Recuento final

Jul 15, 2015 15:59

¡Finalmente! Primer quinesob que acabo *celebra*

Ninguna de estas historias está terminada, y aunque las primeras dos pasarán por revisión para ser publicadas en 30vicios, la tercera probablemente nunca vea la luz del día porque perdí el rumbo... pero ¡yay! acabé a tiempo.

o1. Prince of Tennis. Momoshiro Takeshi, Oishi. Drama familiar. 6,724 palabras.

[Trabajo en proceso]A veces creo que debería amarrarte. De tanto brinco, un día de estos te irás volando, y yo me quedaré aquí gritando: “Takeshi, Takeshi! ¡Se te olvidó tu suéter!”

El patio era grande. Con apenas seis años de edad, el pequeño Takeshi-kun no hubiera entendido los particulares, que madre y abuelo no compartían sangre pero aún así eran familia, que todos hablaban de su papá como si hubiera muerto pero nunca hubo un cuerpo que enterrar, o la razón de los murmullos de la gente en el mercado. Sólo entendía, con toda la sabiduría de su corta edad, que su pequeña familia era feliz, lo veía en la sonrisa indulgente de su madre, que se sentaba en los envejecidos escalones a verlo correr incansablemente en el gran patio, césped verde bajo sus pies descalzos, y en la mano del abuelo apoyada en su hombro.

Sabía que su madre era la mujer más hermosa del mundo, incluso más que la niña que le había dado su primer beso y que al darse la vuelta había dejado en el aire el aroma a manzana de su shampoo; incluso con el arreglo de su cabello a medio caer, exhausta después de incontables juegos de escondidas entre sus quehaceres y la limpieza, aún con el penetrante olor a lejía y jabón en sus faldas.

De camino a los baños comunales, él solía colgarse de su mano y brincar alto “¡hasta irme volando, mamá!”, y ella sonreía.

*
Después nacieron los mellizos. Su madre había estado demasiado cansada como para alimentarlos a ambos, ya ni qué decir de Takeshi-kun (o su padre - al menos cree haber tenido un padre); así que su abuela y varias mujeres que había visto antes deambularon durante varios años en la casa, quitando moho y polvo, cambiando pañales, poniendo demasiado curry en la comida y dejando su ropa en los cajones equivocados, las playeras de Superman con sus calcetines de la escuela; pro ellas lo habían sido todo en una época en que su madre rara vez lograba dejar la cama, aún cuando Takeshi-kun lograba distraer a su Nana el tiempo suficiente para entrar al cuarto oscuro y platicarle al bulto debajo de las sábanas acerca de las operaciones que aprendía en la escuela, de sus compañeros y la maestra que siempre se quejaba de su ropa, su caligrafía, su cabello y la travesura que ella juraba ver siempre en sus ojos "como si me pasara todo el tiempo pensando en poner pegamento en su silla; a veces también me da hambre ¿sabes?".

Takeshi aprendió pronto que su madre siempre lloraba cuando los mellizos hacían ruido, y tomó a distraerlos en la habitación más lejana el año que fueron lo suficientemente grandes para caminar sin ayuda. (Su Nana le dijo una vez que había evitado siquiera mirarlos hasta ese momento -- pero no le gusta pensar en eso.)

El día que su madre logró dejar su cuarto y se presentaba con dos niños para los que había sido no más que un personaje de cuento de hadas (la reina encerrada en una torre, o bruja, o el viento acariciando el cabello de los mellizos), Takeshi estaba en casa de Oishi-senpai.

*

Entrar a Seishun Gakuen fue un estudio en ambivalencia. Terrorífico, porque los mayores parecían doblarle en altura, y sus compañeros no eran los mismos con los que había transcurrido seis años de escuela primaria, pero liberador porque nadie conocía el cuento de su madre y las cien mujeres que visitaban su casa, o que su padre vivía en Kyoto con una segunda esposa y un cuarto hijo. Era borrón y cuenta nueva con personas que desconocían que cuando cumplió nueve años, en lugar de soplar a las velas de su pastel de cumpleaños Takeshi se había escapado y trepado en el árbol más alto del parque, o que había esperado hasta muy entrada la noche a contestar los gritos de sus primas y tías que lo buscaban, y se había deshecho en lágrimas en brazos de su Nana al darse cuenta que su madre ni siquiera se había movido de su sitio en la cama.

