Parte (1/2) V
Llegar a Skyhold no fue fácil. Fueron días de travesía por la nieve, cargando a heridos y moribundos, sin apenas provisiones y sin una idea clara de hacia dónde se dirigían. Trevelyan sólo les había dicho que Solas había visto un lugar en sus vagabundeos por el Velo que les estaba esperando.
Lo cierto era que Cullen se había sentido bastante escéptico al respecto, pero no tenía otra opción mejor y la Heraldo parecía tan decidida que se guardó sus reparos. Sin embargo, su desconfianza demostró ser infundada cuando la fortaleza apareció ante sus ojos. Un vasto complejo amurallado en lo alto de una montaña al que sólo podía accederse por un largo puente de piedra. Parecía demasiado bonito para ser real.
Y no obstante, allí estaba, aguardando por ellos como el apostata había dicho. Aunque se encontraba deteriorado por siglos de abandono, era un lugar excepcional.
Nada más llegar, todos se pusieron manos a la obra. Cullen dio órdenes a sus hombres para que retiraran los escombros del patio inferior, Josephine se encargó de buscar un sitio donde acomodar a los heridos y supervivientes, y Leliana empezó a enviar cuervos para informar a sus agentes más dispersos de su nueva ubicación.
Por su parte, Trevelyan se dedicó a recorrer las ruinas. Cullen la vio trepando sobre bloques de piedra y tablones roídos para llegar a nuevas zonas (y entonces sintió una imperiosa necesidad de gritar a un par de sus hombres que despejaran todo aquello antes de que la Heraldo se partiera la crisma), paseando por las murallas interiores y acariciando las paredes de la fortaleza como si se reencontrara con un viejo conocido.
Resultaba más que evidente que se había recuperado de su enfrentamiento con Corifeus. De hecho, cuanto más cansados y desesperados se habían sentido todos, más fuerte y determinada a llegar a su destino había estado ella.
Cullen intentó concentrarse en todas las tareas que tenía por hacer. Improvisó una mesa con un par de caballetes y un tablón de madera, donde iba depositando los informes que sus hombres realizaban tras las primeras rondas de reconocimiento, pero cada pocos segundos sus ojos la buscaban.
Después de encargar a una templaria hábil con el dibujo que realizara unos bocetos sobre el plano de la fortaleza y enviar al resto de sus hombres a evaluar los desperfectos principales, su mirada se elevó por enésima vez en busca de la Heraldo. En ese momento paseaba por la ronda interior de una parte de la muralla a la que Cullen no tenía ni idea de cómo había llegado teniendo en cuenta que las escaleras de acceso estaban semiderruidas. Reprimió un suspiro al comprender que no podría hacer nada de provecho mientras una parte de su mente estuviera ocupada en imaginar todas las maneras diferentes en las que podría hacerse daño, así que decidió ir a hablar con ella.
Casi tuvo que trepar para llegar al segundo nivel del patio y su capa se enganchó un par de veces con la maleza que cubría el suelo pero logró acercarse a la muralla. En ese punto no era demasiado alta aunque la escalera que antaño llevaba a ella estaba prácticamente destrozada. La mitad de los peldaños habían desaparecido y el resto apenas si conservaban una sombra de la forma original oculta bajo polvo y hiedra.
Trevelyan ni siquiera se percató de su presencia hasta que Cullen la llamó. Estaba apoyada en el parapeto de espaldas a él, contemplando el horizonte. Al verlo, su rostro se iluminó con una sonrisa que hizo que el comandante notara una cálida sensación en el pecho.
-Cullen -lo saludó ella -Estaba admirando las vistas, son increíbles desde aquí.
-No lo dudo, pero no deberías estar ahí arriba. Aún no sabemos si es seguro y yo… -hizo una pausa, buscando una manera de decirle lo que pensaba sin sonar como un padre preocupado -me sentiría más tranquilo si bajaras a tierra firme.
