Careful (9/14)

Mar 21, 2012 22:42

Pairing: Kai/Ruki
Rating: R
Disclaimer: Not mine



La enorme maleta de lona negra descansa sobre la mesa, como un animal dormido sobre una loma.

Me descompone el sólo verla.

Mi madre sostiene mi hombro mientras habla y habla sobre cosas que no entiendo, porque no me molesto en prestarles atención; mientras que Kai se mueve por todos lados llevando y trayendo objetos, con Uruha pisándole los talones. De repente la escena me parece estúpida y agobiante - nunca hay tanta gente en casa, y me molesta.

‘Hijo, ¿estás seguro que no prefieres que me quede unas semanas aquí contigo?' No es tanto la voz de mi madre, sino su ofrecimiento lo que me hace salir del ensimismamiento. La miro fijamente a los ojos, para darle más firmeza a mi respuesta:

‘Por supuesto que no. No es gran cosa. Ya es suficiente que le pagues a alguien para que me cuide... Si además te quedas a supervisarlo será un exceso.'

Me sonríe, aunque el gesto no alcanza a sus ojos, impregnados de preocupación. Sé que hay pocas cosas que hieran más a mi madre que mi enfermedad, pero ya no puedo dejar que la vida de nadie se vaya en eso.

‘Cuando tengas algún tiempo de vacaciones, te permito que vengas a visitarme. Hasta entonces, atiende tus responsabilidades.' La miro serio, y luego sujeto sus manos, observando la manicura impecable. ‘¿Hoy ya has faltado, no?'

‘Nunca falto, hijo. Con gusto me han dado el día. No te preocupes...' Sus dedos recorren mi mejilla, mi sien, y se hunden en mi flamante pelo rubio. ‘Normalmente no me gustan estas modificaciones, pero tengo que reconocerte que te sienta muy bien.'

‘Gracias, madre.'

‘Ya está todo cargado', nos interrumpe la voz de Uruha. Mi madre le sonríe y se pone de pie, levantándome con ella. Kai aparece con una mochila de cuero a la espalda y la frente perlada de sudor.

‘Solamente queda la maleta' declara con solemnidad.

Los cuatro nos miramos incómodos. Supongo que todos esperan que me ponga a llorar o algo parecido, sobretodo mi mamá y mi terapeuta, que me miran como si se acabaran de enterar que soy un enfermo crónico. Como es lógico, repelo esas miradas que jamás he apreciado en lo más mínimo. Y poso la mía en la de Kai.

Sus ojos están oscuros, sólidos, como lo han sido siempre. Me siento como si estuviera frente a una puerta que se mantiene cerrada con obstinación, y me dan ganas de soltar una carcajada desdeñosa.

Hablamos todo cuanto pudimos, pero no me dio más explicaciones. Y ahora, todas sus cosas esperan ser transportadas a quién sabe donde, como si los recuerdos dejados atrás no tuvieran relevancia alguna, como si ocuparan demasiado espacio en la camioneta para ser siquiera considerados.

Es entonces cuando todo enmudece. Kai hace una reverencia, mi madre le dice algo que no escucho, Uruha ríe pero sin dejar de mirarme con precaución. Seguramente también ha hablado con Kai para tratar de disuadirlo... infructuosamente, claro.

Terminamos en el porche, enfrentados. No entiendo qué se supone que deba sentir en este momento. Al fin y al cabo nunca fuimos nada más que un empleador y su empleado... Por más que hayamos derrapado en el camino.

Inesperadamente, Kai comienza a hablar.

‘Espero haber cumplido satisfactoriamente con mi trabajo estos cuatro años... sin duda fueron fructíferos para mí...'

Nos quedamos en silencio, esperando que continúe.

‘Fui el enfermero que más tiempo permaneció fijo en un puesto en la historia de la empresa. Tengo la plena confianza de mis empleadores, gracias al cómodo estilo de vida que me proporcionó, Matsumoto-san.'

Siento mis labios tensos. Por el rabillo del ojo creo ver a mi madre sonreír.

‘Por eso... este es mi regalo de despedida', concluye, sacando del bolsillo de la mochila un largo estuche negro. Toma mi mano, la pone palma arriba, y deposita el objeto allí. Permanezco inerte, sin saber qué decir.

Es de mala educación abrir un regalo frente a quien te lo da, pero no lo resisto; con manos temblorosas, levanto la tapa del estuche, y mi corazón parece atascarse en mi tráquea cuando detecto el resplandor gentil de dos hermosos anillos, unidos entre sí por una fina cadena de oro blanco.

Son los que él llevaba en el cuello esa noche... ¿cuántos días pasaron desde entonces?

No muchos.

