# 3 - Old Works

Jan 20, 2008 00:59

If you don't enjoy murder, don't read on. Like the first story of the Old Works series, this was average fiction turned into fan fiction for admittance in a forum. And also, a challenge entry for a Homicide and Despair themed competition. I didn't win though. Not even a special mention.
This is the original, corrected version.

Honey, don't.

El sonido calmo de su respiración era lo único que rasgaba el silencio pesado y hueco de la noche. Me transmitía una sensación de paz indescriptible, como si el simple hecho de oírlo inhalar y exhalar con tanta tranquilidad fuera una afirmación de que el mundo se hallaba en armonía.
Me acerqué un poco más al borde de su cama, casi tocando el algarrobo esmaltado con las rodillas desnudas. Un rayo de luz de luna impactaba justo sobre su rostro plácido. Sonreí. Sus mejillas estaban levemente arreboladas y lucían tibias y suaves. Los labios finos, ligeramente separados y tensos en un gesto casi sonriente. Los párpados de vez en cuando temblaban, movidos por un reflejo natural que jamás dormía.
Me quedé así, hipnotizada por unos segundos eternos. Su belleza infantil, sus rasgos querúbicos y amables me producían un calor extraño por dentro, como si mi sangre y mis venas fueran puestas a fuego lento. Quise extender los dedos y rozarlo, tocarlo apenas para poder detectar cuán tersa era su piel. Quise acercar más mi cuerpo para poder aspirar un poco de su aroma y compartir un poco de la tibieza de su presencia. Supe que no podía hacerlo, porque abriría sus maravillosos ojos y me vería allí parada, vestida con mi camisón de satén y la expresión enamorada y tonta en la cara.
Volví a concentrarme en las líneas armónicas de sus mejillas y su nariz. Observé sus cejas negras y despeinadas en contraste con el pelo plateado; y los costados de la boca se me humedecieron cuando mis ojos se posaron sobre la breve curva de su cuello dúctil.
Acallé los gritos de mi corazón y mi mente, que me arrastraban a llevar mis labios hasta aquella pieza exquisita y saborearla de forma salvaje y hambrienta. A estas alturas, mis brazos ya no podían soportar más la visión. Temblaban y se sacudían, mudos, al tiempo en que mis uñas se enterraban ferozmente en las palmas y los nudillos se me tornaban blancos.
Deslicé mi mirada nuevamente, esta vez con más precaución pero no menos dolor. Su pecho de alabastro era totalmente lampiño. Se elevaba y descendía con movimientos elegantes y suaves, siguiendo el ritmo metódico del aire entrando y saliendo de sus pulmones.
Eso era todo lo que la sábana de lino blanco me enseñaba. Debajo de ella se encontraban otros tesoros cubiertos y escondidos, quizá demasiado hermosos y sublimes para ser expuestos a mis no tan inocentes ojos. No pude contener la tentación, al imaginarlo desnudo debajo de su fina cubierta de paño. Con toda la delicadeza y precaución con que pude obrar, tomé entre los dedos el borde de la sábana y fui descubriendo sus curvas lentamente. Cada milímetro de piel que veía la luz me inquietaba más, y ansiaba con todas mis células ver qué había debajo de la línea de sus caderas...
Mi decepción no fue leve al descubrir que la parte inferior de su cuerpo estaba vestida con pantalones de algodón, de un color gris que casi se mezclaba con la palidez de su piel. Me encogí de hombros, y busqué con la mirada otra parte de su cuerpo para continuar deleitándome. Encontré sus manos: La derecha descansaba recta y con los dedos desplegados justo al lado del muslo, y la izquierda se apoyaba apenas en la cadera, sostenida por el elástico de los pantalones. Parecían dos arañas blancas de patas audaces y quebradizas. Mi imaginación elaboró placenteras ensoñaciones acerca de cosas maravillosas que aquellos dedos serían capaces de realizar.