No había niños demasiado curiosos que habían ido a hacer la tarea y habían salido con la nariz sangrando porque Takeshi los había encontrado en la puerta de esa habitación.

Asistir a tenis, donde podía realmente aprender a manejar la raqueta, donde corrigió el movimiento de sus piernas con un cordel amarrado a sus tobillos, y podía correr, trotar y tomar un respiro sólo para seguir corriendo durante casi la tarde entera, pero un superior siempre le tenía un ojo encima, una botella de agua cerca y una invitación de comida gratis abierta.

Tenía doce años con una segunda familia propia, comía los bentos de una de sus primas, o iba con el equipo titular de tenis a comer sushi en lo de los Kawamura en las ocasiones especiales, o acaso Oishi-senpai se había levantado temprano a preparar comida para todos y Fuji y Eiji compraban bebidas del carro mercante que se estacionaba frente al instituto.

Tezuka-buchou era una figura silenciosa, inalcanzable y sin embargo más presente que un padre ausente. Inui era un hermano mayor molesto, que parecía planear tu caída pero siempre te defendía de los comentarios de los demás, y Kaidoh, bueno, era ese amigo que quieres ahogar en su propio plato de ramen.

Oishi-senpai sin embargo, con su comida y galletas, con una botella de agua extra siempre en su mochila, con recordatorios de exámenes y tareas olvidadas, omnipresente aún en su apuro de una labor a otra, fue desde el inicio una presencia tan familiar como dolorosa, un recuerdo que nadie había logrado desenpolvar desde hacía años. Le corregía los modales con un jalón de orejas, y le guardaba la última bola de arroz mientras negaba todo favoritismo.

Con todo eso, no debió haberse sentido tan mortificado el momento en que lo llamó "mamá" por primera vez.

*

Así que, tiene catorce años, tenis, mejores calificaciones que en años porque Ryuuzaki-sensei lo sacaría del equipo de otro modo, un torneo ganado y muchos por venir, amigos por doquier, dos familias distintas, el día que llega de casa de Oishi-senpai con un puñado de dulces y un saludo de éste para sus hermanos, y encuentra a los mellizos mirando extasiados a su madre, que a pesar de tener una sábana alrededor de sus hombros, se encuentra sentada en los escalones de la casa, por primera vez en años a la luz del ocaso iluminándole el cansado rostro.

Se le ve acabada, pálida, delgada, con el cabello recién lavado luciendo frágil amarrado en un moño, y tiene los dedos enredados en el cuello alto que lleva puesto, apretando la tela con uñas demasiado cortas; pero en la puerta de la casa que su familia ha puesto en pie durante su convalecencia, corta una figura casi tierna.

A Takeshi sólo se le hace un nudo en el estómago cuando esta mujer con la que no puede presumir familiaridad alguna, se pone de pie al verlo y tras varios segundos de incredulidad rodea su espalda entre delgados brazos.

Llora, y él lo que más quiere es arrancarse de su lado.


o2. PoT. Momoshiro -> Oishi. Girasoles. 7,060 palabras.
[Como 1000 errores, pero la terminaré]Takeshi llevaba cerca de una hora esperando fuerza del zaguán de su superior. A ratos se entretenía escuchando música o mandando mensajes sin ton ni son a Echizen, malabareando un par de pelotas de tenis con una mano mientras evitaba repasar lo que diría a Oishi-senpai cuando llegara a casa.