Cuando alzo la nublada vista para buscar sus ojos, ya no están; solamente puedo ver una espalda que se aleja y desaparece tras la portezuela de la camioneta.

El camino se proyecta frente a mis ojos como una grabación, una cinta de película muda y descolorida rodando sin control. Como en piloto automático, mis manos entumecidas mantienen el coche en la carretera, en el carril correcto, mientras algún sexto sentido que hasta ahora ignoré se mantiene alerta a todos los demás detalles.

Pero mi mente está en otra parte.

Mi mente está en el efímero recuerdo del rostro de Ruki y esa finísima hebra de luz rebotando sobre los anillos y proyectándose en su cara. Después se traslada hacia otras imágenes y momentos previos, de instancias que no puedo identificar del todo: un flash de sus cutículas, de su nuca húmeda, de sus pasos arrastrados y doloridos, de sus ojos sombríos y profundos.

Mi madre era muy similar. Pequeña, frágil, pero del mismo modo, estoica y brava como la marea. Su energía jamás provino de su aspecto o de sus modos, simplemente era algo que emanaba de su interior y se transformaba en acciones admirables, en palabras sabias y firmes. Sólo una mujer como ella podía criar a un hijo como yo.

Sólo un hombre como él podría amar a alguien como yo, me susurra la voz de la consciencia. Y una carcajada estúpida escapa de mi garganta. La histeria es sutil...

Cuando el teléfono celular suena, más o menos he recobrado la compostura, pero sigo conduciendo sin poner atención.

‘¿Estás en camino?', jadea Reita del otro lado de la línea.

‘Lo estoy.'

‘Bien. Muy bien. Mira, detente en la estación de servicio antes de subir a la carretera 25... Desde la intersección anterior a Yokkaichi... No te pierdas, es la única Shell del área.'

‘Sé cual es.'

‘Bien, carga tu tanque ahí, mientras lo hagas, un empleado te pedirá que abras el baúl para cargarte con tus herramientas de trabajo...' Risilla perversa. ‘Y luego te largas a Osaka. Dentro de la caja de herramientas está el juego de llaves de tu departamento nuevo, por las dudas revisa antes de alejarte así no tienes que volver.'

‘De acuerdo.'

‘Pero estará ahí. No hay por qué preocuparse. Por cierto...'

‘¿Qué?'

‘¿Cómo quedó tu mascotita cuando la dejaste?' Frío en mis venas.

‘... ¿Qué?'

‘Oh, vamos, estoy bromeando. Me refiero a tu moribundo... De verdad pensé que iba a costar más convencerte de dejarlo, pero por lo visto te morías de aburrimiento.'

‘Cierra la sucia boca, Suzuki. O te la dejaré hecha un revuelto de hueso y sangre cuando te vea.'

Sin esperar respuesta, cuelgo.

¿Qué hago? No sé si tiene mucha importancia justo en este instante en el que estoy dejando lo que me importa de nuevo. ¿Cuántas veces se puede reconstruir una vida? No muchas, seguro... Toma tiempo volver a acomodar todas las piezas para que más o menos pasen desapercibidas las marcas.  Tiempo, paciencia...

¿En qué me convertí? ¿Cuándo fue la última vez que me vi a mí mismo? ¿A dónde estoy yendo, y para qué? Y me lo pregunto retóricamente. No quiero enloquecer. No quiero volver atrás.

Estoy haciendo lo correcto, ¿no?

Me apeo junto a un dispensador de gasolina vacío, y extrañamente no hay nadie en la estación, tan desierta que parece fuera de servicio. De la nada, un viejo alto con barbijo aparece y desliza una de las mangueras negras hacia un costado de la camioneta. Sin dirigirle la palabra, rodeo el vehículo y me dedico a hacer espacio en el baúl (cargado de porquerías inservibles) para el cargamento que me espera en alguna parte de la estación. Cuando considero que el sitio es suficiente, apoyo la espalda sobre una de las puertas y cierro los ojos.

El olor a combustible es intenso, nauseabundo. Si fuera una pizca más sensible, vomitaría. Pero me limito a fruncir el ceño con desagrado.

‘Hey.'

Un joven con uniforme de la Shell me mira con intención, semiagachado sobre una enorme caja de cartón para mudanza. No necesito que me explique nada, es obvio - con un gesto desinteresado le indico que la suba como pueda, mientras me entretengo pagando por la gasolina.

Un extraño sentimiento de irrealidad me invade cuando observo mi entorno: no hay nada familiar, y todo es como fantasmagórico. Cabría sospechar que he muerto y caí en el anillo más ridículo del infierno...

Abro la caja de cartón y al ver el brillo de las armas lo confirmo: esto es el infierno más absurdo, el más patético. Es el infierno tangible de los cobardes que sólo saben doblegarse.

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