No podía dejarlo pasar. M2, después de que Ángel deje SLQH. Y por supuesto, su actuación
aquí.
PG-13 (Sí, hola, he vuelto :D)
No le ofreció la luna, le dijo solo: “quédate conmigo. No hay fortuna que valga el corazón que te daré”. Ella dudó un momento y luego contestó que sí, “pero sin juramentos que no vas a saber después cumplir. Y si de verdad me amas no habrá casorio ¿para que? Con dos en una cama sobran testigos, cura y juez”
Le regaló un anillo de quita y pon, que unen sin atar, y levantó un castillo de arena fina junto al mar…
¿Cómo haré? que al final los cuentos que yo cuento acaban tan mal...
Ángel no sabe por qué hace esas cosas. La mayoría del tiempo es un tío cabal, que sabe donde está la frontera entre la gracia y el ridículo. Que sabe elegir lo que es adecuado en cada momento. Ángel sabe que es tan accesible a los demás como una ostra cerrada a presión, por eso no se explica cómo coño ha acabado diciéndole a Pancho que sí, que vale, que quizá salga a cantar con él y el resto de la banda sabinera una canción delante de un montón de personas que le miran desde sus mesas redondas.
Cantar delante de gente que no le conoce de nada es la peor manera de exponerse que se le ocurre.
Y, a ver, tampoco es que cante como Patricia, pero no se considera un tenor. Y bueno, Sabina es mucho Sabina. Aunque la canción que ha elegido se la sabe de memoria, pero claro, una cosa es cantarla en la ducha y otra muy distinta es estar allí parado, esperando a que un técnico le ajuste el micrófono para que quede a su altura, abochornado y acojonado. Se guarda las manos en los bolsillos para que no le tiemblen.
Parece mentira que después de casi diez años haya vuelto a ser ese chavalín escuchimizado de rizos que se plantaba frente al público con un micro y un jersey tres tallas más grande.
Pancho se deshace en elogios hacia él, lo cual no le ayuda nada a relajarse. La música comienza a sonar cuando él está en medio de un gesto que claramente significa “tengo los cojones de cobarta”.
Ni siquiera recuerda cómo empieza. De hecho a él ni siquiera le gustaba Sabina hasta que el idiota de Dani le despertaba por las mañanas cantando a voz en grito en la ducha, cuando vivían juntos en La Latina. Recuerda que hacía gorgoritos con el agua mientras berreaba, creyendo ingenuamente que el sonido de la ducha ahogaría su voz.
No le ofreció la luna, le dijo sólo “quédate conmigo”
Pensar en Dani desafinando como un campeón le da ánimos. Dani es como una especie de comodín que le ayuda a relativizar. Ángel carraspea y comienza a cantar. Oye aplausos sorprendidos. Él prefiere mirar a los lados para que le cieguen los focos y así evitar averiguar si el público le perdona la vida por destrozar a su ídolo o no.
Es sábado y Malasaña tiene garitos llenos de recovecos en penumbra y luces negras que hacen que la ropa blanca desprenda un brillo fluorescente y todo adquiera un enigmático tono submarino. Los tacones morados, las gafas de pasta y los cristales ámbar de los botellines de cerveza aparecen y desaparecen entre la gente, el barullo de la música y los trozos de conversaciones perdidas.
Ángel lleva una camiseta blanca, así que reluce bajo esa luz como un hallazgo extraordinario. Acerca los labios a la botella pero no se la llega a beber, teniéndola en vilo de acá para allá, moviendo las manos mientras habla.
-No sé por qué cojones todo el mundo tiene que opinar sobre si hago bien o no en marcharme del programa. Es cosa mía, ¿no?
Dani estira un brazo sobre el respaldo del asiento, que es de cuero rojo, y descubre un cargamento de chicles pegados a la parte de atrás del mismo.
-Digo yo, si no me apetece seguir, tengo todo el derecho del mundo a largarme. Y si además puedo hacerlo, pues ya está. Cuando cualquier otra persona deja su trabajo nadie le dice nada.
Dani se encoge de hombros y contempla cómo Ángel se decide a darle un trago a la cerveza.
-Pues claro, pero ya sabes. Es lo que toca. Somos los tontos de la tele, nos exponemos.
Ángel se le queda mirando.
-Yo lo entiendo, en cierto modo. Te vas y no avisas de cuándo vuelves, ni siquiera de si volverás. Has estado un porrón de años ahí en la pantalla, todos los días a la misma hora, y de pronto, ya no. A la gente no le gustan los cambios. -Dani se pasa la mano por la nuca, consiguiendo que su pelo quedase más desbaratado incluso. Luego sonríe con los colmillos-. Es normal que se disgusten. Yo, por lo menos, sé que te voy a seguir teniendo.
