♟VI. El Peón
-¿Me contarás un cuento también esta noche?-
Sí. Prometo terminar esta historia antes del amanecer y prometo que cuando acabe no llorarás. La haré tan hermosa, la haré tan mágica que no sentirás la pena que anoche te dejé en los párpados y que tanto lamento. Cuando esté por terminar, te alegrarás, aunque sientas en este momento que yo no debería prometer con una sonrisa en los labios, mi amor, mi dueño, lo haré y cumpliré mi promesa.
No temas pues nada de lo que voy a decir es en realidad desconocido para ti, es quizá posible que tengas más vívido el recuerdo que yo, mas nunca has escuchado antes de mis labios la belleza de ese final que tú crees devastador. Lo único que te queda descubrir, es el alma que le imprime quien habla. Recuéstate a mi lado y abrázame de la cintura, recarga la carita en mi barriga como cuando yo era tu Sol, antes de la sal y los grilletes.
Todos los buenos cuentos tienen un viaje, ya sea a través del espacio o del tiempo, tal vez el viaje de una mujer sea dar a luz a un hijo, tal vez sea organizar una rebelión, quizás pueda hacer ambas cosas sin levantarse de la cama. Un viaje puede ser el de conocerse a uno mismo, el de encontrar a un gran amor, el de perder a un ser querido y el de aprender a vivir sin ese alguien. Un viaje puede ser el escalar la montaña más alta del mundo o cruzar una ciudad a pie. Todas las historias tienen un viaje que cuando se ha completado, cuando se ha llegado al destino, aunque no sepamos desde dónde partimos y hasta dónde llegamos, sabemos que de éste hemos sido testigos.
Esta historia tienen un viaje. No se necesitan ni un bote ni velas para partir a un futuro, para conseguir el destino y sin embargo, él tuvo que ver las rojas velas de su nave a la distancia para entender, sin lágrimas ni desesperada pena, que estaba a merced del viento y la suerte y que no había vuelta atrás. El hijo de la raza superior que cada día en la mesa tuvo más de lo que podía comer y aprendió sólo lo que quiso de un conocimiento ilimitado, que tuvo amantes, nanas, concejales, sirvientes, juguetes y oro de sobra, al poner el primer pie en la playa, se supo más insignificante que un jilguero.
Al anochecer, Luhan salió a vagar su palacio. Minseok se había asegurado de que todos los preparativos quedaran listos una noche antes. Nadie parecía haberse percatado de que los tres habitantes reales tenían algo entre manos y hasta entonces, la única pregunta que tenían para ellos era a dónde iban a ir de viaje que necesitaban tanto pan y tanta agua, tanta carne seca. Luhan había mentido, había dicho que iba a ir a repartilo él mismo a un pueblo pobre al oeste de la Ciudad Imperial y nadie le había creído, pero no habían vuelto a preguntar.
Habían apagado todas las luces del palacio de piedra caliza cuando salió. En la noche, la Ciudad no brilla como en el día y no pudo ver lo que quiso ver cuando sacó a su caballo de la cuadra y dio un paseo, gallardo y musculoso pero forjado en débiles huesos menudos de sangre pura que dolían más que nunca, hacia el bosque. El Castillo Interior estaba quieto, no había ni una luz encendida, no había nadie esperándolo ahí. En los bosques encontró las moras y los ciervos de siempre y se bajó de su montura un momento para tocar por última vez la tierra húmeda, las piedras verdes cubiertas de vida que en otro momento para él, montado en la Bestia, escuchando sobre sus deberes de príncipe, significaron tedio, pérdida de tiempo, estorbo. El hijo de reyes milenarios respiró el aire puro y sabio de los árboles que después de él, seguirían allí y antes de él habían estado... y se otorgó como Rey de sí mismo, permiso para dejar de llorar lo inevitable. Se prometió, como siervo de sí mismo, que sería fuerte y que enfrentaría a su destino con toda la fuerza de su corazón y de su cuerpo.
Al volver al palacio Minseok lo esperaba en la cuadra. Sehun estaba por llegar. Su cargamento estaba listo, al llegar a la costa los estarían esperando para llevarlos, no había más que decir. En silencio ambos colgaron la comida y el bebida en la silla de su caballo. Minseok lo veía, al animal, con un cariño especial, acariciando la crin dorada con delicadeza y Luhan supo lo que pasaba por su mente.
"Yo tampoco quisiera abandonarlo en la costa." Dijo él.
Ella sonrió y se apretó la bata de dormir entre el busto y la barriga. "La gente sabrá que es tuyo, es el único de su clase. Espero que no lo maten y me permitan pagar una recompensa. Le tengo cariño."
"Tal vez encuentre un modo de volver."
Minseok sonrió a su esposo, más pálido que nunca, listo para partir y tal vez encontrar un modo de volver y le dio una palmada amistosa en el pecho. “...Prefiero no contar con ello."
Eventualmente el dolor de esa respuesta pasaría pero allí, en ese momento, no tuvo tiempo de pensarlo. Sehun llegó sin hacer ruido a ensillar su propio caballo, a atar sus propias provisiones a la montura. Iba vestido con su ropa más oscura y se le veía poco descansado. La piel le colgaba del rostro como si en las anteriores veinticuatro horas hubiera envejecido veinticuatro años, pero trabajaba minuciosa y rápidamente. En poco tiempo estuvo listo y durante ese rato, Luhan y me parece que también Sehun, estuvieron esperando que alguien dijera algo que les ahorrara el tormento. Matémonos, dará igual, quedémonos a pelear, vistámonos de mujeres y vivamos en el Norte. Pero nada.
Cuando estuvo listo, Sehun montó su caballo... una yegua blanca mucho menos llamativa que el caballo dorado de Luhan pero casi tan valiosa y mucho más mansa, se cubrió las orejas largas y el cabello blanco trenzado dentro de la capa que llevaba a los hombros y esperó. Luhan supo que lo llamaba, Minseok fue más rápida, como siempre.
"Sean valientes." dijo tomándolo de las manos y aunque Luhan se había permitido dejar de sufrir, se había prometido mantenerse en calma, la tristeza se le agolpó en la garganta y el pecho, causándole un dolor tal que su cuerpo se encorvó y se le hundieron las costillas por falta de aire, de fuerza. Intentó contenter las lágrimas pero ella sonrió y besó sus mejillas rojas malogrando su esfuerzo. "Oh, Luhan, puedes llorar todo cuanto quieras... Estaremos todos a salvo, incluso nuestro hijo. Será un buen niño pero también un buen príncipe y algún día un buen rey. Prometo nunca ocultarle quién fue su padre."
