Pairing: Kai/Ruki
Rating: R
Disclaimer: Not mine
Abro los ojos despacio, sin dudar un segundo sobre dónde me encuentro o cómo. Escucho el ruido de vajilla y agua que corre, pasos sobre la madera, el refrigerador que se abre, y luego se cierra. Una lata de gaseosa. La tabla de picar.
Me levanto tranquilamente, esta vez con más precaución, y observo mis manos. No tienen nada, los anillos y las pulseras se han ido. Tengo el pelo húmedo y puedo sentir mi propio aroma a champú.
Antes cuando Kai me bañaba durante mis períodos de inconsciencia me daba un poco de pudor, pero luego me acostumbré. A fin de cuentas, él conoce mi cuerpo mejor que yo, y sabe qué es lo mejor para cuidarlo. Ahora ya no tiene importancia. No tengo que bañarme ni escoger ropa de dormir o cambiar las sábanas. Cuando me desmayo, de todo se encarga él.
Camino sin hacer ruido hasta la cocina y lo veo enfrascado en sus tareas. Apenas ha puesto a calentar la sartén, pero la ensalada de calabaza y arroz ya está en el bol de vidrio, y la mesa está prolijamente puesta. Asumo que hizo todo con mucha tranquilidad porque no había forma de saber cuando yo despertaría.
Paso desapercibido sólo un momento; enseguida levanta la vista hacia donde estoy, me mira de arriba abajo, se cerciora de que tengo algo de color y continúa con lo suyo. No espero nada más. Me siento en la mesa y me dedico a observarlo.
Kai es mi enfermero. Dedica su vida a cuidar de mí, porque nadie más puede hacerlo, y no hace ninguna otra cosa que no sea velar por mi salud y encargarse de nuestro hogar. Cuando digo esto, no me ando con chiquitas. Me refiero a que Kai realmente no hace otra cosa: no habla de más, no pierde el tiempo, no mira televisión, no sale con mujeres. En la casa nunca hay nada roto, sucio o desordenado. La despensa siempre está llena a rebosar, el césped está corto, las camas limpias y tendidas. Ese es su trabajo, por eso le pagan una pensión, un seguro médico y un aporte jubilatorio. Cuando yo muera el podrá vivir cómodamente. Hasta entonces, es un empleado intachable.
En cuanto a mí, no hay mucho que decir. Tuve una vida que podría calificarse de normal hasta que entré a la universidad, donde quería licenciarme en arte moderno. Me mudé a Tokyo con el consentimiento de mis padres, quienes me ayudaban con una porción de la renta y la matrícula mientras yo pagaba el resto con un trabajo de medio tiempo. No había nada fuera de lo común, nada que indicara que las cosas cambiarían drásticamente. Sin embargo así fue. Y de un día para el otro me encontré internado en una clínica. Había estado en coma por semanas, mis padres habían sufrido mucha angustia pensando que quedaría conectado a máquinas por años. De algún modo me desperté, desorientado, pero lúcido.
Me descubrieron una enfermedad incurable, pero no era eso lo que me había inducido el coma. Simplemente perdí el conocimiento en medio de unas escaleras y caí por ellas. El golpe me había provocado un coágulo acentuado por traumatismo, pero afortunadamente me libré de él mediante la operación que me hicieron en la clínica. A pesar de todo, estaba la realidad de mi enfermedad: había un tratamiento posible, pero mi vida como la conocía habría de cambiar. No había forma de que anduviera solo por la ciudad, de que me encerrara a estudiar o mucho menos que trabajara. Mi juventud acabó ahí, en esas escaleras.
Algunas cosas sucedieron entretanto, pero finalmente mis padres decidieron que la forma más idónea de llevar a cabo mi tratamiento era enviándome a nuestra casa en las montañas. ‘Allí el aire es más puro y no tienes obligaciones. Puedes hacer y deshacer cuanto quieras sin peligros, porque no hay tráfico, ni horarios, ni grandes necesidades.' Y yo no tenía mucho más que hacer. O me mudaba, o me quedaba con ellos en la casa familiar, donde sólo podía ser un estorbo para aquellos cuyas vidas debían de seguir adelante.
A veces extraño mi independencia, el estrépito de la ciudad y la presión académica. Hacía cosas muy distintas antes, era distinto y me comportaba acorde a mi edad.
Pero ya han pasado cuatro largos años desde aquello. La enfermedad ha avanzado con la lentitud de una hormiga obrera que abre una guarida en la madera fresca: no es nada fácil para ella, pero persiste y de a poco avanza.
Mi cuerpo tampoco es el mismo. Con los días, parece que se transparentara. Me vuelvo más pálido sin importar cuánto tiempo pierda echado bajo el sol, y mi pelo se aclara. Hasta mis ojos perdieron el negro impenetrable que antes tenían, y ahora son más líquidos, como un tronco cortado y barnizado.
Sirvo la comida para los dos en silencio: en su plato, algo de pescado blanco planchado y ensalada; en el mío, pescado frito y arroz blanco. No dice nada mientras come concentrándose en utilizar correctamente los cubiertos. Durante todo el tiempo que cenamos, no se pronuncia una palabra. Normalmente es así, y no puedo decir que a esta altura me moleste. No conozco mucho de la historia de Ruki, se me asignó cuidar de él en un momento muy complicado de mi vida, cuando realmente necesitaba alejarme. Quizá indirectamente me salvó de un destino muy turbio, porque me encontraba verdaderamente perdido.
La primera vez que lo vi, sin embargo, supe que deseaba desempeñar mi trabajo con total eficacia: él era un joven muy agradable, sin mañas y silencioso. Parecía haber aceptado su claustro con particular tranquilidad. Para él era una cosa que no podía evitarse, y aunque en muchos sentidos era el blanco de la pena de todos, a mí me resultó instantáneamente alguien admirable. Así que nuestras vidas pasaron a ser una calle de mano única. Todos los días, despertando, medicándolo, alimentándolo, vigilándolo. Quizá resulte un poco sorprendente que hayamos convivido cuatro años de esta manera tan rutinaria.
Pero de algún modo a los dos nos ha curado las heridas la tranquilidad.
‘Estoy satisfecho.'
Alzo la vista cuando lo escucho pronunciar esas palabras, y observo mientras se limpia las comisuras de los labios con delicadeza. Todos sus movimientos son más lentos de lo normal, pero he llegado a notar que él no se da cuenta. Simplemente se ha acostumbrado a hacerlo todo de esa forma, aunque sea extraño a la vista de otros.
‘¿Ha estado bueno?', le pregunto, viéndolo doblar la servilleta.
‘Ha estado muy bueno, muchas gracias por la comida, Kai', responde sonriéndome. Hasta ese gesto se antoja distorsionado en su rostro pequeño.
De repente, nos quedamos viéndonos a los ojos. Su boca se abre un par de veces, para luego volver a cerrarse sin emitir sonido. Yo tampoco digo nada, pero extrañamente me siento incómodo. Casi nunca nos envuelve la tensión o la incertidumbre, nuestros días se suceden sin estrés de ningún tipo.
Sin embargo, está claro por su gesto nervioso que algo malo está sucediendo.
‘¿Qué sucede, Ruki?'
Me mira intensamente, y retuerce la servilleta doblada entre los dedos.
Me sabe muy mal la atmósfera que nos rodea, y de a poco siento cómo se me escapa la paciencia.
‘Kai, yo...' Le tiembla la voz al pronunciar mi nombre.
‘Ruki...'
Inspira una bocanada de aire y todo su cuerpo se afloja sobre la silla.
‘Creo que voy a morirme pronto...'