Las verdaderas ataduras son las que uno escoge, las que se busca y se pone uno solo, pudiendo no tenerlas..
A los pocos días se encontró con Eloy en la carretera. Estaba muy guapo y muy mayor. otras veces también le había visto, pero siempre deprise, y apenas se saludaban un momento. Esta vez, la paró y le dijo que quiería hablar con ella.
-Pues habla.
-No, ahora no. Tengo prisa.
-Y cuándo?
-Esta tarde, a las seis, en Ervedelo. Trabajo allí cerca.
Nunca le había dado nadie una cita, y era rarísimo que se la diera Eloy. Por la tarde, cuando salió de casa, le parecía por primera vez en su vida que tenía que ocultarse. Salió por la puerta de atrás, a su padre, que estaba en la huerta, le dio miles de explicaciones de las ganas que le habían entrado de dar un paseo. También le molestó encontrarse, en la falda del monte, con el abuelo Santiago, que era ahora quien guardaba la única vaca vieja que vivía, Pintera. No sabía si pararse con él o no, pero por fin se detuvo porque le pareció que la había visto. pero estaba medio dormido y se sobresaltó:
-Hija, qué hora es? Ya es de noche? Nos vamos?
-No, abuelo. No ves que es de día? Subo un rato al monte.
-Vas a tardar mucho? -le preguntó él-. Es que estoy medio malo.
Levantaba ansiosamente hacia ella los ojos temblones.
-No, subo sólo un rato. Qué te pasa?
-Nada, lo de siempre: el nudo aquí. Te espero entonces?
-Sí, espérame y volveremos juntos.
-Vendrás antes de que se ponga el sol?
-Sí, claro.
-Por el amor de Dios, no tardes, Adelaida. Ya sabes que en cuanto se va el sol, me entran los miedos.
-No tardo, no. No tardo.
Pero no estaba en lo que decía. Se adentró en el pinar con el corazón palpitante, y, sin querer, echó a andar más despacio. Le gustaba sentir crujir las agujas de pino caídos en el sol y en la sombra, formando una cstra de briznas tostadas. Se imaginaba, sin saber por qué, que lo primero que iba a hacer Eloy era cogerle una mano y decirle que la quiería; tal vez incluso a besarla. Y ella, qué podría hacer si ocurría algo semejante? Sería capaz de decir siquiera una palabra?
Pero Eloy sólo pretendía darle la noticia de su próximo viaje a América. Por fin sus parientes le habían reclamado, y estaba empezando a arreglar todos los papeles.
-Te lo cuento, como te prometí cuando éramos pequeños. Por lo amigos que éramos entonces, y porque me animaste mucho. Ahora y ate importará menos.
-No, no me importa menos. También somos amigos ahora. Me alegro de que se te haya arreglado. Me alegro mucho.
Pero tenía que esforzarse para hablar. SEntía una especia de decepción, como si este viaje fuera diferente de aquel irreal y legendario, que ella haía imaginado para su amigo en esta cumbre del monte, sin llegarse a creer que de verdad lo haría.
-Y tendrás trabajo allí?
-Sí, creo que me han buscado uno. De camarero. Están en Buenos Aires y mi tío ha abierto un bar.
-Pero tú de camarero no has trabajado nunca. Te gusta?
-Me gusta irme de aquí. ya veremos. luego haré otras cosas. Se puede hacer de todo.
-Entonces, estás contento de irte?
-Contento, contento. No te lo puedo ni explicar. Ahora ya se lo puedo decir a todos. Tengo junto bastante dinero, y si mis padres no quieren, me voy igual.
Le brillaban los ojos de alegría, tenía la voz segura. Alina estaba triste, y no sabía explicarse por qué. Luego bajaron un poco y subieron a otro monte de la izquierda, desde el cual se veían las canteras donde Eloy había estado trabajando todo aquel tiempo. Sonaban de vez en cuando los barrenos que atronaban el valle, y los golpes de los obreros abriendo las masas de granito, tallándolas en rectángulos lisos, grandes y blancos. Eloy aquella tarde había perdido el trabajo por venir a hablar con Alina y dijo que le daba igual, porque ya se pensaba despedir. Se veían muy pequeños los hombres que trabajaban, y Eloy los miraba con curiosidad y atención, desde lo alto, como si nunca hubieran sido sus compañeros.