Ángel levanta una ceja. Su camiseta despide un resplandor sobrenatural. Tiene barba de un par de días, y relaja los hombros, dejando escapar el aire que lleva reteniendo un rato sin darse cuenta.
-Claro, idiota.
Y se recuesta él también en el sofá, inclinándose ínfimamente a la izquierda, quedando milímetros más cerca del hombro de Dani.
-Tengo un chiste nuevo -anuncia él con su sonrisa de “me hago tanta gracia que lo vas a flipar”.
-Miedo me das -repone Ángel.
Dani se aclara la garganta, todo teatral, e inquiere:
-¿Sabes por qué dicen que los judíos tienen el pene pequeño?
Él finge meditar. Dani mantiene la sonrisa abierta, deseando poder rematar la frase final.
-Por favor. Sorpréndeme.
Él parece erguirse de anticipación.
-Porque tienen rabino.
Y se echa a reír curvándose a la derecha, escondiendo la risa en el puño cerrado. Ángel medita unos segundos, sopesando si el chiste le hace gracia o le hace daño de puro malo que es. Al final se ríe también, un poco por lealtad hacia Dani, un poco porque la palabra rabino sí que es graciosa.
Cuando salen del bar y callejean a duras penas por las aceras de piedra de Malasaña, sabe que los demás les están mirando y no podría sudársela más. De todos modos, el que Dani le haya rodeado la cintura con los brazos con cualquier excusa tonta, como que están borrachos, no significa que los demás puedan mirarles así, raro, como si supiesen algo que ellos no saben. Todo el mundo sabe que el alcohol permite este tipo de cosas, abrazarte a tu mejor amigo, sobarte medio en broma, intentar caminar a tropezones calle abajo o comprarle espadas láser de plástico rosa a un chino. Aunque no hayas bebido tanto, después de todo.
De todas formas a Ángel le da lo mismo si la gente que se cruzan les mira o no. Ángel se limita a no cambiar ni un ápice su posición, caminando medio enredados con las manos de Dani en la hebilla de su cinturón, y deja que le guíe hasta un portal que huele sospechosamente. Él no para de sacudir los hombros mientras se ríe por algo que no recuerda muy bien qué es.
-¿Por qué nos paramos aquí? -dice Ángel-. Huele mal, tío.
-Tengo que mear -repone Dani.
-Eso dijeron las últimas veinte personas que pararon en este portal.
Ángel apoya la espalda contra la puerta de madera raspada. Tiene el sabor caliente del alcohol en el fondo del paladar. Dani suspira y junta su frente con la suya, sonriente, en lo que podría ser una escena incómoda pero no lo es.
No lo es porque son Ángel y Dani, y se conocen el uno al otro más que a nadie en el mundo y son casi uno, con esas ideas tan similares que se les ocurren a los dos, como si tuviesen conversaciones telepáticas. Son Dani y Ángel, así que no es insólito todo el toqueteo y los empujones y compartir el mismo espacio vital, porque es algo que hacen siempre y forma parte de su actitud normal.
-Dani, tío, siempre tan sobón -dice Ángel poco convencido cuando unas chicas pasan junto a ellos y les miran de reojo, entre risitas. El aliento de Dani le acaricia los labios-. No sabes calcular las distancias.
Seguramente si sus demás amigos se comportasen como lo hace Dani, Ángel no lo permitiría. Se agobiaría, se alejaría para recuperar un cerco de seguridad y pondría centinelas armados a su alrededor para evitar sentirse atacado. Todo muy bonito, pero sin tocar.
Sin embargo, el contacto con Dani es inconsciente, necesario. Dani necesita tocarle como para asegurarse de que sigue allí. Y Ángel siempre, siempre sigue allí, a un lado o a otro, quizá algo apartado pero ahí, en las proximidades de Dani por si a él se le ocurre ponerle la mano en el hombro o en el brazo mientras cuenta una anécdota o hace un chiste a su costa. El trato con Dani es siempre físico y casual, algo a lo que Ángel se ha ido acostumbrando y lo incorpora a su rutina automáticamente, como el respirar o el tragar saliva.
-¿Sabes de qué me estaba acordando? -dice Dani, mirándole fijamente y minimizando el espacio entre ambos.
-¿De qué?
Él se queda en silencio unos segundos y parece brillar algo de cordura en su borrachera. Se aparta, carraspea y le da la espalda para mear en la esquina del portal.
-En las noches en que salíamos por La Latina, cuando llegamos a Madrid.
Ángel tiene la lengua de trapo. Se aparta de Dani y aguarda a que termine con las manos en los bolsillos. Hace frío.
