Número: 001/100.
Título: Tokyo bajo los cerezos [1/?]
Fandom: Kuroko no Basuke.
Claim: Kagami Taiga/Momoi Satsuki.
Extensión: 2690 palabras.
Advertencias: Post-WW2. Sin editar.
Notas: Para la Tabla Freud 2 de
minutitos 02. Cáncer
Tokyo bajo los cerezos.
Capítulo Uno.
Momoi Satsuki tiene diecisiete años cuando la Segunda Guerra Mundial llega a su fin. A través de sus ojos han desfilado innumerables tragedias y se podría afirmar, sin caer nunca en la exageración, que gracias a esta guerra ha perdido la inocencia de sus últimos años de infancia, pues la impulsó a convertirse en una adulta más en su casa, lista para hacer recados y siempre cuidándose de no ser descubierta, herida o muerta en sus pesquisas. La rendición de Japón, sin embargo, no resulta para ella un golpe de gracia, a diferencia de lo que sucede con sus padres, que parecen deprimirse aun más ante la perspectiva de lo desconocido. No, para ella, la rendición de Japón es un suspiro de alivio y una promesa, aunque no está muy segura de qué.
La respuesta le llega un día no mucho después de haberse sentado en el salón principal de su casa junto con sus padres para escuchar la proclamación del emperador con respecto a la derrota y los sucesivos cambios que experimentará la nación. Es un día como cualquier otro de finales de septiembre, con los primeros tonos del otoño acariciando las copas de los árboles y el sonido de los aviones estadounidenses cruzando el aire sobre su cabeza, aunque afortunadamente ya no va acompañado del sonido de las bombas al explotar. Por un capricho, Momoi ha subido a lo alto de una colina que rodea parcialmente la ciudad, dispuesta a comprobar qué tanto han cambiado las cosas desde la última vez que estuvo ahí, cuando tenía quince años y el bombardeo estratégico sólo era una palabra en los libros de texto de su mejor amigo.
Por supuesto, las cosas son muy diferentes ahora, lo sabe incluso antes de darse la vuelta para contemplar la ciudad a sus pies: un entramado de tejados de madera y callejones que parecen no tener fin, pero que, antes de la guerra, estaban llenos de gente y ahora sólo son un montón de caminos vacíos que no llevan a ninguna parte, pues nadie quiere salir, a pesar de saber que ya no habrá más ataques.
O al menos eso cree, pues mientras está mirando, en cuclillas sobre las raíces de un árbol de cerezos que lleva mucho tiempo marchito, una figura comienza a perfilarse contra el fondo de las casas: es un hombre, pero Momoi no lo reconoce. No es ninguno de los vecinos con los que solía intercambiar información además de productos de contrabando a altas horas de la madrugada, bajo la protección del toque de queda, tampoco pertenece a los empleados de la fábrica textil en las afueras de la ciudad, es demasiado alto y de hombros anchos, a la fábrica sólo iban los discapacitados, para servir a su nación zurciendo paracaídas o creando municiones, pero, a menos que sea un fantasma, no entiende el propósito de su caminata tan despreocupada y cuyo destino sin duda es el lugar desde que el Momoi lo observa, con el rostro apoyado sobre sus manos.
Podría irme, piensa Momoi, a quien han comenzado a hormiguearle las piernas y quien sabe muy bien que debe cuidarse de estar a solas con extraños, sobre todo en tiempos de guerra (o después de ésta, da igual), cuando las historias de asesinatos y violaciones abundan. No obstante, no hace ademán alguno de levantarse, aunque sí observa a su alrededor, buscando armas potenciales y escondites, así como la mejor ruta de escape, habilidades que ha pulido con los años para sobrevivir, pero que no la hacen sentir menos vulnerable a dar un respingo cuando escucha a un Cazador surcando el cielo.
El hombre, sin embargo, no repara en ella mientras se acerca; parece inmerso en sus pensamientos, volviéndose así un blanco perfecto incluso para ella, que no ha tenido el privilegio de ser entrenada en el uso de la espada o las artes marciales, como sus mejores amigos, pero que tiene la suficiente puntería como para hacerle daño con una o más rocas. No obstante, al verlo así, Momoi cesa su intento por hacerle daño, mas no deja de estar alerta y aprovecha su descuido para estudiarlo, pues la información nunca está de más.