Hubiese sido más fácil tocar a la puerta y esperar que su madre abriera, pero arriesgaría tener que explicar el grueso ramo de margaritas que llevaba bajo el brazo, (y no se creía con la suficiente valentía para decirlo dos veces) le horrorizaba. Mejor quedar en la intemperie, con el fuerte sol tocándole las mejillas y haciendo que sudor le escurriera en nuca y frente, y la mirada de los vecinos que seguían asomándose, extrañados, curiosos y entretenidos por el chico esperando frente a la pequeña barda de madera y con la casa de los Oishi a sus espaldas.

La vecina de la casa de enfrente, una señora antigua que parecía pertenecer a un museo (y casi podía sentir el coscorrón de su superior si le escuchara decir tal cosa), insistía en reírse de ser tan vieja como el polvo y seguía encontrando cosas que hacer frente a su portón, ya fuese barrer la impecable acera muy lentamente o regar sus macetas ya escurriendo de agua. Francamente, Momoshiro evitaba mirarla más que por el rabillo del ojo, pues algún truco parecían tener las abuelas para saber que las insultaba, incluso cuando sólo lo hacía en su cabeza. No quería que lo corrieran del barrio a escobazos.

Fue cerca de la quinta repetición de espera-textos-música-malabares, que su superior dio vuelta a la contracalle, pero el saludo alegre de Takeshi quedó atascado en su garganta cuando vio a Tezuka-buchou marcarle el paso. Se sonrojó. Hubiera tomado sus mochilas del suelo y subido a su bicicleta y pedaleado tan rápido como llegó, pero eso significaría darse por vencido sin intentarlo siquiera y dejar morir las margaritas bajo su brazo, sólo para intentarlo de nueva cuenta al siguiente día, y quién sabe si los mejores amigos acostumbraban a reunirse todas las tardes. Ante tal posibilidad, mejor avalentonarse ¿o no?

Se arregló la garganta y alzó el brazo que tenía desocupado para saludar a los que se acercaban.

-¡Oishi-sempai! ¡Hey, hola, Oishi-sempai!-

Le hubiera sido imposible negarse a sí mismo que la mirada sorprendida y la sonrisa de su superior al encontrarlo frente a su casa no le aceleró el corazón, pero nadie más tenía porqué enterarse.

-Momo, ¿qué haces por acá?-

-Bueno, yo…. hola otra vez, Tezuka-buchou-

-Momoshiro.-

Los tres quedaron por largos segundos en medio de un expectante silencio, Takeshi con las palabras en un nudo en su garganta, Tezuka con la mano en un hombro de su mochila, estoico como era su costumbre, y Oishi a cada instante más confuso y preocupado.

-¿Todo está bien?-

-¿Eh? ¡Sí! Claro, porqué no habría de estarlo, es sólo que… que yo…-

Al final fue la mirada suplicante que Takeshi le lanzó a su capitán lo que rompió el incómodo momento, éste dio un paso hacia la entrada, apenas girando la cabeza para lanzarle una mirada a Oishi antes de abrir el pestillo de la barda como si lo hiciera todos los días.

-Te espero adentro.-

-Oh, seguro. Ya sabes dónde está la llave.-

Fue entonces que quedaron sólos, y Momoshiro aún sin palabras, con el ramo en un brazo, su celular en la mano y en los pies la urgencia como de correr, y enfrente a Oishi que parecía querer decir que dejara de mirarlo y hablara de una buena vez, pues comenzaba a sonrojarse.

¡Al mal paso darle prisa!

Takeshi cerró los ojos por un instante y tomó una gran bocanada de aire mientras se echaba el teléfono a la bolsa de su uniforme, haciendo una pequeña reverencia ante su superior y extendiéndole las margaritas sobre sus manos abiertas como si de una espada se tratara.

-¡Me gustas mucho, senpai!-

Bien hubieron dejado las palabras sus labios se sintió tonto y agradeció que la posición le dejara mirar al suelo. Las mejillas muy probablemente le flameaban, y el largo silencio que siguió no ayudó en lo absoluto.