-Ya -responde, aunque no está seguro de que Dani le esté oyendo-. Yo también me acuerdo.
La Latina y los sudores fríos y los jerseys demasiado grandes. Los colchones en el suelo, el chóped y ellos dos contra la ciudad.
Dani embiste a Ángel por sorpresa, empujándole, agarrándole de la cintura de nuevo y tratando de levantarle en vilo, riendo con ganas de juego. Echan ambos a correr calle abajo sin saber muy bien por qué, persiguiéndose, mareados y eternos.
Antes de darse cuenta han llegado a Cibeles y Ángel se ha sentado en la parada del autobús para recuperar el aliento. Dani está incandescente, lleno de energía, como si hubiese decidido que esa noche no se va a acabar nunca.
-Ángel, nene -él levanta la cabeza. Hace años que no le llama así-. Tú sabes aquello de que si quieres que un hombre haga algo sólo tienes que decir “no hay huevos”, ¿verdad?
Él se prepara.
-Qué planeas.
Dani vuelve a sonreír, felino. Señala a la Cibeles, que se yergue a sus espaldas entre los leones y los saltos de agua, iluminada con reflejos verdes de madrugada.
-No hay huevos.
Dani busca a Ángel y él se deja encontrar, lo cual es mucho más de lo que permite a todas las demás personas.
No puede dudar ante algo así. No con Dani. No esa noche de sábado que es la última que va a pasar antes de dejar el programa. Antes de dejar de ver a Dani todos los días en el trabajo. Antes de saber si lo que está haciendo es la mayor cagada de su vida o lo que le va a hacer libre.
Corren los dos entre eventuales taxis que les tocan el claxon, se quitan las zapatillas cuando llegan al primer cerco de hierba y se agarran el uno al otro del abrigo para intentar llegar primero. Se resbalan, saltan, gritan, y acaban chapoteando en la fuente de la Cibeles, salpicándose el uno al otro, helándose hasta los huesos, sujetándose y besándose casi sin querer. Un beso húmedo y rasposo y casi amargo.
Porque eso que tuvieron una vez paró y no volvieron a hablar de ello, pero ninguno quiere admitir en voz alta que quizá no tendrían que haber parado nunca.
Cuando Ángel se despierta y se encuentra en su cama, no es una mañana de domingo idílica, de esas de las películas para chicas, en las que todo es blanco y reluciente, las sábanas son suaves y huelen bien y el chico al que te has follado la noche anterior está perfectamente guapo. Cuando Ángel se despierta tiene resaca, las sábanas están arrugadas y huelen a sudor, hace calor en la habitación, la luz es gris y le duelen todos los músculos del cuerpo. Eso sí, Dani está guapo. Está tan guapo que es indecente.
Y ¿sabes lo que está, además de guapo? Casado. Dani. Está. Casado.
Ahí es cuando Ángel se siente la mierda más grande del universo.
Dani se incorpora, confuso, frotándose la cara con las manos. Estirando los brazos y haciendo crujir sus vértebras. Suspira el suspiro más largo que Ángel le ha oído nunca.
-Vaya movida -dice cuando por fin recupera aire, y lo dice con una voz tan ronca y bajita e íntima que a Ángel se le ha roto algo dentro.
-Sí -responde él. Sí, somos los idiotas más grandes del universo-. Ya -añade. Ya, ya sé que somos basura.
Dani tose. Encima han cogido un resfriado por bañarse en la Cibeles en pleno Enero.
-Joder -sentencia. Tuerce el gesto, se coge las manos. Ángel quiere volver atrás en el tiempo. Quiere encontrar al Ángel hundido hasta la cintura en la Cibeles y darle dos hostias bien dadas antes de que pueda besar a su mejor amigo.
Quiere encontrar al Dani que le dijo “me caso” y darle el mejor beso de su vida para convencerle de que no lo haga.
Supone que podía haber sido una cuestión de elegir el momento adecuado.
-Somos lo peor -dice Ángel. Soy lo peor por querer verte más veces despertándote en mi cama.
Dani podría recoger su ropa y marcharse. Alegar amnesia. Ignorar lo que ha pasado hasta que se crea de verdad que no ha pasado. Parece la opción más cómoda. En lugar de eso Dani se queda allí, sudado y culpable y sin saber qué hacer con todas esas cosas que creía que ya no iban a pasar con Ángel. Se queda allí y le mira y dice:
-¿Ahora qué?
Cuando termina de cantar y la gente aplaude, Ángel piensa que no ha sido tan malo. De hecho, se lo ha pasado bastante bien. Pero tampoco piensa quedarse allí toda la noche, así que se apresura a abrazar brevemente a Pancho, que vuelve a vitorearle, y desaparece tras las cortinas del fondo del escenario.