Es un hombre de aproximadamente un metro noventa de estatura, de complexión ancha y brazos fuertes, que parecen a punto de reventar el sencillo kimono que usa (en el que además luce incómodo), pero lo que verdaderamente llama su atención, además del rostro de pocos amigos, es su cabello pelirrojo, corto al estilo militar pero abundante.
-¿Eres un soldado? -pregunta Momoi, poniéndose de pie de un salto, pues ha decidido que cualquiera que haya servido a su país es digno de confianza. Su voz, ligera pero estridente, logra sobresaltar al hombre, que se detiene a dos metros de ella, mirándola como si fuera un fantasma.
-Lo era -dice el hombre y Momoi almacena en su memoria la cualidad de su voz, como lo ha hecho con muchas tantas; de otro modo no habría podido sobrevivir en el negocio de contrabando de información-. Ahora estoy retirado. Por lo menos hasta que haya otra guerra y decidan convocarme, lo cual no espero que suceda pronto.
-Tu manera de hablar es curiosa -dice Momoi, acercándose a él por sobre la hierba muerta que cruje bajo sus pasos y dejando atrás el cerezo, cuyas ramas vacías parecen manos que arañan el cielo-. Y nunca te había visto por aquí. ¿Estás de paso?
-Eres perspicaz -dice él, mirándola de reojo, más concentrado en el paisaje que ella también subió a buscar-. Pensé que si me ponía un kimono nadie lo notaría. Sinceramente no esperaba encontrarme con nadie el día de hoy, al menos de manera extraoficial.
-Así que te estás quedando en el pueblo -dice ella, inclinándose hacia adelante para poder mirar su rostro con cuidado, por lo que una cascada de cabello rosado le cae sobre los pechos, cubiertos por una yukata de color marrón grisáceo-. ¿Es por algún asunto oficial?
-¿Cómo sabes todo eso? -pregunta él, negando con la cabeza y sus curiosas cejas, tupidas y de alguna manera rotas, se agitan de manera graciosa, logrando que Momoi se eche a reír.
-Se llama observar y escuchar -dice ella, como si fuera lo más obvio del mundo; quizá lo es-. Si no esperabas ver a alguien de manera oficial significa que debes tener una agenda política y por ende, un lugar donde llevarlo a cabo. Además, hace poco escuché hace unos días que pronto vendría alguien del ejército a poner en orden las propiedades y títulos de la ciudad y tú eres el único extraño que he visto desde entonces. ¿No es lógico?
-Sí -dice él, sorprendido durante un instante pero recuperándose con rapidez-. Tienes razón en todo lo que has dicho, pero te aconsejo tener cuidado, no creo que a ciertas personas les guste escucharte sacar conclusiones así. Podría resultar peligroso.
-Sé cómo defenderme -dice Momoi, con tal seriedad que el hombre no se atreve a contradecirla-. Además, ahora que estás aquí dudo que haya más conflictos. La guerra terminó, ¿no es así? ¿Por qué habríamos de seguir peleando?
-Ojalá todos piensen como tú cuando me presente -dice él y le dirige una sonrisa, un poco extraña en un hombre con facciones tan toscas, pero no por eso menos genuina-. Estoy seguro de que muchos no estarán muy contentos de que un soldado americano les dé órdenes, pero si todos piensan como tú, seguramente no tendremos problemas.
Momoi tarda unos segundos en procesar dicha información. ¿Un soldado americano? ¿Del ejército que lanzó las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki? ¿De aquellos que sobrevolaban la zona todas las noches dejando caer bombas en los lugares menos esperados?