La reina lo sostuvo cerca un momento pero no dijo más, esperó hasta que él pudiera recuperarse y el Rey, por impulso y por última vez, besó los labios de la que había sido su esposa por menos de un año, la que ahora abandonaba a su suerte en medio de un conflicto que ella juraba poder manejar y del que ninguno de ellos era culpable, con su único hijo en el vientre. Ella lo había hecho jurar los días anteriores que confiaría en ella y lo hizo hasta el último segundo porque nunca Minseok faltó a su confianza y cuando lo hizo, hubo razón.
"Gracias." dijo el Rey unos segundos antes de montar a su caballo enorme y poderoso, su existencia una mofa misma del camino que cabalgarían juntos para finalmente abandonarlo también. Luhan sabía que estaba dejando atrás de una en una todas las cosas que antes había amado, pero... aunque en ese momento fue difícil de ver, la idea de no perder a su mayor alegría, aunque de momento la sintiera una carga, aligeraba el dolor. Al menos, no estaba yéndose solo.
"Adelante," dijo la Reina en voz firme y sin mirar a ninguno de los dos, acariciando las ancas de los caballos y finalmente alejándose de los animales. "No miren atrás."
Sehun espoleó su yegua antes de que Luhan pudiera reaccionar, pero tuvo que ralentizar el paso cuando notó que nadie le había explicado cómo saldrían de allí. Los Castillos en el Continente, porque la guerra allá es el pan de cada día y no conoce fronteras, suelen tener una salida secreta por si es necesario sacar a los nobles o incluso a los súbditos a escondidas en caso de que haya un ataque. Esos caminos nunca están bloqueados, pero están camuflados de forma que parece que no existen. Sin asedio, el reino del Este no tenía necesidad de usar esos caminos pero Luhan recordaba haberlos visitado cuando era más joven, cuando le habían enseñado qué hacer si todo lo demás fallaba. Luhan se puso a la cabeza de la marcha y prometió, por saberse responsable de llevar el curso y de conseguir poner a salvo a Sehun, no pensar en todo lo que lo había atormentado ya por meses y que se había vuelto peor con el rodar de los días.
Cruzaron una parte importante de las tierras de la Corona a medio galope, pues dentro de la Ciudad bardada no había peligro de que los encontraran ni de que descubrieran sus intenciones, y no fue hasta que llegaron a una aparente cascada de hiedra que detuvieron el paso. Debajo del verdor se escondía una puerta de madera cual de hogar y al otro lado de un pequeño corredor oculto brillaba una tenue luz; En absoluto y mortificador silencio, cruzaron aquella construcción vieja y llena de pequeños animales nocturnos que hacían mucho más ruido que ellos. Una vez fuera, volvieron a montar los caballos, que se habían resistido a entrar a la negrura que ni siquiera la luz de la luna alumbraba, y después de un par de minutos de trote ligero retomaron el galope.
La distancia desde el centro de la Ciudad Imperial hasta la costa de Evol por los caminos reales se recorre en más o menos seis horas a paso de Bestia. Bien se sabe que las rutas reales están trazadas según la seguridad de los pueblos aledaños y del terreno, de manera que a veces, son más largas de lo que deben y en un carruaje, el paso de las máquinas para ser estables es mucho más lento. El camino que ellos seguían era mucho menos seguro, pero también mucho más breve y aunque algunas zonas agrestes les entorpecieron el avance, lograron llegar a Evol en menos de cuatro horas. Durante esas cuatro horas, no se dijo ni una palabra.
Sehun fue cabalgando un poco detrás de Luhan, que conocía esas tierras y esa ruta. Él afuera de la Ciudad, incluso afuera del Palacio, no conocía nada y a pesar de ello nada fue sorprendente, ni la vegetación, ni el terreno, ni el aire, ni los sonidos, para él. Todo existía dentro de la Ciudad Imperial y allí, en los caminos sinuosos de la madrugada del Este, las mismas maneras y formas se repetían a escalas más pequeñas.
Cuando empezaron a acercarse a la costa, la tierra se fue volviendo más blanda y la piedra más esporádica. Los árboles pronto se convirtieron en enanos y antes de que el sol empezara a aclarar el cielo, las patas de sus caballos se hundían en arena mezclada con piedrecillas blancas, tierra y raíces.
Luhan bajó de su caballo y caminó, sin llevarlo con él, a la orilla del agua. El lugar en el que habían pactado encontrar a quien los llevaría lejos era una playa pequeña, una bahía de arena oscura y de poco oleaje, con aguas claras y peñascos a su alrededor.
"Es el lugar perfecto para emboscarnos." dijo Sehun a un lado de Luhan, desmontado, en voz bien baja porque así nos intimida la noche y el silencio a los que podemos perpetrarlos.
El Rey lo calló con un silbido. "Minseok nunca haría algo así."
"¿Estás seguro? Qué pasa si no fue idea suy..."
De pronto, el agua empezó a moverse y la yegua de Sehun echó a correr hacia el bosquecillo del que habían llegado. Luhan tiró, por miedo a haber estado equivocado, a haberlos conducido directamente hacia la trampa, del brazo de Sehun para ponerlo detrás suyo pero cuando escuchó una risa a sus espaldas, el frío le bajó por todo el cuerpo y giró lentamente para encontrar que alguien tenía sostenidas las riendas de su semental dorado y se acercaba a ellos. Era una mujer cuya piel era oscura y sus ojos rojos, iba casi desnuda salvo por finas calzas de fibra y un delgado manto. Una ninfa.
El animal, de cuna bronco ante jinete foráneo, estaba tranquilo y ella le acariciaba entre los ojos como se arrulla a un niño. La voz de esa mujer era profunda y serena. "Este caballo va a volver a la Mixta."
Al volver al vista al mar, Sehun encontró que lo que antes era agua calma y solitaria, albergaba entonces un bote largo pero delgado con velas rojas y una bandera desconocida. Asustado, llamó a Luhan con un golpe y lo hizo mirar. Allí, media docena de ninfas colocaban dentro de la barca las provisiones que la yegua había llevado en la silla, a pesar de que el animal había echado carrera y en cuanto terminaron, fueron a quitar también todos los sacos, todas las botas y todas las herramientas que quedaban atados a la silla del caballo del Rey, manso y tranquilo. Luhan, que siempre sintió respeto por la calma de los animales, una vez más eligió confiar.