Ya es la tercera vez que asiste a la noche sabinera de Pancho y compañía, y siempre elige la misma canción. La siente fácil, gamberra y tiene un punto de resignación amarga. Para él no es terreno desconocido.
Un brazo le tiende una botella de agua. Él acepta, y cuando se gira para agradecérselo, el brazo resulta ser Dani.
El mismo Dani al que se tiró el sábado y que está casado y con el que se ha jurado aplicar la ley de la amnesia absoluta.
-Qué bien cantas, jodío -dice.
Él bebe por no besarle.
-Gracias -sonríe al final.
-Ya hace un tiempo que no te veía -le recrimina sin maldad, quitándole la botella y bebiendo él también. A su lado pasa una productora presurosa y se quedan solos en el estrecho pasillo que lleva del backstage a los baños.
-Ya, perdona. ¿Qué tal están todos?
-Mirando a ver con qué rellenan tu sección -repone él-. Bien. Todo bien.
Ángel le mira. Dani sonríe, pero de otra manera. Ese “todo bien” no suena tan bien como debería.
-¿Qué tal estás tú? No me avisaste de que ibas a venir.
Él tamborilea con los dedos sobre sus muslos y mete las manos en los bolsillos del vaquero.
-Bueno -dice.
-¿Bueno? -repite él. Si Dani no dice “de puta madre” es que algo marcha mal.
Él mira a las esquinas del techo.
-No pensaba venir pero... ha surgido algo.
Ángel frunce el ceño.
-¿Qué pasa?
Dani resopla. Se decide a mirarle y lo hace como si fuese un niño que acaba de romper toda la vajilla de porcelana de su madre.
-No te lo vas a creer -dice-. Y tienes derecho a descojonarte de mí o a mandarme a la mierda o lo que sea.
A Ángel le parece que en lugar de agua acaba de beber lija.
-Sé que no hablamos de esto... -continúa Dani, pero se calla de pronto-. Joder, tío, si me miras así, no voy a poder terminar de decirlo. Y llevo ensayándolo todo el viaje en metro. La gente me empezaba a mirar mal cuando me veían hablando solo.
Ángel no se mueve.
-No sé mirarte de otra manera.
Dani se muerde el labio. Luego niega con la cabeza.
-Sé que no hablamos de esto, pero voy a acabar como una puta cabra si no te digo que desde lo del sábado... qué cojones, viene de antes, pero bueno. Desde el sábado nunca había tenido tantas ganas de...
Le vuelve a mirar. Arruga la frente, luchando consigo mismo.
- ...¿venir a verme cantar? -prueba Ángel, esperanzado porque no sea eso.
Dani niega y retoma.
-Dani, por favor, no lo hagas -suplica él.
Si lo haces me voy a lanzar hacia ti y no te voy a poder soltar.
Por fortuna Dani no le hace caso.
-Desde el sábado nunca había tenido tantas ganas de besarte.
Ángel no sabe por qué hace esas cosas.
-Todo el tiempo. Y te juro que me estás matando por dentro.
Pero quizá es porque Dani le cambia. Porque Dani consigue abrir la ostra hermética que es Ángel normalmente, colarse de forma invasiva e hiperactiva y hacerle sentir cómodo.
-Y he dejado a Elena -continúa Dani con la voz áspera-. No sé si he hecho bien ni qué va a pasar ahora pero... -tiene las manos un poco levantadas, como si le estuviera ofreciendo algo invisible-. Ángel, quiero que te quedes conmigo.
Ángel no sabe por qué hace esas cosas y sobre todo, no sabe en qué momento empezó a querer a su mejor amigo de esta forma masoquista y kamikaze, pero siente que lo único que puede hacer en ese momento es besarle. Le besa con todas sus ganas, con todas sus fuerzas, apretándole contra la pared y tocándole el pecho, los brazos, la cintura. Como diciendo aquí. Aquí, Dani, estoy aquí.
Dani murmura contra su boca, le agarra la nuca, se separa unos milímetros y dice.
-Quédate. Conmigo.
Y Ángel dice:
-Sí.
Dice:
-Sí, Dani.
Y se le ocurren miles de cosas más que decirle aparte de ese simple sí, pero todo con Dani siempre acaba siendo fácil, así que Ángel decide esperar. Quedarse con él y tenerse el uno al otro y probar todas esas cosas que les quedaron por hacer en su momento. Para ver hacia dónde les llevan. Para descubrir de qué maneras distintas pueden decirse que se quieren. Para intentar hacerlo bien de una vez, cueste lo que cueste, acabe como acabe.