Un tranvía llamado Deseo

Sep 04, 2011 01:15


Ésta es una oda a ese alud de desconocid@s que, día a día, nos cruzamos en el vagón del metro o en la multitudinaria cola del supermercado. Porque son ell@s los que mantienen en vida mi imaginación. Gracias.

La primera vez que le vio una rubia de tez blanquecina y mirada cristalina dormitaba entre sus brazos. Apenas recuerda nada más de esa primera vez. Solo el sumo cuidado con que sostenía su cabeza entre sus grandes y poderosas manos mientras la besaba con una combinación de intensidad y ternura que incomodaba. Sobre todo, cuando quien miraba hacía meses que dormía sola. Ana apartó la mirada ruborizada. Hay besos que son dados para no ser compartidos. Cuando volvió a alzar la vista él ya no estaba.

Próxima estació... Catalunya.

Tardó ocho días en volver a verle. La ternura con la que acariciaba esa moteada espalda al descubierto era la misma. Si cerraba los ojos, Ana casi podía sentir cómo las yemas de sus largos dedos recorrían su propia piel. Era como si estuviera trazando un sendero secreto que empezaba a mediados de su espalda y terminaba al inicio de su laaaaaargo cuello. No fue hasta que sus dedos se enredaron en su corta melena cuando Ana se percató de que ésta era de un rojizo intenso.

Catalunya.

El tercer encuentro fue apenas 48 horas más tarde. Cada gesto, cada caricia, cada mirada destilaban la misma apasionada delicadeza del primer día. ¿Y los besos? Abrumadoramente íntimos. Una intimidad propia de los amantes que han compartido muchas noches e incontables mañanas juntos. Y aún así, no era ni rubia ni pelirroja.

Catalunya.

Un mes más tarde y más de 15 chicas después Ana seguía sin entender cómo alguien podía amar de manera tan abrumadoramente intensa, noble y efímera a la vez. Siempre acompañado. Nunca con la misma chica.

Catalunya.
Catalunya.
Catalunya.
Catalunya.
Catalunya.

Era una mañana inesperadamente fría de septiembre cuando, por primera vez, le vio solo. Tenía el rostro hundido en un fulard deshilachado y de colores horribles, como si buscara entre esas caricias textiles el calor que solía obtener altruísticamente de las humanas. El pelo le había crecido desde esa primera vez y ahora largos mechones cobrizos cubrían sus ojos. El verano, con sus dilatadas horas de sol, había sido amable con él. Infinidad de pecas adornaban sus bronceadas mejillas dándole un aspecto entre inocente y pícaro. Sus labios, ahora cuarteados y de un intenso marrón chocolate, seguían el compás de una melodía sorda que solo sus manos parecían conocer. Un inesperado y húmedo destello metálico rompió el hechizo en el que estaba sumida y como si un calambrazo la hubiera sacudido de pies a cabeza, Ana desvió la mirada hacia su derecha. Ahí, una madre desbordada por el frenético entusiasmo de su hijo se disculpaba con sus compañeros de viaje por los pisotones, patadas y golpes que esa bola energética de poco más de 3 años repartía sin ton ni son. Vas tarde. A los 38 y sin pareja, el tren de la maternidad hacía tiempo que había pasado de largo para Ana.

Unos cálidos y largos dedos la arrancaron de su estéril autocompasión cuando se aferraron con seguridad y delicadeza a su muñeca. Sorprendida, alzó la vista y ahí estaba él. Pardos. Sus ojos eran pardos.

Catalunya.

Cuando las puertas del vagón se cerraron a su espalda, Ana solo atisbó a oír un “perdoni, és que avui és el seu primer dia de cole…” mientras esos largos y cálidos dedos se deslizaban por su muñeca hasta envolverle la mano. Buenos días, princesa. Únicamente tres palabras susurradas a su oído.

Ana tenía 38 años, hacía meses que dormía sola y muchos más que había renunciado a la maternidad. Pero mañana, en esta misma estación de metro, y aunque tan solo fuera por un día, esos ojos pardos solo sonreirían para ella.

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