La Heraldo lo observó unos instantes, en silencio. El sol le daba la cara así que sus ojos eran sólo dos rendijas de color violeta entre las largas pestañas, pero Cullen pudo ver cómo su mirada se desviaba hacia la pareja de soldados que estaban a unos metros de ellos examinando las grietas de una de las torres de las murallas, por orden suya.
-Tus hombres están aquí arriba -replicó ella, alzando una ceja con suspicacia.
Tenía razón, pero Cullen no iba a rendirse tan fácilmente.
-Exacto. Porque es su trabajo. Así que a menos que planees convertirte en una de mis reclutas, por favor, baja de ahí. Tendrás tiempo de sobra para explorarlo todo cuando nos hayamos asegurado de que es estable.
Ella dudó unos instantes pero, por fortuna para su paz mental, decidió hacerle caso.
-De acuerdo, Lord Comandante -dijo con un tono intencionadamente pomposo -como ordenéis.
Trevelyan sonrió como si encontrara divertida su inquietud y se dirigió a las escaleras. Comenzó a descender con gran agilidad pero, por si acaso, Cullen decidió esperarla abajo. Faltaban sólo tres o cuatro peldaños -era difícil decirlo, ya que habían perdido su forma original -cuando la piedra en que la Heraldo posó el pie se desprendió. Resbaló y se deslizó sin control durante el último tramo. Lo más probable era que hubiese caído si él no hubiera estado ahí para sostenerla.
Reaccionó de manera automática: le puso las manos en la cintura, frenándola, y la ayudó a recuperar el equilibrio. Su rostro quedó a sólo unos centímetros de distancia de él, con los labios entreabiertos en un gesto de sorpresa. No había vuelto a tocarla ni a estar tan cerca de ella desde que la cargó en brazos cuando se desmayó tras su enfrentamiento con Corifeus, y Cullen acusó el golpe.
Se le secó la garganta y las palmas de las manos empezaron a sudarle dentro de los guantes de cuero. Pensó en apartarse, casi tanto como pensó en besarla, pero finalmente la cordura ganó la batalla y cuando estuvo seguro de que no iba a caerse, la soltó y retrocedió un paso.
Su mano izquierda se dirigió en el acto a la empuñadura de la espada, pero esa vez no hizo nada por evitarlo. Andraste sabía que necesitaba serenarse.
-Esto era exactamente a lo que me refería -dijo, intentando dejar atrás ese tenso momento de debilidad. Cuando reunió el valor necesario para mirarla a los ojos, fue incapaz de leer la expresión del rostro de la Heraldo.
-Es una suerte que estuvieras aquí -respondió ella.
-Es mi deber anticiparme a los peligros -replicó, en tono funesto.
Era un deber que no había cumplido adecuadamente en Haven y que, en lo que al resto de la Inquisición se refería, también estaba descuidando en Skyhold. Una posible caída no era nada comparado con lo que le sucedería si Corifeus les atacaba de nuevo. No podía permitir que los encontrara otra vez con la guardia baja. Una fortaleza en ruinas, sin soldados organizados para defenderla, no les daría muchas más oportunidades que la aldea de madera.
Se había prometido a sí mismo que jamás dejaría que la Heraldo tuviera que sacrificarse de nuevo para salvarlos y para eso debía volver al trabajo cuanto antes. Así que se disculpó, rehuyendo la confusa mirada de Trevelyan, y regresó a su puesto.
El corazón no dejó de latirle con fuerza hasta que se hubo alejado de ella.
VILas pesadillas se habían vuelto más intensas desde que había dejado de tomar el lirio. Llevaba años sin lograr dormir durante más de un par de horas seguidas y ni siquiera era capaz de recordar cuando fue la última vez que pasó una noche sin sueños, pero todo había empeorado sin sus dosis del mineral azul.
La mayoría de la gente solía tener pesadillas con sus peores miedos: archidemonios, necrófagos, arañas gigantes… Cosas que para ellos eran leyendas lejanas.