Le preguntó quién era pero la ninfa no dijo nada, ninguna de ellas dijeron nada, danzaron ida y vuelta riendo coquetas mientras alistaban el cargamento y cuando todo estuvo sobre la barca las mujeres, casi todas parecidas a esa primera, les señalaron el bote. Faltaban ellos, claro. Suspirando su miedo, llevó del brazo a Sehun hasta el bote.
Diferente a los navíos humanos, llenos de metal y de remaches, el bote era de una madera tan roja y tan perfumada, hecho en una sola pieza, que la simple belleza de su confección lo llevó a subir, sin mirar atrás, sin pensarlo más. Contrario a él, con un grito de miedo y casi llorando, Sehun puso el primer pie en la madera hinchada pero barnizada con fineza y trastabilló hasta sentarse con miedo cerca de la proa, abrazándose a sí mismo ya envolviéndose en su capa.
"¿Llevarás el caballo a mi esposa?" Preguntó el Rey, volviendo la vista a la tierra, sin espada ni corona, sin un peto brocado pero con la voz y la pose de el que se sabe nacido en mantos de seda. "Te lo pido por favor."
La mujer, cuyo nombre Luhan nunca supo, asintió a sus palabras y de su mano izquierda sopló un polvo blanco al viento que silbó en los árboles que rodeaban la pequeña bahía, furiosamente sacudiendo sus ramas e inflando las velas de su bote en dirección al mar abierto. Al partir, nadie prestó atención a Luhan pero todas las ninfas se despidieron de Sehun lanzando flores al agua y riendo. El muchacho, pobre, parecía no tener más ánimo que para temer y sólo les regaló una sonrisa pequeña y tímida. Oh, haber sabido lo que vendría para el joven Rey que a cada ola que mecía el bote se iba volviendo menos rey y más monstruo.
¿Qué puedo contarte del camino, del interminable tiempo que transcurrió y que a ellos les pasó lento como si lo hubieran tenido que tejer por sí mismos? El viaje a las Islas Australes fue terrible. Desde aquí, desde la orilla, amor, tú no podrías ver, ni siquiera en la noche, una luz del otro lado del mar. En las aguas de las ondinas no habita humano y los barcos que surcan por allí el Mar del Sur, rara vez tocan tierra. Allá, a un par de leguas de la orilla, de la playa donde nos rompen las olas a los pies, está el silencio de la magia, el silencio que los humanos no cruzan.
Debes saber que cuando las tribus mágicas fueron desplazadas de sus tierras, cuando el reino del hombre apresó y humilló a sus jefes, cuando violaron y preñaron a las mujeres, cuando desollaron a los niños y esclavizaron a los maridos, cuando la tierra a la que habían llegado con los primeros pasos de su raza estuvo quemada y clamada por los reyes humanos, los pocos que sobrevivieron el acoso y la crueldad, huyeron al sur, a las aguas cálidas.
Montados en leños y puertas remaron hasta estas arenas, sólo avistadas alguna vez, sin que nadie antes tuviera certeza de su existencia. Mañana al despertar, cuando vayamos a cantar los ritos al Centro, mira a tu alrededor, y cielo, verás aquí frutos y árboles con los que los humanos no podrían siquiera soñar. Todo esto lo domó y cultivó una civilización sabia que el humano, con su sed de semejanza y poder, en vez de abrazar, rechazó y doblegó. La belleza de este paisaje, el humano del Continente no la conoce porque cree, en su vanidad, que la única belleza es la de sus manos y sólo lo que en sus manos manipula es digno de ser del hombre.
De haber querido, no hubieran sabido llegar a las Islas de los mágicos, pues su balsa iba, sin que ellos lo supieran aunque desde luego sospecharon de otras mañas, remolcada por las manos de un ciento de ondinas, de las primas, tías, medias hermanas de Minseok que habían nadado hasta ella cuando su plan para hacerlos huir había fraguado. Los condujeron al cabo más protuberante al norte de las Islas Australes por tres días sin tocar tierra, racionando agua, carne seca, amor y saliva.
La balsa en la que Luhan y Sehun iban montados, movida por olas que conducían el curso sin darles lugar a decidir -incluso intentaron sin suerte-, surcó leguas de mar sin vida aparente en una densa neblina oscura que los rodeó tan pronto salieron de aquella bahía que ninguno de los dos estaba convencido de haber visto en realidad. No eran capaces de entender qué había pasado ni por qué, ninguno quería hablar del infortunio, ninguno tenía sed de lo desconocido y te diré de buena fuente, Luhan siempre había luchado por ir a la vanguardia de cualquier expedición, toda la vida sediento de conocer, de conquistar... ese sentimiento en su pecho era sumamente extraño. No tenían palabras y el silencioso rumor del agua a su alrededor, que abría paso para que ellos avanzaran, pero los rodeaba inmensa como sin final, era suficiente conversación para los afligidos.
Mientras estuvieron abordo, su forma de tragar tiempo a puños fue tomarse de las manos, mirarse a los ojos, besarse como mariposas las mejillas. Luhan le acarició el rostro con las pestañas a Sehun por horas y cuando olvidaban que el cielo negro sobre ellos no era el de la ventana en el Palacio sino el mar abierto y el destino errante, podían reír. En esa soledad encontraron algo hermoso que ninguno de los dos dijo, porque dejar atrás el Continente parecía haberles quitado las palabras de la boca, mas en las yemas de sus dedos, en los recuerdos que quedan bajo la piel incluso cuando uno ya no los quiere, cuando ya no es capaz de pensarlos, tenían talladas todas las caricias de antes y mapeado cada vello, cada arruga, cada cicatriz, cada lunar. ¡Qué hubiera sido de ellos si hubieran estado solos!
En medio del mar, con nada que hacer, totalmente desprovistos de poder y de decisión, se quedaron quietitos, se ocultaron del sol abrazados tres días completos, comieron poco, hablaron poco, bebieron poco. Fue un momento de luto que adornaron con flores como los elfos negros del norte adornaban cadáveres: Al final el inicio, en la pena la alegría, en la oscuridad el color.
El Reino de las Fatas es más hermoso de lo que yo pueda contarte y mucho más que lo que ellos podían haber imaginado en su camino. ¿Era porque conocían la fastuosidad del hombre, porque estaban acostumbrados a la piedra y el metal, o porque la nación que era su casa los había exiliado sin remedio, que no encontraban belleza salvo en la tierra que el mar los había hecho dejar atrás?