-…Momoshiro.-

Había cautela en su nombre, duda en siquiera continuar, y como un balde de agua fría Takeshi se dio cuenta que de entre las posibilidades que había imaginado durante semanas, ninguna había sido negativa. Ingenuo, tal vez. Tonto, en definitiva, pero había dado por sentado que Oishi-senpai le daría la oportunidad de siquiera intentar y conquistarlo.

-Aa.- Levantó el rostro aún sin quererlo, y aquellos ojos verdes sólo se mostraban tristes y compasivos. Se enderezó, con las flores en una mano y recargadas en su hombro derecho como sosteniendo su raqueta para agarrar fuerzas, porque si bien había sido impulsivo desde el momento que la idea le vino a la mente, tenía que al menos salir de ésta con la frente en alto. Quien no arriesga no gana ¿cierto? Aunque en este caso, ni así. -No importa, senpai, ni un poco. Calculé mal.-

Le lanzó una sonrisa al ojiverde, forzada despreocupación delante de la vergüenza que amenazaba con encerrarlo en casa durante un mes, pero en lugar de reconfortar a su superior, éste frunció el ceño.

-Sí importa.-

Qué le quedaba a Takeshi sino mirar al suelo e intentar agarrar valor cuando Oishi insistía en hacer que le palpitara el corazón más deprisa; hubiese sido más fácil todo si no supiera que le quiere, como amigo, pero le quiere. -Tezuka y yo…-

Es la pausa llena de expectativa, que hace que caiga en cuenta del significado de la visita al parecer tan natural de su capitán, el pestillo abierto en un paso y el que halla sabido debajo de qué maceta encontrar la llave de la puerta. Y entonces sí, se sintió sonrojar por debajo del cuello, porque su capitán probablemente sabía que del otro lado de la puerta y jardín Momoshiro se declaraba a su novio.

-No diga eso, vicecapitán. Oh dios, he quedado como un idiota.- Se cubrió el rostro con el ramo de flores, poco le faltaba para golpearse la frente, ¿cómo podía ser tan incauto?

-¡Momo!- pero por alguna razón su superior le tomó entonces de la muñeca evitando que escondiera la cara. Se oía molesto, pero Takeshi no hubiera podido decir porqué, el carácter del ojiverde en ocasiones llegaba a ser peculiar. -Tezuka y yo. Bueno, salimos, supongo. Pero lo que tú… sientes… sí importa, de verdad. Siempre importa, aunque la otra persona no pueda corresponderte.-

Y así, tan amable y gentil como era él, le rompió el corazón.

-Aa. Quizá. Mejor que me vaya. ¿Sí? Nos vemos mañana, senpai.-

Le robó una mirada, tendida y llena de añoranza, porque imaginaba no poder dirigirle la palabra durante el resto del semestre, con ojos verdes observándole de vuelta, apesedumbrados los dos por iguales y distintos motivos, hasta que varios segundos después se vio forzado a dar medio giro, tomar su mochila del suelo y de la pared su bicicleta, y pedalear, ahora lento cuando de llegada había apurado el paso, de regreso con la esperanza en trozos.

No fue sino hasta sacar las llaves de su casa, cuando guardaba su bicicleta al lado de las de sus hermanos, que percató que Oishi-senpai le había quitado el ramo de margaritas de las manos.


o3. SPN. Robot!Cas. 8,239 palabras

[Probablemente abandonada]El techo es una cúpula de vidrio reforzado. Los Acompañantes podrían permanecer a dos pulgadas de una pared blanca durante cada día del resto de su existencia, y no conocerían el aburrimiento, pero los Compradores prefieren la luz natural, el cielo de mañana que es gris y nublado, los cuervos a media tarde, puntos negros en un manto rojizo, marrón y naranja, ensuciando los cristales cada par de horas. La humanidad, coja y arrepentida después de la última guerra, los recibe con los brazos abiertos, a los cuervos y a sus despojos, y al cielo que no es el mismo de hace un siglo. “El cielo es realmente hermoso el día de hoy, ¿no crees?”, Castiel escuchó a una mujer de corta estatura y más arrugas que años decirle a las puertas de la Compañía a su Acompañante, un hombre alto, rubio, de ojos fríos y uñas perfectas, que le sonrió a ella y miró cielo arriba, sin el tono distraído de quien realiza mecánicamente una tarea al contestar “Sí, lo es”, sin mirar al edificio que lo había albergado por dos décadas.

