Personajes: Tom/Leyre
Palabras: 243 + 245 + 177
Notas: Escrito para el segundo nivel de
torre_eidos. Todos están situados en distintos momentos de sus vidas: en el primero tienen 20 años, en el segundo 15-16, y en el tercero 17-18. Y para que nadie se escandalice, aviso de referencias sexuales en este último.
Llegó hasta Tom siguiendo los rastros de vómito que había dejado por el lujoso pasillo. Empujó la puerta del baño suavemente hasta localizarle, hecho un ovillo al lado de la bañera, también sucia. Apenas podía verle la cara o las manos, escondido dentro de una sudadera gris demasiado grande para su escuálido cuerpo, pero había visto y experimentado ella misma demasiadas veces esa situación para no saber que estaba pálido como un cadáver, sudoroso y con la mirada asustada de alguien que se ha perdido a si mismo y no sabe como volver a encontrarse.
Tuvo que llamarle un par de veces para que reaccionara, y no fue hasta que se acuclilló a su lado que volvió momentáneamente al presente, al mundo de los vivos que tanto le cansaba y necesitaba a la vez.
-Me muero.
-Todo el mundo cree que vas a morir joven.
-Así que me muero de verdad.- inclinó la cabeza bruscamente hacia delante, como si la confirmación de su teoría pesara demasiado.- Joder.
Leyre negó con la cabeza y le acarició una rodilla con la mano, mientras con la otra cogía una toalla impoluta y perfectamente doblada. Le secó la boca con ella y le sujetó el mentón.
-¿Alguna vez te has muerto estando conmigo?
-No.
-Hoy tampoco voy a dejar que te mueras.
Él sonrió; ella no. Alzó la mano que tenía libre y le limpió la fina capa de polvo blanco que tenía debajo de la nariz.
A Tom le fascinaba el cine. Miraba las películas como lo hicieron los espectadores de La sortie des ouvriers des usines Lumière à Lyon Monplaisir, maravillados de poder ver fotos en movimiento; o los de Arriveé d’un train à la ciutat, aterrorizados por su propio instinto, que les decía que ese tren era real e iba a arrollarles. Para ellos, todo aquello era magia. Para Tom, pese a saber muchísimo más de lo que sabían lo cineastas del siglo XIX, también. Disfrutaba con todas y cada una de las películas que veía, pero sus favoritas siempre fueron las de los hermanos Lumière.
Le gustaba inmortalizar instantes triviales, y la mayoría de ellos sucedían cuando Leyre estaba a su alrededor. Tenía horas y horas de Leyre guardadas en pequeñas cintas: Leyre comiendo, Leyre fumando, Leyre mirando la tele, Leyre mordiéndose las uñas, Leyre pinchándose, Leyre completamente colocada intentando hablar con la cámara, Leyre delante del espejo -desnuda, pálida, delgada, ojerosa, con la mirada nublada, media cabeza rapada y un moratón en la ceja izquierda producto de una pelea-, Leyre durmiendo, Leyre riñéndole e incluso había podido gravar alguna de sus fugaces sonrisas.
Su sueño era hacer una película de verdad, pero sin dirigir nada, sin prever nada, sólo de pequeños instantes efímeros, a poder ser autobiográficos. Por eso sólo gravaba momentos de su vida, porque consideraba sus pequeñas películas como una autobiografía, y a juzgar por lo que se veía en ellas, Leyre lo era todo.
Las figuras eran borrosas y los contornos inexistentes; el armario se mezclaba con la pared, la pared con el suelo y este con la puerta, que a su vez había pasado a formar parte de Leyre. Apenas era consciente de lo que hacía, sólo sabía que quería hacerlo. Lo necesitaba. Necesitaba acorralar a Leyre contra la pared, besarla hasta que ambos se quedasen sin respiración, desabrocharle los pantalones, subirle la camiseta y arrancarle los sujetadores, las bragas y mil gemidos. Y lo hizo. Sin dilaciones, sin preocupaciones, sin carantoñas. Lo hizo sin más, ahí y entonces, cada vez con más deseo que necesidad, con más pasión que deseo, con más rabia que pasión.
Deslizó las manos hasta su garganta y apretó hasta notar los dedos de Leyre intentando liberarse de él sin lograrlo, luchando por cada bocanada de aire. La estaba ahogando, se estaba corriendo y era magnífico.
Durante un instante aun pudo oír la música proveniente del otro lado de la puerta. Después sólo importó él, ella y su pequeña y exclusivo universo de autodestrucción paulatina.