Cullen, por el contrario, soñaba con cosas que había vivido. Cerraba los ojos y volvía a estar en el Círculo de Ferelden, volvía a contemplar cómo magos que conocía, que debía vigilar, se rompían a la mitad, como una prenda vieja, y en su lugar aparecía un demonio. Caminaba por los pasillos de piedra de la torre que conocía como la palma de su mano, y en cada rincón encontraba a un amigo muerto. Había escudos con el emblema templario cubiertos de sangre por todas partes y salpicaduras rojas en las paredes. Y tarde o temprano llegaba el dolor, el recuerdo de las torturas de un demonio del orgullo que había intentado romperle de todas las maneras en que puede quebrarse a una persona.
Entonces se removía bajo las sábanas y su mente saltaba a otra imagen diferente, pero al mismo tiempo igual. Calles de piedra llenas de cuerpos desmembrados: templarios, magos y habitantes de Kirkwall por igual. Los vivos corrían en todas direcciones llevados por el pánico. Cullen les gritaba que podía ayudarles, que sabía dónde podían ocultarse para estar a salvo, pero nadie se detenía a escucharle. Veía a un templario, a uno de sus hombres, atacando por la espalda a una joven maga que protegía a unos niños de un demonio del miedo. Más allá, su segunda al mando salía disparada contra una pared por el hechizo de un mago y se rompía el cuello.
Llegado a ese punto solía despertar, envuelto en sudor y con el corazón palpitándole con tanta fuerza que podría salírsele del pecho. Después, se obligaba a respirar hondo, volvía a tumbarse y trataba de tranquilizarse. Una persona corriente se hubiera consolado diciéndose que aquello sólo había sido una pesadilla, pero lo que Cullen soñaba había sido real.
Había noches en las que no lograba volver a pegar ojo, y otras en las que se dormía de nuevo. Entonces su mente se llenaba del verde la Brecha y veía los cuerpos carbonizados por la explosión, algunos con los brazos alzados como si aún pidieran auxilio, rodeando el templo de las cenizas de Andraste. Había demonios y espectros por todas partes, y soldados huyendo en desorden, dejándose llevar por el miedo. Un dignatario de Rivain vagaba por el camino sangrando profusamente por la frente y diciendo cosas sin sentido. A unos metros de él, una mujer de las Anderfels gritaba, atrapada por los escombros.
La imagen giraba y de pronto estaba en la Capilla de Haven oyendo los rugidos del dragón de Corifeus. Trevelyan abría las puertas y salía fuera, ignorando los ruegos de Cullen. Había una llamarada de fuego y luego el blanco de toneladas de nieve deslizándose por la ladera. Miraba a su alrededor, descubriendo que ahora estaba en una gruta oscura y húmeda, llena de telas de araña y polvo, siguiendo una antorcha que sostenía alguien que no podía ver. Oía llantos, quejidos de dolor de los moribundos y susurros apenados. Todo hablaban de lo mismo: la Heraldo de Andraste había muerto por salvarlos.
Era en ese punto en el que despertaba, completamente despejado, y después de esa pesadilla era incapaz de dormirse. Invariablemente se levantaba, encendía una vela y bajaba a su puesto, a repasar por enésima vez los planos de Skyhold, revisar el estado de las reparaciones, asegurarse de que las guardias y los cambios de turno se realizaban tal cual había ordenado, comprobar que tenían suministros suficientes para equipar a sus hombres… Lo que fuera por intentar apagar la sensación de angustia en su pecho que le decía que siempre había algo más que podía hacer por protegerla, la voz en lo más profundo de su mente recordándole que debía garantizar la seguridad de todos. El grito en su corazón señalándole que debía impedir que la historia se repitiera, costara lo que costara, y que, si él no era capaz, debía dejar su puesto a alguien que sí lo fuera.
El alba le encontraba sentado frente a su escritorio, con el rostro hundido entre las manos y una vela fundida sobre un atajo de papeles. Solía hacer una ronda por las murallas después de eso, en parte para despejarse y en parte para cerciorarse de que todo estaba en orden.