Lo cierto, vida mía, es que cualquiera que de pie en una barca sin remos, traspasara la niebla que protegía el reino de las Fatas, cualquiera que hubiera dejado atrás un mundo donde la diferencia significa la muerte, habría visto en esas playas púrpuras el paraíso de la forma más terrorífica posible. Cualquiera llevado por las manos sirenas hacia la tierra de la que se escribían todos los cuentos prohibidos y todas las fantasías de los viajeros, habría encontrado la orilla con los ojos llenos de lágrimas y los pulmones faltos de aire.
El canto de las sirenas que los remolcaron hasta la arena tan blanca y tan fina como sal ahogó sus sollozos.
Al tercer día de viaje, después de noches y soles de silencio y arrepentimiento, de lágrimas y de leguas y leguas de mar vasto e invencible, Luhan vio tierra. Allá, a lo lejos asomando apenas, había una forma que interrumpía el bien plano horizonte y que no se anunciaba ballena ni bote. Su forma era indescifrable. Con Sehun dormido en los brazos, Luhan no podía levantarse a mirar mejor, así que, viendo que el bote mantenía el curso hacia allá sin su ayuda, decidió esperar a estar más cerca. Unos minutos después, la mancha era aún más grande.
"Tierra..." Dijo en voz baja pero Sehun abrió los ojos de inmediato. "Sehun, creo que hemos llegado."
El más joven, que recién despertado del sueño tenía todavía la credulidad por lentillas, vio a la distancia, donde los ojos de quien era su rey y su sol le mostraban, la tierra que la Reina les había prometido. Las copas de árboles frondosos de follaje de intensos tonos fríos se alzaban majestuosos y tupidos en una extensión tan reducida, tan al borde del mar, que parecían mentira. El agua que los rodeaba era de un azul brillante, la arena que mojaba el mar era blanca como cal y en medio de aquello que parecía a la distancia una isla, se alzaba una construcción oscura de altas torres delgadas. Habían llegado a Ostro, irónicamente al norte de las Islas Australes, pero referida por los viajeros y locales como "el sur".
"¡Estamos aquí!" gritó emocionado e ignoró el temor que había sentido antes, el temor que era evidente por la fuerza con la que Luhan lo tomaba de las manos, que seguía sintiendo su amante. La sonrisa de Sehun no disminuyó, ni su emoción conforme el bote fue acercándose, cada vez más rápidamente a las costas salinas del sur del mundo.
El príncipe elfo supo inmediatamente en la libertad que sentía al respirar, en el llamado jubiloso que le hacía el aleteo de las criaturas marinas en la estela que dejaba su curso, en el brillo de árboles que nunca antes había visto, en las mujeres y hombres que sólo había visto en libros llegando uno a uno a recibirlos, pequeños y poco a poco más visibles en su peculiaridad, en su exótica extrañeza, que ese era un hogar para él. Esa playa llena de luces púrpuras, de personas de todos tamaños, de diferentes colores que eran cada vez más numerosas, de vegetación agreste, de agua y brillo, había familiaridad que había conocido como una gota en la nariz al conocer a Minseok y que en ese momento sentía tan fuerte, tan avasalladora como nadar bajo una cascada furibunda. ¿Cómo puede ser esto posible, cielo? Yo no lo sé, dímelo tú. No miró en su extasío a Luhan ni una vez... no sonrías, bribón.
Al tocar tierra, cuando el bote descansó sobre la arena, vio a las ondinas que los habían llevado hasta allí sonriendo en la arena, tumbadas con las barrigas blancas al sol, vio la arena finísima y las manos de decenas de fatas, de elfos como él, blancos de cabellera y de orejas largas, negros por completo, hombres de pieles azuladas y otros amarillentos, cientos de personas de todos colores extender manos amables y quizás tan ecstáticas como las suyas hacia él y no dudó en dar un paso en tierra, ni en acompañar a ese con un siguiente, y un siguiente. Atrás dejó al bote y al que en otra vida, en otro mundo, fue rey.
Se vio rodeado de manos que querían tocarlo, de idiomas que él no conocía pero que le hablaban con amistad al oído. Vio tantas sonrisas en su camino por la playa, recibió tantos besos en las manos y el rostro, tantos abrazos, escuchó tantas risas y vítores de viejos y de niños, que antes de darse cuenta, había dejado atrás la playa y entre flores y caricias lo llevaron halándolo de los brazos hasta un hombre el doble de alto que él, de piel verdosa, con largos cabellos gruesos y negros adornados con una alta corona de cobre, escoltado por otros cuatro como él.
Él, porque eso había aprendido, ante un aparente noble se puso de rodillas y en respuesta, el hombre de ojos completamente blancos, sonrió y le imitó la reverencia. Todos a su alrededor lo hicieron también... como si se saludaran, así que el joven príncipe de Oh, para probar su suerte, hizo el saludo que los libros le habían enseñado, el saludo de su gente, el que nunca antes había usado: Se llevó la mano al pecho y luego extendió la palma arriba, como se pasa la hoja de un libro, como se abre una flor.
Pronto una cascada de gritos alegres en un idioma que él no entendía se escuchó a su alrededor y vio a los que eran como él, responder su saludo con mucha más confianza, con elegancia y entre la multitud vio lágrimas y vio risa que no necesitaba traducir a la lengua de los humanos, la única que él, impotente e imberbe como había dejado el Continente, hablaba.
"Oh Se Hun." dijo el hombre frente a él, llamando una vez más su atención y hablando con amable seriedad. "Has sido traído aquí por dádiva y orden de Minseok, la Mixta, en las manos de sus hermanas ondinas, desde las tierras del humano. Tu vida ha sido una de aislamiento. Te arrebataron a tus padres, a tu tierra, a tu pueblo, te despojaron de tu lengua, de tus costumbres, de la sabiduría de tu raza, de tus derechos de criatura de este mundo. Te sembraron cual brote en terreno árido y seco y has sabido florecer."
Con un ademán de su largo brazo, aquél hombre, que era el Rey de los Aldaboneros de las Simas, hecho que ellos descubrirían muy después, lo invitó a mirar al mar de hombres, mujeres y niños que se habían aproximado para verlo, para quizás poderlo tocar, para palpar con sus mágicas manos la verdad impresa en su piel blanca, para ver si era verdad que el Herededo Robado había llegado a la tierra de los libres. Sehun volvió un par de pasos y dio media vuelta sólo para encontrar que esos que lo habían llamado ahora empujaban su marcha a los bosques, rodeándolos por completo con sus caras emocionadas y sus miradas brillantes.