Mientras fantaseaba, algo inmutó su reposo y congeló todas mis terminales nerviosas. Se giró perezosamente sobre un lado, sin despegar los ojos gracias a Dios, y me dio la espalda.
Me estremecí al notar por primera vez la perfección de su cuerpo, la belleza y magnificencia que me embriagaban. Pensé que en cualquier momento hiperventilaría ante tal exquisitez.
Y de repente, como quien no quiere la cosa, recordé el motivo de mi visita nocturna.
Dudé, mis músculos se tensaron y se relajaron repetidas veces, enlacé mis dedos y los apreté como un nudo. Un cuerpo extraño bloqueó mi garganta y me vi obligada a tragar con fuerza para permitir el paso del aire hasta mi pecho.
Me sentí mareada y asqueada, las sienes me pulsaban repugnantemente. El simple hecho de sentirme tan viva me hacía desfallecer en aquel lugar.
Sin embargo mis piernas y pies subsistieron ante tales sensaciones y permanecieron firmes y duras como pilares.
Ignorando el sudor que empezaba a brotar de mis poros y el incipiente calor febril que me invadía, me di permiso de tocar su fantástica figura angelical, primero con las yemas de los dedos y luego, poco a poco, con el resto de mis manos. Era como acariciar un traje de seda, o la superficie de un lago.
Era el Paraíso.
Otra vez se removió en sueños, y se volvió hacia mi, esta vez con una sonrisa juguetona en los labios. Inconscientemente levantó una mano y estrechó la mía con firmeza un segundo, para luego liberarla sobre una zona arbitraria de su abdomen, alentándome a continuar con mis caricias.
No desobedecí, dejé que mis dedos recorrieran el valle encontrado entre el plexo solar y la parte más baja de su vientre, invadiendo tímidamente el espacio debajo del elástico gris. En aquel cuerpo, la sangre podía sentirse latiendo en cualquier zona, y aquella no era excepcional. Más desinhibida acerqué mi rostro hacia la parte que acariciaba y comencé a cubrirla de besos ligeros y húmedos, sintiendo pequeños escalofríos estremecer la superficie.
La pasión acabó dominándome; separé mis labios y di paso a mi lengua para que contribuyera con los estímulos y aumentara la presión de mis besos. Inclusive aprisioné su carne entre mis dientes una o dos veces. La última, un delicado gemido escapó la garganta de él, y finalmente sus párpados perfectos se separaron y los ojos vidriosos resplandecieron en la semi oscuridad.
Cuando se topó con mi figura, inclinada sobre sí como un predador a punto de devorarle las entrañas, una expresión inquisitiva le frunció el ceño. Pero no dijo nada. Simplemente se incorporó despacio, tratando de despabilarse y de comprender la situación. Yo permanecí arrodillada en el suelo a su lado, rodeándome con mis propios brazos y con las mejillas tintadas de rosa. Realmente había disfrutado el sabor de su piel, el movimiento de sus músculos entre mis dientes. Pero no estaba segura de ser capaz de soportar su enojo, si es que estaba enojado. Mi vista se clavó en los tirantes de madera de su lecho. Un silencio incómodo reinó por unos momentos, en los que pude jurar que la temperatura había descendido. Quizá era mi sangre enfriándose...
Fue tan brusco, tan repentino, que hizo que mi pecho se contrajera. Sus dedos tomaron mi mentón y lo levantaron, y por un segundo su mirada y la mía se encontraron. Luego, nuestros labios lo hicieron. Primero no fue más que un simple roce, pero luego sentí su lengua invadiendo mi boca sin compasión, recorriendo cada centímetro de piel suave que era capaz de detectar. El shock no me impidió responderle, y el beso se volvió más profundo.