Pero ese día adelantó el ritual, porque sus pesadillas decidieron saltarse el orden establecido para recrease en la pérdida de Haven y el tiempo que pasó preguntándose si la Heraldo había muerto, así que durmió aún menos de lo normal. Cuando despertó estaba tan alterado que no fue capaz de concentrarse en los informes de inventario, así que salió a hacer a ronda antes de lo habitual.
En realidad solo recorrió un par de secciones antes de detenerse. El regusto amargo de la pesadilla todavía inundaba su boca y no tenía ganas de andar. Así que se apoyó en el parapeto y contempló el perfil de la cordillera montañosa que les rodeaba, cubierta con un abrigo de nieve. Todo parecía tan tranquilo y silencioso, que poco a poco comenzó a calmarse.
No supo cuánto tiempo pasó allí, pero el cielo comenzaba a aclararse anunciando el amanecer cuando escuchó unos pasos que se acercaban. Pensó que se trataría de uno de sus hombres que venía a darle el último reporte, pero cuando se volvió hacia el sonido descubrió a la recién nombrada Inquisidora. Tenía los parpados ligeramente hinchados, como si acabara de despertarse, y parecía cansada. Llegó hasta él y se apoyó en la balaustrada, a su lado, tan cerca que su brazo casi rozaba el de Cullen.
-Inquisidora -la saludó. No le resultaba extraño llamarla así. Era algo que encajaba, como la pieza de un puzzle que hasta entonces había estado inconcluso.
-Buenos días, Cullen. O tal vez debería decir buenas noches -suspiró -¿Tú tampoco podías dormir?
El comandante se llevó una mano a la nuca y la masajeó levemente, como si quisiera espantar el recuerdo de su pesadilla.
-Nunca suelo dormir mucho -musitó -Pero tú… ¿sucede algo?
Ella apartó la mirada antes de responder.
-Cuando Cassandra y Leliana me nombraron Inquisidora dijiste que eso era lo que quería la gente pero no me contaste lo que opinabas tú. ¿Crees… ¿Crees que yo… estaré a la altura?
Cullen la miró, sorprendido. La curva de su cuello inclinado y los dedos de sus manos aferrándose con fuerza al parapeto, le dieron la impresión de que Trevelyan era vulnerable a lo que le dijera. Su opinión la preocupaba. ¿Era posible que temiera que él no la considerara capaz de liderar esa empresa?
-Por supuesto que sí -declaró, con énfasis -Si he hecho o dicho algo que te haya llevado a pensar lo contrario, te pido disculpas. Te aseguro que no era mi intención.
Ella se recostó sobre el muro para mirarlo directamente a la cara, y en un acto que pareció reflejo, posó su mano sobre la de él. Cullen sintió su peso a través de los guantes y lamentó llevarlos puestos, pero no se atrevió a moverse ni a hacer el mínimo gesto por temor a espantarla.
-No, Cullen, no es eso. Sólo quería saber si tú estabas de acuerdo con mi nombramiento. Yo… valoro mucho tu opinión -dijo. Bajó la mirada y a Cullen le dio la impresión de que un leve rubor subía a sus mejillas, pero era difícil estar seguro a la luz de la aurora. Lo que sí sabía era que nunca antes había tenido tantas ganas de besarla como en ese momento.
Se había dado muchas razones por las que no debía hacerlo, pero era incapaz de recordar ninguna en ese momento. La mano libre le cosquilleaba, inquieta, deseando rodearle la cintura y acercarla a él. Se dijo que iba a hacerlo, que iba a besarla, pero en el último momento el miedo le paralizó. ¿Y si ella le rechazaba? Él era el comandante de las fuerzas de la Inquisición y obedecía sus órdenes. Si cruzaba la línea y ella no sentía lo mismo, estropearía todo para siempre. Podía arruinar esa relación que se iba construyendo granito a granito y perder su confianza. Además estaban en medio de una guerra, no era el momento más propicio para hablar de sus sentimientos.