Castiel sabe esto, pues es el Acompañante más antiguo en la Compañía. Cada par de años alguien lo elige de entre sus hermanos, pero sus dueños siempre encuentran el camino de regreso. Algunos le miran de reojo durante el camino, murmurando excusas o simplemente observándole, buscando algo en sus ojos que Castiel nunca ha aprendido aún a expresar. Otros apuran el paso y evitan siquiera mirarlo al exigir un cambio a la compañía. Es inevitable, memorizar un nombre, calle, número, si le gusta el pan tostado o los huevos estrellados bien cocidos por la mañana, el café con dos de azúcar o un trago de whiskey, y regresar.

No hay nada mal con él, es lo que los Programadores dicen en el examen anual, y sus compradores nunca saben qué responder. No pone demasiado almidón a la ropa, no hay rastros de comida en los platos, sigue las instrucciones religiosamente, es educado con los invitados y no ocasiona peleas con los otros Acompañantes. El que no haya ningún problema en su programación es la única razón por la que su chip no ha sido reemplazado, pero con cada rechazo su precio se devalúa, y pronto el costo de componerlo será inferior a la pérdida, y él no será Castiel ya más.

Por alguna razón, esto le hace mirar al cielo.

*

A la mañana siguiente, un Comprador entra a la Compañía. Es alto, más que sus hermanos y los vendedores, y por largos momentos se muestra imponente en su traje impecable, observando a su alrededor como quien se sabe dueño del mundo, pasando de largo a los más orgullosos de sus hermanos, quienes levantan la barbilla como queriéndose hacer más altos, merecedores de su atención. Castiel sólo inclina la cabeza hacia un lado, una costumbre que su programador nunca creyó importante eliminar, y le mira, pues en cuanto una de las vendedoras deja su puesto y alza la cara para sonreírle, el Comprador parece encogerse un par de pulgadas, baja los hombros y sonríe, hablando un lenguaje tan humano que aunque Castiel puede escuchar sus voces desde el extremo opuesto de la Gran Sala, no comprende por qué la vendedora se sonroja y oculta una risa en sus ojos.

-Nuestra línea de Acompañantes han sido diseñados para acomodar las necesidades del ser humano hoy en día. ¿Has conocido alguno con anterioridad? ¿No? Su piel es suave y podrías estrechar su mano o tener una conversación sin reconocer lo que es en realidad, pero un golpe fuerte transforma al instante la forma en que su cuerpo reacciona a agentes externos. Esto es parte de la Garantía, tu Acompañante será perfectamente capaz de realizar trabajos pesados y resistir una amplia gama de accidentes. Por supuesto, las Tres Leyes son el núcleo de cada chip…-

Lo que la vendedora dice, no es del todo verdad. La mayoría de los Acompañantes en la Sala fueron diseñados hace más de medio siglo, bajo las reglas del mundo antes de la guerra, y aprendieron de los humanos durante ella, pero si hay algo que no ha cambiado, es que la humanidad aún con su volubilidad se adapta a sus propias limitaciones. Y hace sesenta años no ha habido más descubrimientos tecnológicos, demasiado ocupados estaban en rehacer un mundo en ruinas.