"Tu pueblo está aquí, ha esperado por ti. Los elfos blancos cruzaron mucho antes que tú, antes de que los padres de la persona más vieja que conoces hubieran nacido. Todos los mágicos nos hemos refugiado en estas tierras y las hemos vuelto nuestro reino unificado." Dijo aquél enorme hombre con profunda voz grave, mirándolo fijamente con sus ojos ciegos y claros. "Tú eres el último noble de tu raza, tú eres el legítimo regidor de tu pueblo. Bienvenido seas, Rey."
A su voz, lo más increíble que había pasado en su vida, lo más salvaje que pudo haber imaginado, sucedió: Todos los hombres y mujeres a su alrededor agacharon sus cabezas para él; Cada niño, cada niña, los padres, las abuelas, incluso los aldaboneros, los elfos negros, las sirenas aladas y ninfas en los árboles, las ondinas en la playa, los trasgos al final de las filas, estaban inclinados para él. ¡Imagina su emoción! No era un pueblo quien lo reconocía rey sino muchos, todas las criaturas mágicas que él conocía y alguna vez había creído conocer en páginas viejas y prohibidas, estaban frente a él regalándole ese respeto, esa veneración. Nada, vida mía, en su vida entera había parecido menos posible que aquello y allí se encontró con las botas de rey sumergidas en la arena caliente de una playa repleta de súbditos.
El único que a metros y metros de distancia no estaba haciendo una reverencia era Luhan. El flaco y grisáceo hombrecillo estaba de pie aún en el bote, abrazándose a sí mismo, con la mirada fija en el muchacho que había abrazado por días y que no había dudado un segundo en dejarlo solo en aquel bote de madera que era casi tan terrible como la arena a la que tenía que bajar si quería huir de él.
El Rey de las Simas lo señaló y el miedo se pintó clarísimo en el rostro de ambos jóvenes. "El que viene contigo, que no está acostumbrado a mirar al suelo por nadie, es el Rey del Este." Todos quienes escucharon miraron a la playa y unos a otros se fueron pasando el rumor de lo que el gran hombre verde había dicho, como un cuchicheo grave, terrible. "La Mixta nos ha mandado con el viento el mensaje. Tu acompañante es la personificación de nuestra desgracia. No vamos a perdonar las ofensas que él y los de su misma cuna han cometido por siglos a nuestras razas, mas no seremos crueles. Pídele que se acerque."
Sin remedio más que obedecer, lo invitó a bajar. No caminó hacia la playa porque la multitud no se lo permitiría, pero le hizo un gesto lleno de miedo y de renacida inseguridad. Luhan a la distancia se tambaleó en el bote pero después de un titubeo y el suspiro del que sabe que debe dar un gran salto, puso un pie en la arena mojada de mar.
Nunca antes había escuchado Sehun de sus labios un grito más horroroso. Su voz amable y bonita, su voz de cantos y de mimos, desgarrada, corrompida en ese grito desesperado, le heló la sangre. En menos de un segundo, Luhan estaba de rodillas en la arena, gritando y sosteniéndose la cabeza, tirándose el cabello. Sehun intentó correr hacia él, "¡Prometiste que no serían crueles!" gritó empujando a todo el que encontró a su paso pero ninguno de los mágicos lo dejó pasar, lo contuvieron con los brazos, hablándole, diciéndole cosas que él no entendía y no se atrevió a forzar su libertad porque muchas veces antes lo habían encerrado, mas no quitó los ojos del cuerpo encogido y tembloroso de Luhan que seguía gritando aún cuando dos hombres altos y fornidos lo tomaron de los brazos y lo llevaron hasta ellos por la fuerza.
Todo lo que temía tomaba forma frente a él en la figura de Luhan, sin corona, sin espada, sin armadura, dejando un rastro con las botas en la arena mientras intentaba resistirse a que lo arrastraran hasta él, sin éxito. No discutía, sólo lloraba, intentaba soltarse con tan poca fuerza en los brazos que no lograba nada y les suplicaba que lo dejaran ir, que por favor lo soltaran.
Los mágicos abrieron un camino para los hombres que lo llevaban a rastras hasta él y en cuanto estuvo ante el gran hombre verde, lo soltaron en el suelo de rodillas. Una vez en su vida Luhan había estado arrodillado para otros antes, el día de su coronación y qué coronación era aquella. Rodeado de mágicos que lo miraban con odio, con rencor, que de haber podido habrían y en algún momento sí que lo harían, escupido a sus pies.
Sehun fue hasta él y se arrodilló a su lado, tomando con fuerza sus brazos, susurrándole al oído para recuperarlo, pero Luhan estaba rígido y murmuraba cosas ininteligibles. Lo abrazó y le besó la mejilla; Sólo recuperó el valor cuando lo sintió una vez más en sus brazos, el suficiente para encarar furibundo al Rey que había herido y jaloneado a su Sol hasta hacerlo inclinarse por la fuerza con quién sabe qué magia horrible. A su mirada encolerizada, el hombre no mostró reacción, en vez, se acercó y habló con la voz más fuerte que escuchara jamás.
"Lu Han, hijo de Lu Shao, Rey de los Humanos..." lo llamó y en sus brazos Luhan tembló como tiembla una llama en una ventisca. Todos los ojos se posaron en ellos y cundió un silencio sofocante. "Estás en tierras en las que no eres bienvenido. La sal rehuye tu paso, las criaturas del mundo despreciamos tu nombre y el de tu especie. Tu alma es un alma buena y el más ciego de nuestros hermanos sería por igual capaz de verlo, mas ello no te absuelve de tus errores ni de los que cargas orgulloso con tu linaje. De pie."
Los hombres, que no habían dado ni un paso atrás, hicieron amago de forzarlo una vez más a moverse, pero Sehun, con los ojos tan rojos como el humano, con el corazón tan acelerado y la mente tan inundada de enojo y de miedo, los ahuyentó con un par de manotazos. Los guardias no se opusieron a que él mismo ayudara a Luhan a ponerse de pie. A la piltrafa que antes era un noble y que en esas aguas era peor que una rata, las piernas le fallaron dos veces, pero se abrazó del cuello del muchacho con tal fuerza que logró levantarlo. A su alrededor las miradas hablaban de lástima y de saña.
