El abuelo

Jun 13, 2017 02:15

Hola.

He vuelto para contaros una historia personal.


Durante sus últimos años el abuelo dejaba escurrirse las horas, gota a gota, como un aceite espeso y caliente que no se acababa nunca. Los últimos meses pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, en parte por la medicación, en parte seguramente por una extraordinaria fuerza de voluntad.

No me extraña; supongo que en sueños las piernas volvían a soportar su peso, y podía caminar a zancadas seguras, y correr, e ir a tomarse una cervecita todos los mediodías con sus amigos al bar. En sueños podía bailar con la abuela, porque en sueños todavía estaba viva; podía hacerla reír con sus chistes malos, y meterle patatas en las zapatillas de andar por casa el Día de los Inocentes; y en sueños podía hacer el amor con ella, y quién sabe si con otras mujeres de risa vivaracha y ojos llenos de juventud.

La medicación también le hacía alucinar. Una noche se alteró mucho porque fue atacado por unos soldados fantasmas que hasta entonces sólo habían sido oscuros recuerdos de la guerra, y llamó a gritos a su cuidadora por su nombre, y seguramente en ese momento de pavor volvió a tener sensibilidad en la mano que aquella granada que estalló antes de tiempo le dejó medio mutilada. Era curiosa esa mano, con los tres últimos dedos suaves y redondos, sin uñas, pero con una habilidad impresionante para hurgar en las tripas de los mecanismos y arreglar algunas máquinas y construir otras maravillosas.

En otra ocasión, entre las nieblas de la medicación y los sueños, nos alertó de que había un gato correteando por la casa y que era mejor que lo atrapáramos. Y otra se quedó muy sorprendido de que una sandía entera hubiese caído de la mesa y hubiese desparramado toda su carne roja por el suelo, y que los demás estuviesen ahí parados como si no lo vieran.

Nunca olvidaré la sonrisa esquiva del abuelo, luminosa como la de un niño, que salía en las contadas ocasiones en las que no estaba discretamente apartado en un rincón, viajando en un mundo interior al que accedía sin necesidad de medicación, cuando estaba completamente sano. Y cómo escuchaba en silencio a su alrededor hasta que decidía acercarse, como una criatura mágica, y te contaba en voz bajita y por enésima vez el chiste del niño y la tortilla de patatas. Y por enésima vez él sonreía con alegría de eterna juventud, y tú no podías hacer otra cosa que no fuera contagiarte; aunque pensaras en tu fuero interno, con el egoísmo que da la niñez, que ese chiste no tenía ninguna gracia.

Nunca olvidaré el día en que, ya sumido en la enfermedad de la soledad infinita, volvió esa alegría por un segundo a su cara. Fue cuando mi hermana llevó a su casa a su bulldog francés, y éste se encaramó al brazo del sillón orejero, curioso por saber qué era ese humano que olía a tiempo y a arrugas. Y el abuelo le dijo “hola” como si saludase a un viejo amigo, y le acarició torpemente la cabeza con la mano de la granada.

Mi abuelo era un artista escondido. Mi abuelo pintaba cuadros llenos de verde y de luz, cuadros en los que aparecía el pueblo que veía desde esa cuesta, desde esa ventana o desde el otro lado de ese río. Mi abuelo era un ingeniero sin educar. Fabricó una radio a galena a partir de una bobina de cobre y una plancha de madera. Mi abuelo arreglaba e inventaba cosas.

Mi abuelo pintó hasta que le temblaron demasiado las manos para seguir. Arregló hasta que dejó de ver algo más que borrones. Un día, cuando estaba prácticamente ciego, sordo y muerto del aburrimiento, le pidió a la mujer que le cuidaba (una persona extraordinaria y llena de amor) que le trajese sus herramientas y un viejo reloj. Aporreó a ciegas las piezas con un martillo durante un rato. Y se rindió, y lo dejó. Y a mí se me parte el alma cada vez que pienso en esa imagen, y en lo poco que fui a visitarle, y en lo ignorante que fue esa adolescente que se aburría como una ostra en casa de sus abuelos y que nunca fue lo suficientemente valiente como para entablar una conversación de verdad con ellos.

Mi abuelo y sus silencios. Me muero de pena al pensar que los comprendí demasiado tarde. Que en sus últimos meses intenté torpemente conocer a ese ser que siempre había estado escuchando pero pocas veces había sido escuchado. Una tarde me rompí un poco cuando le insistí, “Abuelo, cuéntame algo de cuando eras joven” y él me contestó con una amargura de quien no quiere abrir la puerta de sus recuerdos íntimos, con una agria disculpa de quien deja entrever un dolor nunca antes compartido: “¿Qué quieres que te cuente? Toda la vida llevo siendo soldado. Primero la guerra. Luego la mili”. Y no volvió a abrir la boca en toda la tarde.
Como si en ese momento no existiesen para él más que los sombríos recuerdos de tierra seca y sangre, esa parte de su existencia de la que no habló a nadie, cuando corría con su pelotón cargando a la espalda una mochila con un teléfono rudimentario. Como si todo lo demás, cómo conoció a la abuela, cómo nacieron sus hijos, sus amigos en la fábrica de aviones, los bailes agarrados que se pegaba con la abuela en Benidorm, como si todo aquello no valiese nada una vez te enfrentas a la muerte.

Mi padre me dijo una vez que en la guerra mi abuelo era el encargado de llevar el teléfono a la espalda y que por eso nunca había pegado un tiro. Lo decía con orgullo resonante en su voz. Esa teoría no me encaja con la mano sin uñas y la granada prematura, pero supongo que todos los padres cuentan historias a sus hijos para que el mundo sea más bonito con cada generación.