-Es mucha responsabilidad -continuó ella. Apartó su mano de Cullen, ajena a su lucha interna -Cuando me uní a la inquisición, sólo me preocupaba cerrar la Brecha. Jamás me paré a pensar en qué pasaría después. Nunca antes he formado parte de algo tan grande y ni tenido nadie bajo mis órdenes. No sé si soy la persona que necesitáis.
-Todo el mundo piensa que Andraste te envió a nosotros por la marca que tienes en la mano. Yo también opino que eres su Heraldo, pero porque no puedo creer que debamos al azar la suerte de haberte encontrado. Eres perfecta para liderarnos.
Eso le ganó una mirada asombrada de la Inquisidora. Sus ojos parecían más claros que nunca bajo esa luz y sus pestañas más oscuras. Separó los labios como si fuera a decir algo, pero finalmente los curvó en una sonrisa que iluminó su rostro cansado.
En ese instante, una soldado salió del torreón cercano. Era el momento del cambio de guardia y el oficial al mando tenía que informarle de cualquier incidente o novedad durante el turno nocturno. Por primera vez, Cullen lamentó que siguieran sus órdenes a rajatabla.
Al verla llegar, la Inquisidora retrocedió un paso, como si los hubieran descubierto haciendo algo inapropiado.
-Será mejor que te deje trabajar -murmuró. Se dio media vuelta, dispuesta a irse, pero pareció pensárselo mejor y se giró de nuevo hacia él -Y Cullen… gracias.
Después se fue, pero la calidez de su última mirada acompañó al comandante el resto del día.
VIIDeclan Schofield era el séptimo hijo de un séptimo hijo. En algunos sitios decían que eso daba buena suerte, pero en lo que al respectaba, estaba seguro de que no se habían cumplido. Su único logro hasta la fecha había sido entrar en la Inquisición.
Cuando sus padres recibieron la carta con la buena noticia, se sintieron muy orgullosos de él. Tal vez estuvieran un poco molestos porque había tardado más de dos meses en enviársela (siempre se le olvidaba) pero debían entenderlo.
Ahora estaba muy ocupado. Era una persona importante dentro de la Inquisición. El Oficial de Correspondencia del Lord Comandante Rutherford. Bueno, vale, ese título no existía técnicamente hablando, pero lo que Declan hacía era mucho más que ser chico de los recados. ¿Acaso la maestra espía y el comandante de la Inquisición encomendarían sus mensajes más secretos a cualquiera? Por supuesto que no. Sólo se los confiaban a Declan.
Su puesto exigía gran responsabilidad y él se lo tomaba muy en serio. Si el Comandante le decía que quería su último informe encima de la mesa antes de que la tinta con que lo habían escrito se secara siquiera, él le arrancaría el pergamino de las manos a Leliana si fuera necesario. Ese tipo de dedicación era la que le había ganado el respeto de Cullen Rutherford y no pensaba hacer nada que lo pusiera en riesgo.
Por eso en cuanto Ruiseñor le entregó las últimas novedades por escrito, Declan Schofield las tomó y salió decidido hacia la torre donde el comandante tenía su despacho. No lo encontró allí, pero uno de los soldados de guardia le indicó que estaba en las murallas, así que se dirigió hacia ellas. Abrió la puerta de la torre y vio de reojo la figura del comandante a un par de metros.
No reparó en que no estaba solo. Bueno, ¿quién podía culparle? ¡Estaba casi pegado a la Inquisidora! Literalmente, estaba encima de ella, arrinconándola contra el parapeto. La sujetaba por la cintura con ambas manos y tenía el rostro inclinado hacia ella.
Pero él era un profesional. Tenía un mensaje que entregar y pensaba hacerlo.
-Comandante, queríais una copia del informe de la hermana Leliana -anunció, mostrándole el documento con aire de satisfacción. Una vez más, había cumplido su cometido de manera encomiable.
