Un hada.
Minúscula y centelleante, su revoloteo hacía recordar a una mariposa. Pero no.
Era un hada.
Llevaba horas mirándola fijamente a través del cristal, con la cabeza apoyada en el marco. Tenía miedo de respirar demasiado fuerte y que ella se fuera.
Porque fuera lo que fuese, era ella, sin dudarlo.
Perdido entre los colores de sus alas, respiraba al compás de su aleteo.
-¿Qué haces?
La voz dulce de su madre lo sacó de su ensimismamiento. La mujer tendió los brazos hacia él y lo alzó, acomodándolo en su tibio regazo mientras miraba hacia fuera, curiosa.
-¿Qué mirabas?
Ella sonreía y le acariciaba la mejilla provocando suaves carcajadas mientras el niño señalaba hacia fuera con su regordete dedo índice. Trató de decir “hada” pero sólo se escuchó un “baba” tímido y confuso.
-¡Ah, la mariposa! -su madre seguía riendo, alegre, y el niño se sintió cálido pero frunció el ceño con obstinación y señaló afuera de nuevo.
-Baba.
-Ma-ri-po-sa -repitió ella despacito, silabeando la palabra con mucho cuidado -¿Has visto qué colores tan bonitos tiene en sus alas?
-¡Baba! -repitió él, ceñudo, señalando hacia fuera sin cesar en su empeño. Mamá volvió a reírse.
-Mariposa es una palabra demasiado difícil para ti todavía -suspiró la mujer mientras lo alzaba un poquito- ¿Tienes hambre?
La miró con los ojos muy abiertos. Desde luego que sí tenía hambre. Echó los brazos hacia el cuello de su madre y se dejó llevar. Mientras se alejaban, echó un último vistazo sobre el hombro de su madre y miró al hada.
Y, justo antes de perderla de vista, ella sonrió.
OoO
Contó las velas de la tarta, otra vez, satisfecho de sí mismo. Sabía contarlas y ese era el motivo por el que su sonrisa era tan grande ahora mismo.
Bueno, eso y que la tarta de Mamá era de chocolate. Metió el dedo de nuevo entre la trufa y el bizcocho y cuando el dulce se extendió por su boca su sonrisa se hizo aún más amplia.
Trató de borrar las pruebas del delito en su camiseta y escondió las manos tras la espalda. Mamá estaba en la cocina y hoy era su cumpleaños, pero aún así...
Un brillo azulado captó su atención de pronto, sobre el sofá.
Se acercó muy despacio, sabiendo instintivamente que no debía hacer ruido. Se agazapó, como los leones de la selva que había visto en la tele y se acercó hacia ella para observarla mejor, con la cabeza medio escondida tras el respaldo del sillón, en absoluto silencio.
Ella sabía que lo observaba y revoloteaba en círculos perezosamente, emitiendo un zumbido dulce y acicalándose las brillantes alas azules, coqueta. Largos eran sus brazos y sus piernas, y toda ella era un resplandor de luz que él observaba, atontado, mientras ella seguía emitiendo aquel zumbido.
El hada se acercó, despacio y curiosa, hacia él, y entonces vio que su cuerpo era brillante como el destello de la luna en el agua, y al mismo tiempo era colorido y lleno de matices que él jamás había visto antes.
El diminuto cuerpo batió las alas y el brillo que emitieron (ahora celestes, ahora azul marino, ahora cobalto intenso), lo dejó boquiabierto, incapaz de hacer otra cosa que mirar a sucesión interminables de puntos de color que ella emitía.
Una expresión de asombro involuntario escapó de sus labios y el aire hizo batir las alas del hada, que se tambaleó y dio un par de pasos hacia atrás. Ella lo miró entonces enfadada, con el ceño fruncido, y el sonido de cascabeles mecidos por el viento que brotaba de sus labios era una protesta deliciosa para él, que lo hizo sonreír.
Y entre risas alzó la mano, despreocupadamente, y extendió su dedo índice. Tocar aquellas maravillosas extensiones azules debía ser más suave aún que la piel de los brazos morenos de mamá.
Ella retrocedió, asustada, al principio. Parecía furiosa ante la idea de que él la tocara, y eso hizo que se arrepintiera de haberlo intentado. Ante todo, no quería que ella se fuera. Se miraron en silencio durante unos instantes y él agachó un poco la cabeza, compungido.
El hada pareció aceptar aquel intento de disculpa y suavemente batió las alas para acercarse a él. Estaba cerca, muy cerca, podría haberla atrapado si hubiese alzado las manos, pero no lo hizo. Porque ella desplegó las alas, majestuosamente, llenas de colores infinitos, y él se perdió entre aquellos destellos que quedarían para siempre grabados en su mente.
Y entonces sí, alzó el dedo índice y lo acercó, muy despacio, hipnotizado...
-¡Manuel, deja de comer tarta y ven a ayudarme!
La voz de Mamá lo hizo brincar al menos medio metro. Gritó un nervioso “¡Ya voooooy”! por encima del hombro y se volvió de nuevo, buscando frenéticamente los destellos azules.
Pero ya no estaban. Se había ido.
Suspiró, derrotado. Y con paso lento y resignado se dirigió hacia la cocina, con las manos en los bolsillos, mientras en la yema del dedo índice aún podía notar un suave cosquilleo.
OoO
Se dejó caer, agotado sobre el sofá. No tenía fuerzas ni para encender la tele.