-Me marcho, me marcho -repetía.
Atardeció sobre Orense. Los dos vieron caer la sombra encima de los tejados de la ciudad, cegar al río. Al edificio del Instituto le dio un poco de sol en los cristales hasta lo último. Alina lo localizó y se lo enseñó a Eloy, que no sabía dónde estaba. Tuvo que acercar mucho su cara a la de él.
-Mira; allí. Allí...
Hablaron de Instituto y de las notas de Alina.
-El señorito del Pazo dice que eres muy lista, que vas a hacer carrera.
-Bueno, todavía no sé.
-Te pone por las nubes.
-Si casi no lo conozco. ¿Tú cúando le has visto?
-Lo veo en la taberna. Hermos jugado a las cartas. Hasta pensé: A lo mejor quiere a Alina.
La miaraba. Ella se puso colorada.
-Qué tontería! Sólo le he visto una vez. Y además, Eloy, tengo quince años. Parece mentira que digas eso.
Tenía ganas de llorar.
-Ta se es una mujer con quince años --dijo él alegremente, pero sin la menor turbación--. ¿O no? Tú sabrás.
-Sí, bueno, pero...
-¿Pero qué?
-Nada.
-Tienes razón, mujer. Tiempo hay, tiempo hay.
Y Eloy se rió. Parecía de veinte años o mayor, aunque sólo le llevaba dos a ella. Estará harto de tener novias, pensó Alina. Me quiere hacer rabiar.
Bajaron en silencio por un camino que daba algo de vuelta. ERa violento tenerse que agarrar alguna vez de la mano, en los trozos difíciles. Ya había estrellas. De pronto Alina se acordó del abuelo y de lo que le había prometido de no tardar, y se le encogió el corazón.
-Vamos a cortar por aquí. Vamos deprisa. Me está esperando.
-Bueno, que espere.
-No puede esperar. Le da miedo. Vamos, oye. De verdad.
Corrían. Salieron a un camino ya oscuro y pasaron por delante de la casa abandonada, que había sido del cura en otro tiempo y luego se la vendió a unos señores que casi no venían nunca. La llamaban la casa del camino y ninguna otra casa le estaba cerca. A la puerta, y por el balcón de madera carcomida, subía una enredadera de pasionarias, extrañas flores como de carne pintarrajeada, de mueca grotesca y mortecina, que parecían rostros de payasa vieja. A Alina, que no tenía miedo de nada, le daban miedo estas flores, y nunca las había visto en otro sitio. Eloy se paró y arrancó una.
-Toma.
-¿Que tome yo? ¿Por qué? --se sobrecogió ella sin coger la flor que le alargaba su amigo.
-Por nada, hija. Porque me voy; un regalo. Me miras de una manera rara, como con miedo. ¿Por qué me miras así?
-No; no la quiero. Es que no me gustan, me dan grima.
-Bueno --dijo Eloy. Y la tiró--. Pero no escapes.
Corrían otra vez.
-Es por el abuelo. Tengo miedo por él --decía Alina, casi llorando, descansada de tener un pretexto para justificar su emoción de toda la tarde--. Quédate atrás tú, si quieres.
-Pero ¿qué le va a pasar al abuelo? ¿Qué le puede pasar?
-No sé. Algo. Tengo ganas de llegar a verle.
-¿Prefieres que me quede o que vaya contigo?
-No. Mejor ven conmigo. Ven tú también.
-Pues no corras así.
Le distinguieron desde lejos, inmóvil, apoyado en el tronco de un nogal, junto a la vaca, que estaba echada en el suelo.
-¿Ves como está allí? --dijo Eloy.
Alina empezó a llamarle, a medida que se acercaba:
-Que ya vengo, abuelo. Que ya estoy aquí. No te asustes. Somos nosotros. Eloy y yo.
Pero él no gemía, como otras veces, no se incorporaba. Cuando entraron agitadamente en el prado, vieron que se había quedado muerto, con los ojos abiertos, impasibles. Las sombras se tendían pacíficamente delante de ellos, caían como un telón, anegaban el campo y la aldea.