Qué diferente era mi abuelo de mi abuela. Desde que tengo memoria el abuelo andaba con pasitos diminutos aferrado a su bastón, hasta el día en que no pudo andar más. Cuentan leyendas en la familia sobre que todas las mañanas salía a comprar el pan y a saludar a sus parroquianos del bar, pasito a pasito. No vi nunca a ninguno de sus amigos. No me los imagino siendo cómplices de sus silencios reflexivos, o llenándolos con risas y chanzas; no me los imagino compartiendo secretos y chistes verdes. No tuvo ningún amigo que asistiese a su funeral.

Cómo caminaba mi abuela, en cambio. Agarrándote el brazo como una necesidad vital, pero marcando el ritmo siempre. Volviéndose y suspirando, “Ay, este hombre”, cuando veía que el abuelo avanzaba a pasitos de tortuga. Hasta el final de sus días la abuela respondía siempre al teléfono, con la frente muy alta y el pelo cardado aplastado por detrás, pero siempre, siempre, digna señora de su casa. Cómo aunaba las legendarias malas pulgas de mi familia con una dulzura que sólo reservaba para la gente a la que quería de verdad. La última conversación que tuve con ella fue un insulso repaso a “los nombres más feos que existen”, y eso porque estaba sentada reinando junto a un calendario de pared donde venían los santos de cada día.

No, esa conversación no fue relevante, aunque consiguió que la abuela riese un poco en unos tiempos en los que ambos se querían en gravedad y sin risas. Sin embargo, una vez la abuela me regaló un recuerdo de su juventud, tan potente, tan abierto a cómo fue su vida en aquel entonces, tan alegre en una infancia llena de miseria, que no creo que sea capaz de olvidarlo nunca.

Cuando servía en aquella casa de gente rica, se permitía un placer secreto. Ella siempre fregaba la cocina. Fregaba con minuciosidad, como hacía todo, igual que el abuelo encajaba engranajes con unas pinzas a kilómetros de allí. Fregaba todos los rincones y todas las junturas de las baldosas, y cuando acababa y comprobaba que no venía nadie, la abuela, una chica de apenas dieciséis años, se tumbaba en el suelo húmedo. Y qué fresquito se estaba. Y qué inmenso gozo quedarse allí tumbada con los ojos cerrados, con las chicharras zumbando fuera y el frío del suelo dándole escalofríos. Y cuántos años tardaría en confesar ese momento de descanso, ese momento sólo para ella. Estoy segura de que nunca tuvo muchos momentos sólo para ella.

Cuando la abuela se estaba muriendo, a pasos agigantados, postrada en la cama, y el abuelo no podía moverse de su propio colchón por las secuelas de un ictus, mi padre presenció la escena de amor más bonita que jamás he oído. Estaban en camas separadas; la abuela en un colchón más alto porque era una cama adaptada con una grúa para poder levantarla. No podían abrazarse; no llegaban. No tenían fuerzas físicas para ello, aunque les sobraba fuerza de espíritu. El abuelo alargó el brazo como pudo y cogió a tientas la mano de la abuela entre sus dedos suaves. Besó esa mano arrugada y enferma, la besó mil veces, igual que se besaban ellos desde hacía años; la besó con todas las fuerzas que le faltaban en las piernas para levantarse y retenerla en un abrazo épico. La besó por todos los besos que le había dado en su vida, y por todos los que no podría darle más.

Nunca me pareció buena idea separarles las camas. Como si se pudiese llegar a una edad en la que no necesitas el calor del ser amado junto a ti, te duela lo que te duela, como si con noventa años no se pudiese besar igual que con diecisiete.

Tras morir la abuela, el abuelo dormía todo el tiempo. Alucinaba, y dormía, y no veía casi nada ni oía nada en absoluto. Siempre he pensado que esos tres, cuatro o cinco años que pasó en ese duermevela fueron una tortura para él. Ahora se me ocurre que, a lo mejor, la mayor parte del tiempo estuvo soñando con ella. Estuvo viviendo de nuevo, en sueños y en pesadillas, pero viviendo más allá del sillón de orejas y la calefacción muy alta.

La penúltima vez que vi a mi abuelo con vida fue en la cama de un hospital. Se hundía en la almohada como si se lo fuera a tragar, y tenía la cabeza como hecha de huesecitos de pájaro. En un último y débil y tardío esfuerzo por mi parte en hacer saber a esa persona cuánto le quería, le traje unos auriculares y un mp3 lleno de música de Conchita Piquer y tangos de Gardel.

La manera en que cerró los ojos. La manera en que se aferró a esa música como si fuera un cohete espacial en el que poder evadirse de verdad de ese cuerpo viejo y medio muerto que arrastraba. Cómo sonrió, con los ojos cerrados, esa cabecita de niño sobre la almohada.

Cómo lloré en el ascensor, de camino al coche, conduciendo de vuelta a casa, sola, pensando en todo el tiempo que no podría pasar con esa persona a la que me sentía extrañamente unida. Pensando en que no me había molestado en descargar las canciones con calidad suficiente, y que una escucha prolongada le daría dolores de cabeza. En todas las cosas que pude haber sabido de él. En todos los silencios que podíamos haber fabricado, minuciosamente, con fantasía y alicates y paciencia.

Cómo le echo de menos.

carreteras extraterrestres, ficción original, la música sirve para respirar

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