Trabajo, trabajo, trabajo. Estaba destrozado y aburrido de todo.
Sólo quería quedarse allí y dormir.
Escuchó la voz femenina que lo llamaba, desde un cuarto, y se hizo el sordo. Ahora no, se dijo. Necesito al menos diez minutos. Diez minutos sin conversaciones ni ruidos que lo distrajeran. Necesitaba tranquilidad.
Tardó muy poco en acostumbrarse a la penumbra del cuarto. La débil luz que se filtraba de las farolas de la calle por entre las cortinas se reflejaba en la pantalla apagada de la televisión. Una inexplicable sensación de felicidad le invadió entonces, y cerró los ojos, sonriente.
Fue entonces cuando lo notó. El suave cosquilleo en sus dedos.
Aquel suave cosquilleo.
No abrió los ojos, no hacía falta. Ya sabía quien era, y pensar en aquella vieja amiga le hizo sonreír aún más. Susurró un hola, tan suave que se perdió en el silencio de la habitación.
Los impulsos que sus dedos enviaban a su cerebro eran vibrantes y llenos de calor.
No necesitaba mirar para ver, a través de sus párpados cerrados, los destellos azules de sus alas, el brillante juego de colores de su diminuto cuerpo, resplandeciente.
Tenía el tacto más suave que la más suave de las sedas, y cada vez que batía las alas contra su piel era un segundo de felicidad irremplazable. El aire cálido que desprendía era como un suspiro que le aletargaba los sentidos y lo hacía sentir bien.
De pronto, la sensación despareció de sus manos, las alas dejaron de batir, la felicidad pareció marcharse por la puerta de atrás.
Abrió la boca para protestar como un niño, aunque supiera que era inútil, y las palabras se perdieron en su garganta.
Porque el suave soplo estaba allí de nuevo y esta vez descendía suavemente por su mejilla, como una cálida lágrima que se abre camino por primera vez. Dulce era su tacto y dulce era la sensación que ahora lo envolvía, como la calidez que otorgan las mantas en una fría mañana de invierno.
El zumbido dulce se instaló muy cerca de su oído izquierdo, como una canción lejana, y la noche fue haciéndose más profunda a cada segundo.
Despertó mucho después, y lo primero que hizo fue llevarse la mano a la mejilla.
Ella ya no estaba allí.
Se había ido, de nuevo.
OoO
Observó los dedos de sus manos, temblorosos y marchitos y maldijo por dentro una vez más a la raza humana y a la vida.
La maldijo por haberle hecho vivir miles de momentos inolvidables, cuando él era aún un hombre vigoroso y fuerte y la vida era hermosa; para ahora hacérselos recordar amargamente, postrado en una cama: viejo, arrugado, dolorido.
Inútil.
Así era como se sentía. Eso era lo que era. Poco más que un mueble inútil que se guarda por cariño y nostalgia de tiempos pasados. Apoltronado en una silla la mayor parte del día, tan atrofiado ahora que apenas podía moverse de la cama.
Le quedaba poco tiempo, lo sabía, lo veía en los rostros de los que le rodeaban, su lástima le hacía sentir peor aún.
Y maldijo a la perra vida y a su suerte de nuevo.
Miró el dorado aro que rodeaba su dedo anular. Ni siquiera eso le había quedado, ni siquiera había podido hacerse viejo con alguien con quien compartir el final, ni siquiera podría tener la satisfacción de ver el rostro surcado de hermosas arrugas de su esposa antes de morir.
Porque ella ya no estaba, maldita sea. Maldita sea la vida.
Todavía le quedaban fuerzas para apretar los puños con rabia y descargarlos contra ambos lados del colchón. Aunque después tosiera durante casi cinco minutos seguidos.
Y entonces, de pronto, su corazón se llenó de algo parecido a la felicidad. Porque a los pies de su cama había un destello de luz, y esta vez no era diminuto sino grande y brillante.
No tuvo miedo de aquel destello enorme, ni le sorprendió que el rostro que emergía de él fuese familiar. Observó anonadado, como la primera vez hacía ahora tantos años, el brillo azul de sus alas, que ya no eran alas sino un hermoso vestido. Su piel blanca era brillante y su boca roja estaba llena de promesas por cumplir, sus ojos negros e insondables le produjeron la más honda pena y felicidad al mismo tiempo.
Avanzó un paso, y luego otro, y el cálido soplo la envolvió mientras llegaba hasta él. Tristeza y alegría, terror y alivio infinito se entremezclaban alrededor en la masa destelleante que la envolvía. Sonrió, y aquella sonrisa le pareció hermosa y esperanzadora.
-No eres un hada -dijo él con voz ronca, más ronca aún que de costumbre, y sintió como sus miembros se llenaban de vida con cada paso que ella avanzaba, como la habitación se quedaba en tinieblas mientras sólo parecía existir ella en el mundo.
-No -ella ladeó la cabeza, y su voz sonaba terrible y a la vez preciosa, como la música potente que surge de un violín, y entonces tendió uno de sus largos y blancos brazos hacia él -Ven conmigo.
La felicidad que transmitían sus palabras, las promesas que ahora invadían su mente, le hicieron no dudar ni un segundo.
Cuando aceptó su mano, el brillo se hizo inmenso y la negrura desapareció.
Y su cabeza cayó, sin vida, a un lado.
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