"Mira a nuestra gente." Ordenó aquel Gran Rey con corona, con un pico, con armadura. "Tu pueblo ha torturado a nuestros hijos, ha abusado de nuestras mujeres, ha esclavizado a nuestros hombres, ha humillado a nuestros dioses, ha pisoteado nuestros conocimientos, ha mofado nuestra sabiduría. Tu pueblo ha arrasado con hombre y tierra portando un estandarte de bondad. Tú y tu raza han edificado sus monumentos, leyendas y civilización en los huesos de la nuestra y lo has sabido, joven rey humano, sin haber hecho nada por detenerlo." Luhan lo miraba, quieto, con los ojos llenos de lágrimas y la boca de sangre, la cabeza gacha y el cuerpo lerdo. "Has protegido toda tu vida a tu prisionero, has amado a tu prisionero sin negarle su raza ni su historia y es por eso que hoy estás de pie frente a nosotros."
Por supuesto, porque nadie documentó en la emoción lo que sucedió aquella mañana, las palabras exactas no las sabe nadie, pero sabemos que el Rey de las Simas, al que se unieron en silencio algunos otros soberanos de las Islas que habían recién salido del bosque que llevaba a la Gran Meca, la oscura edificación frente a ellos, habló así:
Estás en nuestra tierra, tu vida es nuestro derecho tomar si fuese nuestra voluntad, pero hemos decidido dejarte vivir entre nosotros como el Heredero Robado vivió entre los tuyos. No entiendas la misericordia como perdón ni como el saldo de una deuda. Te concedemos vivir en nuestro recinto, pero ha de ser el resto de tu vida dedicada a los nuestros.
Aquí, tu sangre pura te convierte en nuestro más grande ofensor, en la esencia de nuestro exilio, la pena de los hijos que tenemos en el Continente. Aquí, ser un humano es el más bajo escalón de nuestro orden, en otro momento tu sangre pura te aseguraría la muerte... pero tu bondad y amor te han traído de la mano del último noble de los elfos blancos. Él que es motivo de tu redención, tiene desde hoy y para siempre, poder sobre ti. Estás al servicio de Sehun hasta el día que él decida liberarte, pero si lo hace, te tomará por esclavo alguien más. Su voluntad será tu voluntad y si lo desafías, serás castigado."
El humano, el único puro en todo el archipiélago, se quedó congelado escuchando el que sería su destino por el resto de sus días. El cuerpo de Sehun era todo el apoyo que tenía para escuchar que además iba a ser también su amo. Alrededor de su cintura sintió el brazo constrictor de la autoridad como nunca antes, en el pecho la opresión del subordinaje y le brotaron como sollozos de los labios.
Una larga y pálida mujer vestida de vaporosas sedas, adornada con cristalinas gotas de rocío, le habló con voz mucho más armoniosa pero con aún peor desdén. "Los jefes de todas las raza mágicas te envestimos de vida pero te maldecimos, joven rey ignorante. De hoy en más, si decides vivir, de tu boca nacerán cada día los crímenes contra nuestros pueblos de los que sabes que fue culpable tu reino y tendrás impedida la mentira. Tu lengua portará la hiel que nuestra gente ha debido beber por causa de los tuyos."
Alrededor de ellos, las voces de aquellos de acuerdo con las medidas tomadas por sus reyes y reinas se alzaron para demostrarlo con exclamaciones, con aplausos, con silbidos. Cada segundo que tenía que estar de pie, a Luhan le parecían un ciento. No podía detener las lágrimas de correr, el temor de anidarse en su pecho y cuanto más fuerte Sehun lo abrazaba, más salvaje era su deseo de huir.
"Si decides no aceptar el regalo que te hemos hecho, puedes tomar tu balsa y volver con tu propio viento y remo al reino que dejaste atrás, pero ningún mágico asistirá tu viaje y sin duda morirás. Tu planta no puede volver a caminar el Este o lo que has visto al pisar nuestro suelo, las muertes y los cuerpos de todos los que por ti y en tu nombre fueron sangre fría asesinados, será todo lo que tus pobres ciegos ojos puedan ver y tu nombre no podrás pronunciar a ningún otro humano, por el resto de tu vida."
Sin más fuerza para sostenerse, Luhan se arrodilló lentamente en la arena fresca y Sehun lo dejó desplomarse.
El joven elfo acarició su cabello y erguido una vez más, preguntó: "Con toda humildad, señores... Él es un Rey. Es el Rey más poderoso de todos, pero además es mi hermano... ¿yo cómo podría?"
Pero la larga mujer lo interrumpió alzando su mano blanca y huesuda. Su sonrisa era amable pero ninguno de ellos se confió, aunque mal hicieron pues era la Reina de las Fatas, o como el Continente las llamaba, las hadas y además, la primera aliada de Minseok en su plan de llevarlos allí por salvar sus vidas. "No aquí, su alteza. ¿De ser en realidad tu hermano, no habrías vivido tú en su palacio, no habrías tenido también un título y una esposa? ¿No habrían sido todas las gracias que él tuvo contigo, en realidad un derecho tuyo?"
Él se quedó muy quieto y aunque las caras risueñas de su clan y sus manos curiosas volvieron a extenderse hacia él, esta vez no encontró en ello alegría ni confort, encontró la impotencia que había alimentado cada uno de sus días. Luhan estaba a sus pies y él no lo quería allí, pero se había convertido en la única forma de vivir para ambos. Sentía sus manos flacas alrededor de una pierna y al mirar abajo, esperando encontrar al Principito, al Rey del Este, al Sol Nuevo fulguroso y , fue tal el impacto de verlo vuelto un débil saco de huesos, que los ojos se le llenaron de lágrimas también y se agachó una vez más para ayudarlo a levantarse.
"Sehun, tengo que aceptar." susurró Luhan en su oído y al haber escuchado la última palabra, supo que algo ahí había cambiado... había dejado de ser un rey y se había convertido en un niño indefenso y culpable de todo lo malo en el mundo. Le temblaron los labios y las lágrimas, los tobillos frágiles y el alma, pero una vez que comenzó a hablar, no pudo detenerse. Se soltó de su cuello y en sus dos piernas caminó dos pasos hasta el centro de atención de todos los que miraban curiosos y satisfechos.
“Pueblos mágicos, soy Luhan... fui el Rey del Este y les hablo en quizás la peor lengua de todas, pero es la única que sé porque fue la única que creí que tenía que saber. Sé que soy el hijo de hombres que por siglos echaron a sus casas y ancestros de sus tierras, soy hijo de verdugos y aunque yo no ordené la ejecución de ninguno de ustedes, sólo detuve la de uno..." con un gesto tímido, asustado, señaló a Sehun. "Y me he atrevido a venir hasta aquí sin pensar que no merecía asilo."