Aún en ese momento, con sus brazos alrededor de mi cintura y su pecho oprimiendo el mío, no pude apartar mi mente de la misión que me había llevado hasta a él. Nuevamente me sentí débil y nauseosa, e interrumpí el apasionado encuentro. Volvió a mirarme con su deliciosa cara contraída en una expresión de desconcierto, y simplemente le sonreí. Era el momento. Si permitía que me besara de vuelta estaría cometiendo un error garrafal. Me incorporé y apoyando las palmas de mis manos en sus hombros amplios, lo empujé tiernamente sobre el colchón hasta acostarlo. No se resistió. Ahí con la cabeza hundida en la almohada y los ojos abiertos y resplandecientes, parecía una criatura esperando que le leyeran un cuento.
Qué hermoso eras...
Enterré el rostro en su cuello, ya no pude contener las lágrimas un segundo más. Rodaron por mis mejillas silenciosamente, y mientras tanto, le besé, acaricié y mordí cuanto pude y con todo el cariño que guardaba dentro. Sus manos se elevaron hasta acariciar mi espalda y mis caderas suavemente.
No, no, no. Estaba mal. No le permitas distraerte, me dije. Y lo hice. Lo hice.
Mis manos volaron hacia el sitio que anteriormente habían mimado, en su cuello, justo sobre su nuez y apenas por encima de su clavícula. Primero lo rocé una vez más con los pulgares, y sus ojos volvieron a clavarse en los míos, repentinamente comprendiendo mis intenciones.
Finalmente, presioné hasta el fondo. A medida que lo hacía pude sentir la carne amoratándose, su delicada tráquea cediendo ante la fuerza que le aplicaba. Ahora su boca se había abierto por completo, tratando enérgicamente de aspirar, pero era en vano. La compresión de su cuello impedía el paso del oxígeno. Su rostro se volvió cerúleo, y sus dedos sujetaban mis muñecas pálidas, pero no le quedaban suficientes fuerzas como para luchar. Tras gemir y ahogarse un par de veces más, sus esfuerzos cedieron. Su expresión se relajó y dulcificó, y con un beso le cerré los ojos.
Desenterré los dedos de su cuello, observando con pena y repulsión las marcas rojas y violentas que le habían dejado. Su cuello era perfecto, y yo lo había arruinado.
Lloré desconsoladamente sobre su forma sin vida por unos instantes, con la mejilla derecha apoyada en el pecho. El calor lo abandonaba demasiado rápidamente. Pero estaba relajado. Si se ignoraban las marcas del homicidio en su piel, podía imaginárselo como un príncipe dormido. Aunque a diferencia de los cuentos, él estaba muerto para siempre. Frío, inanimado. Aún así la belleza nunca lo abandonaría; sería un cadáver perfecto y hermoso, y reposaría en su tumba despertando la envidia de todos los demás cuerpos.
La noche estaba vívida en el exterior, se escuchaban diversos sonidos tranquilizantes, incluida una suave música bailable que venía de a lo lejos. Mi cuerpo parecía un cadáver también, helado y pálido. Mi mente se colmó de recuerdos incómodos, recuerdos horribles que involucraban al hombre que acababa de matar y sus espeluznantes pecados, recuerdos que justificaban su muerte, pero a la vez me llenaban de culpa y me estremecían.
Por unos breves segundos quise correr sobre mis pasos, abrir su boca, unir mis labios con los suyos y soplar Vida nuevamente dentro de sus pulmones. Pero era imposible. Y la sensación pasó...

Me dirigí a mi cuarto, situado apenas a unos metros de aquel, a paso lento y arrastrado. Cerré la puerta de aquella cámara mortuoria tras de mí, y contemplé los corredores color perla alfombrados de rubí. Los colores eran demasiado fuertes para mis ojos cansados. Entré a mi habitación, sin siquiera encender las luces, y me eché en la cama.
Pero apenas cerré los ojos vi el rostro de él, azulado y retorcido de horror, y comprendí que sería una imagen que me mantendría despierta para siempre.

Mon Dieu.

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