Sin embargo, en esa ocasión Rutherford no parecía muy contento. Es más, parecía furioso. Se apartó de la Inquisidora y casi le gritó un “¿Qué?”. Declan lo miró, desconcertado. Luego se dio cuenta de que el comandante tenía muchas cosas en la cabeza y se había olvidado de lo que le había pedido sólo media hora atrás. Por suerte para él, contaba con un excelente oficial de mensajería.
-El informe de la hermana Leliana. Queríais que se os entregara “sin demora”.
Declan pensó que el comandante se sentiría agradecido por el recordatorio y lo consideraría aún más imprescindible para él, como una especie de mano derecha, pero su expresión se endureció todavía más. Se acercó a él hasta quedar a sólo unos centímetros de su rostro y le lanzó una mirada tan colérica que por un momento pensó que iba a ser arrojado muralla abajo.
El oficial de correspondencia se quedó aturdido durante unos instantes, sabiendo que había cometido un terrible error pero sin comprender cuál. Fue entonces cuando se fijó en la Inquisidora, apoyada contra el muro como si quisiera fusionarse con él, rehuyendo su mirada con las mejillas llenas de rubor.
Un momento, ahí estaba pasando algo. Volvió a mirar al comandante Rutherford y su cara de pocos amigos, luego sus ojos se deslizaron hacia la Inquisidora con obvios signos de sentirse incómoda, incluso avergonzada, y por último retornó a su jefe.
Y entonces algo se encendió en su mente. Ellos dos estaban… Bueno, una cosa era clara: había interrumpido algo. Tenía que reaccionar y rápido.
-O… a vuestro despacho. Por supuesto -improvisó, al tiempo que retrocedía apresuradamente.
Se aseguró de quitarse de la vista del comandante, desapareciendo por la misma torre por la que había llegado. Empujó la puerta, pero un instante antes de que se cerrara, miró fuera para confirmar que sus sospechas eran ciertas.
Justo a tiempo para ver Cullen Rutherford regresar junto a la Inquisidora, tomar su rostro entre las manos y besarla, sin mediar palabra. En un primer momento ella alzó los brazos en un gesto de sorpresa, pero pronto se aferró a él como si la vida le fuera en ello y se acercaron todavía más, si es que eso era posible.
Después de aquello, Declan cerró la puerta con sigilo. Había metido la pata hasta el fondo pero esperaba que Trevelyan dejara al comandante de tan buen humor que se sintiera lo suficiente generoso para no expulsarlo de la Inquisición.
Sólo así empezaría a creer que ser el séptimo hijo de un séptimo hijo traía buena suerte.
VIII
“ Me alegra ver que estás muy interesada en saber cómo le va la vida a tu hermano, pero no puedo culparte por sentir curiosidad sobre la Inquisidora. Es la mujer más excepcional que he conocido nunca y te gustará saber que me ha ganado al ajedrez. Todas las cosas buenas que oigas de ella son ciertas.
Probablemente me arrepentiré de contarte esto pero le he hablado de ti y me ha dicho que le gustaría conocerte. Algún día. Es decir, cuando todo esto acabe. Sé que eres capaz de venir desde Linde Sur sólo para cotillear así que, te lo advierto: no lo hagas.
Ni siquiera cuando escuches ciertos rumores que tarde o temprano llegarán hasta ti. Supongo que será mejor que te enteres directamente por mí, al menos así tendré la certeza de que no te creerás cualquier cuento de taberna. La Inquisidora y yo (tachón) Nosotros estamos (tachón). Por el Hacedor, pensé que por escrito sería más fácil pero me resulta incómodo hablarle de esto a mi hermana mayor. Como sea, por si no lo has supuesto ya, tenemos una relación.
Creo que ya hemos hablado bastante de mí, es hora de que me cuentes cómo te van las cosas. ¿Qué tal están los niños? Mis informes dicen que Linde Sur es estable y no hay grietas cercanas pero si notas algo extraño avísame, os buscaré un lugar seguro.
Cuídate,
Tu hermano.
PD: No, tampoco puedes escribirle una carta.
PD2: Hablo en serio.”
Créditos finales
Declan Schofield no resultó herido durante la escritura de este relato.