-Tengo que irme -dice Momoi, con una voz tan fría que aunque lo quiera, no puede ocultar sus emociones-. Tengo cosas que hacer -Comienza a alejarse por la escarpada pendiente tan rápido como le es posible sin romper sus sandalias y sin tropezar, pero aunque lo ha hecho para que el hombre no se dé cuenta de sus emociones, éstas son perfectamente visibles en su espalda rígida y sus pasos largos, en la manera en la que aprieta sus puños a sus costados, sin voltear la vista ni una sola vez.
Y el hombre sabe, mientras la observa alejarse, pensando en que ni siquiera tuvo oportunidad de preguntarle su nombre, que esa es su verdadera respuesta y que no cabe esperarse menos, después de todo, es un traidor.
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La información de la llegada del oficial estadounidense ya ha dado la vuelta a la ciudad cuando Momoi por fin se detiene en el umbral de su casa para quitarse las sandalias, cansada pero sobre todo asqueada debido a su paseo vespertino. Lo único que la alegra es comprobar que el tono de todos, mientras se cuentan rumores del susodicho oficial, tiene el mismo desprecio que ella sintió al escucharlo admitir su traición, pues luce y habla completamente como un japonés, pero admitió estar de parte de los Aliados, aquellos que terminaron con millones de vidas en cuestión de segundos.
-Es hijo de Kagami Shokichi -dice el padre de Momoi, aunque más parece hablar consigo mismo que con su hija, que espera sentada frente a él en el salón principal, tras haber terminado de contarle lo que averigüó y también tras haber recibido un regaño por ser tan descuidada-. Solía vivir aquí, pero se casó con una mujer americana y se marchó. Claramente no tuvo suficiente con ello y ahora envía a su hijo a recuperar un territorio que ya no le pertenece.
-¿Puede hacerlo? -pregunta Momoi, que no desea que eso suceda. Los Aliados ya les han quitado demasiado y aunque sea una parcela insignificante en un distrito pequeño de Tokyo, no está segura de poder perder algo más. Momoi cierra sus manos en puños sobre sus rodillas, de manera que las cicatrices de sus quemaduras despiden un matiz cerúleo bajo la luz de las velas; aún no restablecen la electricidad, pero es seguro que lo hagan, ahora que el oficial a cargo está en casa.
-Pueden y lo harán -sentencia su padre, dando un golpe en el tatami con la mano derecha, señal de que la conversación ha terminado y quiere estar solo-. No es tu obligación preocuparte por esas cosas, Satsuki. Sigue asistiendo a tus clases de danza y ceremonia del té, sigue aprendiendo a tocar el shamisen, concéntrate en tus estudios para ser una buena esposa y deja que los demás nos preocupemos por lo que realmente importa.
-Sí, padre -dice ella, poniéndose de pie con cuidado, pero antes de que abandone la habitación, su padre vuelve a llamarla.
-El traidor ha convocado a una reunión a todas las personas del distrito el día de mañana en su hogar, así que aséate y vístete con esmero, no quiero que ese hombre le diga a sus superiores que somos unos zarrapastrosos.
-Sí, padre -dice Momoi, despidiéndose de él con una reverencia antes de cerrar la puerta corredera. Sin embargo, lo que ocupa su mente no es la visita del día siguiente, pues si tuviera la posibilidad de elegir no asistiría; lo que ocupa su mente son las palabras de su padre sobre convertirse en una buena esposa y dejar que los demás (entiéndase, los hombres), se ocupen de las cosas importantes mientras ella aprende a hacer arreglos florales y servir el té-. ¿Lo ves? -murmura entre dientes, mientras se dirige hacia su habitación, dispuesta a acatar órdenes-. Hasta tú sabes que son una pérdida de tiempo.
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De vez en cuando, aunque cada vez con menos frecuencia, Momoi tiene la misma pesadilla. Es lunes en la fábrica textil donde trabaja desde hace casi un año por orden del gobierno. A su alrededor hay otras chicas como ella, cuyas edades oscilan entre los catorce y veinte años, pues a las mayores las llevan como enfermeras o criadas, como cocineras o lavanderas, dependiendo de qué tan bien se les dé cierta tarea o de la escasez de personal.
