oséase George Harrison. Si conocéis algo sobre él, supongo que la conexión entre su figura y el texto anterior es bastante fácil. Oh, yeas, that thing: George Harrison era creyente. Pero no era católico, sino hindú. Hindú. Y claro, ahora pensaréis que internamente es todo lo mismo, que no hay razón para que odies una y prefieras otra, que si caes en favoritismos caes también en hipocresía. Vamos, esas cosas que yo misma le diría a cualquier otro.
Y es que, a simple vista, pues no, no la hay. Pero si hice toda esta parrafada no es para mirar las cosas a simple vista.
Veamos. ¿En qué consiste el hinduismo? Es una religión milenaria de la India, en la que una red interminable de dioses ayudan a cumplir la armonía ancestral de la vida, la muerte, los mundos materialista y espiritual, las castas, la Reencarnación. Harrison acabó en este lugar en uno de sus tantos viajes, se maravilló con este nuevo mundo que se le abría y llamó a sus amiguitos a hundirse en las sagradas aguas del Ganjes. Y aunque John, Paul y Ringo se entusiasmaron con la belleza e integridad de India, ninguno quedó tan atrapado espiritualmente como George. Maduró de repente. Y esta madurez se puede observar en sus nuevas composiciones: ya no canta sobre chicas y fiestas nocturnas; ahora habla sobre amor, paz y fuerza interior, pero no tiene nada que ver con el movimiento hippie más asociado a Lennon. De hecho, considero a George una persona mucho más honesta de lo que fue John, pero eso ya es tema aparte y según criterio de cada uno.
La cuestión es que yo, habiéndome pasado media vida cantando a un ser imaginario retorcidas y complejas canciones de alabanza, ¿qué efecto podían causar en mí unos cantos sencillos, musicalmente hasta pobres, que no hacen más que repetir Hare Krishna, Hare, Hare, Krishna, Krishna?
Nada, ¿verdad?
Por escucharlos no me vuelvo una devota, ni una fanática, ni siquiera creo una pizquita más de lo que lo hacía un minuto antes. Pero hay algo que es innegable, y es que sí hay algo en lo que me hacen creer. Y esto es: la música. La música, como canal entre la persona y su divinidad para expresar algo tan complejo, personal y profundo como la fé. Por favor, George Harrison no tiene una gran voz, pero no canta con su voz sino con su alma. Y creas o no en la religión/dios/luz interior/destino/Elvis/karma, esa ferviente adoración la sientes, la percibes, la tocas. Hay canciones suyas que me llenan de energía positiva. Hay canciones suyas que realmente me elevan. Como si creyera.
Por lo tanto, hay un trufax de aquí a Taiwán: Es mucho más creyente la Lau atea que escucha el mantra hindú que la Lau católica que se dormía en un banco de la Iglesia.
Rematando, puedo recurrir a un ejemplo quizás incluso más cercano que el hinduismo: Gospel. En serio, ¿cómo no podéis sentir esa poderosísima fé con esa alegría, esas voces sobrenaturales, esas ganas de vivir?
Así, y nada menos, es como me siento.
Esto, nada menos, mucho más, es lo que le debo.
Feliz cumpleaños, Hari.
Hare Krishna.