Como bien dijo
sirem la viñeta de los caballitos de mar estaba un poco cogida por los pelos, así que me dediqué a darle al coco para que me saliera algo más digno, y creo que di con algo. Algo más debe de tener que ver, porque el título es nada más y nada menos que Tres caballitos de mar.
Tres. Es un número primo, como el siete y el once. También es impar. Lo dibuja. Grande, grueso, y lo pinta de color verde. Como se lo enseñaron en la guardería, lo dibuja con la forma de una serpiente.
Tres. Un triángulo. Isósceles, equilátero y escaleno. Se acuerda del teorema del cateto, de los dolores de cabeza que tenía cada vez que tocaba estudiar los exámenes de matemáticas. De aquella época en que el mayor problema de todos era elevar al cuadrado y hacer la raíz cuadrada de un par de números. Porque ahora está segura que los líos que se traía cuando tenía quince años no eran tan grandes como los pensaba en aquel entonces. Sólo que se le daba muy bien convertir un grano en una montaña.
Se pregunta si podría hacer lo mismo pero al revés, trasformar los agujeros negros en polvo de estrellas.
Tres en clase de Lengua. Planteamiento, nudo y desenlace. La plantilla de cualquier historia, buena o mala, con final feliz o triste, emotiva o superficial. Un esquema que en la vida real no se cumple. En la vida real todo parece una carrera hacia el infinito, hacia ninguna parte, hacia la nada, hacia pequeñas cruces pintadas sobre el calendario que cuelga de la pared de tu habitación. A veces te paras, en seco, y piensas qué estás haciendo. Y una de dos, o se te ocurren tantas cosas que lo único factible es volver a la carrera, o te quedas en blanco. Dudas, te entra el miedo, lloras incluso, golpeas lo primero que ves, y cuando tienes que volver a la carrera -porque todo el mundo vuelve a ella -te das cuenta de lo que hiciste. Y tienes dos caminos, o enfrentarte a todos tus errores o huir de ellos. Y, admitámoslo, la gente siempre huye.
Nadia tira el lápiz a la otra punta de la habitación, donde está la papelera. Pero no acierta y éste rebota justo al lado de la pared, en el cuadro de los caballitos de mar. Es un cuadro chiquito, que encontró una vez en el trastero de la casa vieja de sus abuelos cuando era pequeña y jugaba al mapa del tesoro con sus primos, pintado con colores oscuros y protegido con un lámina fina de cristal. Tiene dibujadas las ramas de un coral en color negro y tres caballitos de mar azules. Azul sobre fondo azul. Así lo llama su padre, como si fuera una pintura moderna de esas que nadie entiende exactamente qué son pero que algo serán si los ricos pagan millones por ellas.
Ha sido por culpa de esa imagen por lo que se ha quedado pensando en algo tan trivial como el número tres. Y ahora no sabe a dónde van a encaminarse sus pensamientos. Al fin y al cabo, no son las personas las que están locas, ni no las ideas. Son superiores, alucinantes, extrafalarias, matemáticas, metódicas, precisas, exactas, abúlicas, tontas, caprichosas, razonables y todas, absolutamente todas, tienen una pequeña dosis de locura. La cordura, sospecha Nadia, es sólo el miedo a que toda esa locura tenga sentido. Toda esa sinrazón, esa alegría por todo y por nada, esa mueca de un niño que sopló treinta y dos velas en su último cumpleaños, esos golpes que hace el viejo con el bastón mientras tararea una canción de su infancia que no recuerda pero cuyo ritmo se ha grabado con fuego en alguna parte de su cabeza. Lo normal, lo común hubiera sido haber besado a su esposa y tomado a un niño en brazos para que escogiera el primer trozo de pastel; no agarrar la bengala que le pasaba un amigo y haber entonado Oliver y Benji y tirarse a un sofá para ver de nuevo el partido que hizo que su equipo ganara un mundial. Lo normal hubiera sido caminar por la sombra, mirando al suelo y recordando los momentos de su época y compararlos, con cierto aire chauvinista y pedante, con los de ahora.
Pero eso no es bueno, no es vivir, es existir. La cordura se vuelve un test que rellenar poco a poco. Que si los estudios, que si los amigos, que si fiestas, que si la primera borrachera, que si el gran error de tu vida, que si la puñalada de alguien que, aunque sabías que alguien iba a haber, no deja por ello de sorprenderte. Es volver a caminar por un sendero que muchos han recorrido antes que tú y que tantos otros volverán a andar. Es cometer los mismos fallos, caer en las mismas trampas, jurar las mismas tonterías, escapar de las mismas mentiras, soñar los mimos imposibles. Pero la locura, --¡Ay, la locura! -. La locura es un juego de tetrix: cada pieza es un misterio, lanzada con una fuerza un tanto chocante, que hay que tratar de colocar de forma que cerrara filas. Cartas que terminan jugadas; actos y palabras que ponen el punto y final de las historias. Y por cada estrategia aprendida, por cada momento superado, un nuevo nivel, una nueva etapa, un nuevo reto, una nueva forma de enfrentarse al mundo. Una nueva aventura.
Tres. Lo -cu -ra. Tres caballitos de mar. Amistad, amor y autonomía. Las risas, los besos, los sueños. Pasado, presente y futuro. Gente que se va, gente que viene, tú que siempre estás ahí. Tres. Tres caballitos de mar. Y un idea más que la mente de Nadia da alas para que le enseñe cómo ha de volar.