Monstruo.
Hay un monstruo en mi armario.
La primera vez que lo escuché fue el día en el que mamá se marchó de casa, en busca al fin de la felicidad que nunca había tenido. Un ruido de garras sonó suavemente en el fondo del armario, aunque apenas lo percibí. Fue mucho tiempo después, antes de abrir por fin las puertas del armario, que recordé esa primera vez. Aunque el algún momento adiviné que siempre había estado ahí.
El monstruo crecía conmigo.
Cada año, cada decepción, cada angustia, hacía que creciese un poquito más.
Empecé a sentir ganas de abrir la puerta. Era una sensación extraña, la curiosidad contra la seguridad.
Al final, abrí la puerta. Y ahí estaba él. Me miró, no con sus ojos -no tenía- y se relamió en su boca oscura llena de dientes. Me había estado esperando.
Noté como se abalanzaba sobre mí, y fue como encontrarse con algo que siempre había estado buscando, aunque no me diese cuenta. Sus colmillos desgarraron mi carne y las garras se hundieron en mí como un abrazo soñado, buscando el corazón.
Removió todas mis entrañas buscándolo, y rugió de alegría cuando lo encontró. Ya estaba en el punto justo de desesperación que le gustaba a él.
Las mandíbulas se cerraron sobre él, y la sangre salió disparada y lo manchó todo como lo haría la tinta de una pluma rota.
Un último pensamiento pasó por mi mente antes de que todo se volviese oscuro para siempre.
Era libre al fin.