"No sé las historias que debo contar, porque menos que pocas llegaron a mis oídos durante el tiempo que estuve sentado al trono llenándome la barriga del producto del trabajo de otros como ustedes a los que no les presté un minuto de mi tiempo." A cada palabra que decía, mientras miraba a cada persona que no le respondía con una mueca, su voz se iba volviendo menos estable pero mucho más sonora. Para sí mismo, sonaba como un niño asustado y Luhan se odiaba por sentir que estaba hablando las palabras del que se excusa detrás de su idiotez, pero su pecho fluía y no podía, ni sentía tampoco deseos de tapujar la que conocía verdad.
"No sé las atrocidades que mis padres y sus padres cometieron porque soy, es verdad, ignorante... ¡Pero las escucharé y mi alma podrá soportarlo!" La Reina de las Fatas se acercó a él sonriendo y lo apuró a seguir hablando, lo tomó suavemente de los hombros y lo hizo darles la espalda a ella y al resto de los Reyes Mágicos, para encarar al pueblo. Asustado, Luhan se tomó una pausa y de frente a cientos de mágicos, de elfos, frente a Sehun, encontró voz y valor para seguir hablando a pesar de su miedo y del llanto que le entorpecía la lengua: "Porque... si él, a quien amo tanto, soportó saberse separado de una madre inocente, de un pueblo maravilloso, si él pudo leer de las masacres contra los mágicos y vivir exiliado de mi mundo y del suyo por ser un capricho de mi padre, por ser diferente, si aceptó mi matrimonio y mi reinado a pesar de lo que mi mundo le había hecho, si a pesar de todo esto, fue capaz de amarme, entonces yo puedo escuchar todo de lo que soy culpable y asumirlo... y contarlo cuantas veces tenga que hacerlo."
Un silencio denso se asentó en las bocas de todos y entonces Luhan recordó, de aquellos días de príncipe que parecían lejanos y ridículos como una mala broma, que su padre una vez le dijo que no hay perdón que se otorgue sin ser pedido y esta vez la memoria del viejo rey no le suscitó nostalgia, ni siquiera dolor, sólo rabia. Tomó un profundo respiro y dijo, mientras se ponía de rodillas: "Humildemente suplico su perdón... y con arrepentimiento, me inclino ante ustedes."
La gente alrededor de él no reaccionó enseguida, pero sus miradas se suavizaron y las madres dejaron a sus hijos acercarse a mirar. Ese arco iris de criaturas diferentes a él, habían dejado de castigarlo con odio y habían reconocido en su voz, en sus lágrimas y su sincera pena, que él no era el hombre que mataba niños ni esclavizaba esposas, él no era el que decretaba matanzas y callaba con su espada al viejo. En ese cuerpo flaco y gastado no cabía esa maldad. El pequeño hombre no era el origen de tan enorme mal, pero estaba dispuesto a cargar con la sentencia de todos los que antes de él fueron ignorantes y crueles. Aquella mañana en la playa de Ostro, los pueblos mágicos vieron que la Mixta no había mentido cuando puso en juego su propia cabeza jurando que Luhan les demostraría de qué estaba hecho.
El pueblo se arrodilló junto con él. Como una cascada, los elfos, los aldaboneros, las hadas, las sirenas, las ninfas, todos, uno a uno se fueron poniendo de rodillas frente a él hasta que el único de pie fue Sehun que al darse cuenta, se arrodilló con más emoción y alegría que ninguno, llorando con el gesto de un niño que se ha raspado las rodillas por trepar demasiado alto un árbol, con esa inocencia que no perdería jamás.
La Reina de las Fatas caminó hasta estar de pie entre ellos, igual que aquella noche triste había hecho la Mixta al prometer que encontraría una solución. Les acarició los cabellos y habló.
"No teman, hijos del Continente... el mundo injusto en el que ambos crecieron está por terminar... su pena y la nuestra está por llegar a un final." Luego, los llamó con un gesto a levantarse y con ellos lo hizo también el resto del pueblo. Su voz se alzó por encima de todas las cabezas, para que todos la escucharan y todos, hasta las aves en las copas de los árboles, atendieron. "¡Una revolución se está anunciando en el Continente. El hombre mágico va a recuperar su dignidad pronto y se los debemos a éstos dos que sin saber han hecho nacer una vez más la esperanza de los oprimidos. Estarán siempre en nuestras historias, en nuestra memoria y como pueblo, estaremos siempre agradecidos!"
Al alzar las manos, la algarabía y emoción que había embargado a los mágicos al ver a Sehun bajar del bote volvió como un estallido de color. Las palmas volvieron a batirse y las risas, los cantos, aunque en un principio ariscos, se volvieron a alzar por encima de todas las cabezas, como tregua, como la celebración que merecía el hermano que había vuelto de tan lejos. En medio de aquella fiesta que de poco en poco se volvía más ardorosa, la Reina de las Fatas se acercó a Luhan. Con su mano blanca cubrió su frente y susurró a su oído.
-¿Qué susurró?-
"Sé uno de nosotros a partir de hoy, Luhan, hijo de nadie."
Luhan lloró muchísimo aún después de que ella besara su mejilla y abrazado a su menuda forma, Sehun convertido en su amo contra su voluntad, qué modo de vivir una vida, lloró cuantimás. En medio de una fiesta, de un pueblo jubiloso que había recuperado a su Rey legítimo, se abrazaron con tal fuerza, que bien pudieron haberse roto los huesos. Allá atrás quedaba el mar y mucho, mucho después la vida que habían debido olvidar. Sólo se tenían a sí mismos en ese mundo nuevo y tan, tan diferente.
No era malo aquél lugar, al contrario, era hermoso, pero para quien ha vivido tanto tiempo envuelto en seda, por verde que sea, el césped es áspero y terrible. Durante el festejo de los mágicos, en el que vistieron a Sehun como un elfo blanco, con una túnica blanca y piedras preciosas, le ofrendaron joyas, cosechas, artefactos, metales, flores, animales y demás, Luhan permaneció a su lado, justo detrás de su hombro. Luego de escuchar los cantos y conjuros de todas las tribus, las noticias que venían del Continente sobre la huída del Rey y el Heredero Robado -que fueron recibidas con vítores por la población de Ostro y los que habían andado hasta la península para conocer al Rey Blanco-, de aprender algunas palabras nuevas y costumbres de su gente, Sehun suplicó a los demás Reyes de las Islas que los llevaran a descansar. Así, dos que tres mujeres blancas a él lo condujeron a un templo mediano donde habían preparado baños, comidas y otras lisonjas para él y a Luhan lo dejaron de pie en la puerta.