-Este,- dice el Comprador, y aunque Castiel no hubiese estado observándolo, sabría de inmediato que habla de él. -No es como los demás.-

No es la primera vez que oye esto, es lo que normalmente atrae a sus compradores. Sus ojos son muy azules, tuerce el cuello, mira al cielo y no sonríe, parece ver todo y comprender bien poco o nada, mantiene los brazos tras su espalda, o si no le ordenan lo contrario y el atuendo lo permite, sus manos gravitan a sus bolsillos. Mientras que sus hermanos mantienen cada cabello bien peinado en su lugar hasta el final del día, él tiene programada la tendencia de pasarse los dedos por la cabeza a mitad de la mañana. Sus compradores basan sus expectativas en su apariencia, pero lo que desean de él es intangible.

-¿Dónde firmo?-

*

Es así como Castiel termina siguiendo a su Comprador, de quien pronto aprende su nombre es Samuel Winchester, de regreso a su trabajo. Caminan, porque éste, al igual al que otros humanos que ha conocido, prefiere sentir el suelo bajo cada paso, y las millas tras de él. Sam es ingeniero, uno de varios a cargo de la construcción de la nueva carretera interestatal, y el edificio en el que trabaja es más ancho y largo que alto, cada piso mitad concreto, mitad cristal, de tal forma que aún antes de entrar se puede ver a los compañeros de Sam trabajar, y aunque el cielo está nublado la necesidad de luz artificial es mínima y discreta.

El humano no pide nada de él. Entra a su oficina, se quita la chaqueta, le señala donde sentarse, y empieza a trabajar en una sección de su escritorio de cristal, bolígrafo en mano, en una computadora casi tan delgada como una hoja de papel y la misma flexibilidad y durabilidad que un Acompañante. Durante largas horas, Castiel simplemente observa. A la derecha de la oficina, se puede ver por la transparente pared a su compañera, una joven mujer rubia que tiene su propia computadora fija a la ventana, donde puede trabajar con el cielo gris como lienzo. Para ambos la hora del almuerzo empieza a la una de la tarde, cuando una mujer más joven que ellos toca a la puerta, contenedores de comida en manos, que se apura a repartir en las oficinas con una sonrisa que promete problemas.

Sam le sonríe a Castiel antes de almorzar en compañía de su vecina, Jessica, quien sonríe y le habla con familiaridad que habla de años de conocerse. Castiel observa, pues aunque es posible que esta semana termine de vuelta en la Compañía y al final de mes en el cubo de reciclaje, o quizá debido a esta posibilidad, es su deber satisfacer a su dueño. Sam come en pequeños bocados una ensalada de lechuga, zanahoria, pimiento amarillo, cilantro y tomate; y toma sorbos de un jugo de frutas que Castiel piensa no contiene azúcar, y cuyo precio es probablemente tres veces su costo original. Para terminar, él y Jessica comparten una pequeña tarta, y es tal el contraste con el ligero almuerzo que ambos consumieron que sin comando necesario, Castiel siente su cabeza caer ligeramente a su derecha, confundido.

Nunca comprenderá a los humanos.

*

El resto de la tarde transcurre en un ritmo similar al matutino. Sam dibuja, habla por teléfono, recibe un paquete, habla con Jessica, sostiene una conferencia con varias personas en dos lugares diferentes de América, sale, entra, y en medio de todo ello se prepara un café latte en la máquina al final del pasillo. A las seis levanta la vista, y luce tan sorprendido de encontrar a Castiel en la oficina que éste se pregunta si ha obviado alguna regla implícita en su nuevo contrato, pero Sam se sobrepone casi de inmediato y sonríe.

-Casi termino. Sólo dame unos minutos,- dice, y sale a discutir con un compañero tres puertas a su derecha. Bien podría comunicarse en menos de dos segundos con la computadora, pero el joven parece disfrutar del continuo movimiento. Castiel sólo sabe lo que aprende de cada humano, y no tiene la suficiente información para llegar a una conclusión acertada, pero como testigo de la guerra y la reconstrucción, sabe que los humanos de la edad de Sam nacieron en un búnker y crecieron en casas dilapidadas. La claustrofobia no es una enfermedad de pocos, y aún las paredes de las escaleras son de cristal reforzado.



* historia: fanfic, - fecha: julio

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