El trabajo siempre es mecánico mas nunca aburrido, pues han ideado una manera de divertirse mientras empacan conservas, zurcen uniformes o fabrican armas. La fábrica siempre está animada y hace a Momoi pensar que vale la pena levantarse temprano para cruzar toda la ciudad si eso le permite charlar animadamente con sus amigas, lejos del yugo de sus padres y la preocupación que lee en el rostro de los adultos. Vive en una pequeña fantasía, en donde los titulares llenos de noticias de guerra, los bombardeos y de los miles de muertos son ecos lejanos de otra realidad. Pero ese es su último día en el mundo de la fantasía, mientras que para algunas a su alrededor, es su último día de vida.
Sucede de repente, mientras hablan sobre el festival del Tanabata, pendiente de ser aprobado. Ahora es peligroso organizar reuniones, pues éstas se convierten en un blanco fácil para los cazadores y lo que menos desea el gobierno es provocar más muertes. Momoi recuerda el momento a la perfección, recuerda cómo estaba inclinada sobre el paracaídas que zurcía esa tarde, riendo de algún chiste tonto, cuando la primera bomba estalló a su izquierda, lanzando por los aires concreto y piezas de maquinaria a partes iguales.
Las risas se convierten en chillidos en cuestión de segundos y pronto todas (o al menos las que no han sido empaladas por algún tubo o decapitadas por un trozo de concreto) echan a correr hacia la salida, una puerta que Momoi recuerda haber pensado es ridículamente pequeña para cien chicas, poco más o menos, pues a veces algunas no se presentan a trabajar. Sin embargo, cuando ella se pone de pie y trata de correr, tropieza con el paracaídas que estaba zurciendo y que ha olvidado completamente, por lo que se queda atrapada durante unos segundos más (segundos que son su salvación) mientras los aviones siguen soltando su cargamento a su alrededor, alcanzando a mujeres y niñas por igual, pero también creando una brecha lo suficientemente grande en la pared como para permitirle a las demás escapar, dejando como saldo del ataque diez civiles muertos, lo que todos se apresuran a llamar una suerte o un milagro, pero que no hace menos dolorosa la muerte de esas mujeres, esas chicas, que reían sin parar apenas un minuto atrás.
Para cuando Momoi logra deshacerse del paracaídas que atrapa sus piernas, el incendio está en su apogeo, consumiendo todo a su alrededor, pues al ser una fábrica multipropósito, hay todo tipo de materiales almacenados dentro, muchos de ellos altamente inflamables. Ella es la única que queda y sin una voz para guiarla, además del denso humo que la rodea, le es imposible encontrar la salida. Así que vaga entre el caos por horas (o al menos así le parece en el sueño) hasta que por fin escucha la voz de alguien llamándola fuera, una mujer sin duda, quien con tan sólo pedirle que siga el sonido de su voz así como los puntos cardinales, pronto la lleva a la salida.
Es ahí donde sucede. Mientras avanza a tientas hacia la luz del sol que ya puede ver a escasos metros de distancia, una parte del techo se desploma sobre ella, entre un resplandor de chispas y llamas y su primer instinto (estúpido, sí) es detenerlo con las manos desnudas, de manera que cuando entran en contacto con la madera caliente desprenden un siseo que ella asocia momentáneamente con carne asada, sólo que en esta ocasión es ella quien se está quemando.
La pesadilla termina ahí siempre, parece que a su mente poco le importa lo que sucedió después, la manera en la que corrió, con las manos envueltas en llamas (y una parte del yukata también, donde intentó apagarlas) hacia la salida, tropezando y golpeándose con los cuerpos diseminados a sus pies hasta que llegó a la seguridad del exterior, donde un médico hizo lo que pudo por sus manos, conservando su movilidad más no su apariencia o tersura.
-Es un precio suficiente por tu vida -le dijo el médico antes de despedirse, dejándola en su habitación, llorando por el dolor que ni las mejores hierbas medicinales pudieron aliviar-. Sé agradecida.
-Lo soy -dice Momoi, cuando abre los ojos la noche anterior a la visita a la casa del tal Kagami-. Por eso no puedo dejar que alguien así haga lo que le plazca.