Allí conoció la naturaleza de su maldición. Cerró los ojos y le contó a los árboles el cuento que te estoy contando ahora, aunque mucho más breve. No podía callarse, no podía omitir ningún detalle y aunque intentara decir las cosas con más suavidad, en el fondo sabía cómo debían ser dichas y conocía mientras hablaba, la gravedad del cuento. Las palabras le escocían la boca pero no podía dejar de decirlas, evitar que siguieran rodando por su lengua y las ninfas en los troncos lo miraban con horror, con ofensa, pero él, llorando una vez más, les pedía perdón y les contaba todas las atrocidades por las que el joven Rey Blanco había tenido que pasar. Al terminar su cuento, se sentó en el suelo y ellas le hicieron nudos en el cabello, a modo de agradecimiento y para sosegar su llanto.
Con el tiempo, Luhan aprendería a contar los cuentos y a convertirlos en hermosas historias, aprendería a no temer a su lengua ni a los ojos encolerizados de quienes lo escuchaban. De vez en vez, encontró alguien que mostró piedad por él y que le dio abrigo, pero otras veces encontró a quienes explotaron su maldición preguntándole sórdidos detalles, tortuosamente específicos. Hubo quienes le pegaron puntapiés en la calle, quienes le escupieron en la cara, quienes le tiraron tierra o comida mientras hablaba... pero de entre esos que fueron crueles, surgieron poco a poco y creciendo, quienes encontraron arrepentimiento en su voz y respeto en su mirada, hubo quienes lo trataron como igual y lo invitaron a sus hogares, a conocer sus costumbres, a redimir sus errores.
Sehun fue tan infeliz como Luhan en un principio porque él no sabía ser un Rey y nunca lo había querido, pero el pueblo era amable con él y en cada esquina había alguien dispuesto a ayudarlo, a guiarlo. A los pocos meses se sentía en casa, había recuperado su vista mágica, conocía el instinto que lo hacía uno con la selva, la sabiduría de las aves, la comunión con el viento. Aprendió a sanar, a purificar, a bendecir a su pueblo y sus cosechas, sus rituales, sus edificios, sus cuentos e historias. Como hilvanando su vida de vuelta a la raíz, aprendió junto con los niños a ser un elfo y a vivir como su sangre siempre se lo había pedido.
Cuando tuvo el respeto de Ostro y pudo empezar a decidir, consiguió que hicieran ropa casi tan hermosa como la propia a su esclavo, que el resto de sus sirvientes le adornara también el cabello, lo vistió con muchísimas de sus joyas, le hizo comer de los mismos banquetes que él y al cabo de unos años, era Luhan el esclavo más hermoso y más querido de la península. Tenía las mejillas gordas y las piernas fuertes, el agrado de niños y mujeres de todos tamaños y colores, el apadrinaje de la Reina de las Fatas y de vez en vez, noticias de cómo estaba la que era aún su esposa. Encontró en esa vida modesta y al servicio de quienes fueron los cimientos de su poderoso y tiránico reino, una felicidad sólida sin olvidar ni un día contar a un ave, a un hombre, a un viajero, a una anciana, a un grupo de niños, a su amo, las cosas terribles que su raza había hecho y sin olvidar ni un día escuchar lo que alguien más tuviera que contarle.
-¿Y allá, qué pasó?-
En el Continente, le contaron, después de que la huida del Rey causara estruendo en todo pueblo y ciudad, Minseok mandó llamar al ejército entero. A los soldados humanos que, sin saber que aquello era una prueba, se atrevieron a pronunciarse a favor de las criaturas mágicas, los convirtió en generales, fusiló al resto. Jubiló por la fuerza de un ejército nuevo a los viejos concejales y llamó a las once liderezas mágicas de todos los confines del Continente para hacerlas su Concejo.
La Mixta pronto se alzó con un hijo mestizo en brazos, sano como un potro salvaje, como el estandarte de un movimiento en contra de las castas raciales. De todos los rincones y huecos, los pueblos mestizos y mágicos salieron a la luz a proteger su reinado y su vida con gritos y sangre en lucha contra la reticencia humana que hizo todo en su poder por juzgarla y destronarla, pero no lo consiguió.
Proclamó su reino uno de igualdad y juró ante su pueblo ofendido y embravecido por igual, que si llegaba a saber de hombre o mujer que practicara la discriminación contra mágico, humano o mestizo por igual, ella misma lo degollaría. Cumplió su palabra y se llenó las manos de sangre de tal modo blandiendo la Espada del Sol que su palabra no se puso nunca más en entredicho y el hijo de ella y del Rey esclavo, el joven Príncipe del Sol y la Luna, de los Mares del Continente, el Hijo de todas las Criaturas, crece aún para, cuando sea su turno de portar la Corona, convertirse en el símbolo de un reino de paz, sin derramamiento de sangre, sin prejuicios ni injusticias.
Bien, bien lejos de allí, el Príncipe de Oh y el Rey del Este, convertidos en rey y peón, se quedaron del otro lado del mar, en ese asentamiento de las Fatas donde todavía, dicen por ahí, están juntos y se dedican a cultivar canas.
Así termina el cuento de la desaparición del Rey del Este, el cuento del Prisionero del Sol y que, sabemos bien, no es un cuento en realidad, pues la sal nos endurece las ropas y la magia me gobierna la lengua... mas es esta una historia que, aunque haría bien a los de mi raza saber de pies a cabeza, con todo el detalle de mis ojos y labios, es sólo para ti, amor mío.
Ahora que he terminado, deja que te cante una canción o que te peine los cabellos como hacía antes. ¿Recuerdas cómo aprendí a colocarte florecillas en el pelo cuando tenía ocho y tú no tenías ni un raspón en las rodillas, recuerdas que el primero que te hiciste fue culpa mía por mandarte por moras de un árbol que yo temía escalar cuando eras un renacuajo? Venimos de muy lejos, tan lejos que más parece un sueño que una vida... ven entre mis brazos a que el latido de mi corazón te arrulle... deja que sea él el que te cuente el resto de esta historia que es cierta más allá de lo que mi voz es capaz de narrar.
-Me dice que sabes que te perdoné hace mucho, que nunca te tuve rencor y que para mí siempre vas a ser el Rey, mi Sol Nuevo...-
-Tiene razón, sí que lo sé.-
-¿Qué me contarás mañana?-
-Los nombres de todas estrellas, mi cielo.-
F I N
En memoria y crítica a la discriminación, opresión y exterminio del que los pueblos indígenas de color de todo el mundo han sido y son aún víctimas.