Podría escudarme diciendo que Él se hace suyas las sobadas palabras del proverbio indio "cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio", pero lamentablemente no es así. Hay silencios que son simplemente eso: silencios. Dañinos. Crueles. Frustrantes. Castradores. Pero silencios.
Una caricia?
Silencio.
Un beso?
Silencio.
Una mamada?
Silencio.
¿Qué será lo siguiente? Un polvo? Para qué? Para obtener el mismo estéril y castrador resultado?
Silencio.
No sé a qué jugamos. Desde la primera vez que te dije “sí, a las diez me parece genial” hasta la última vez que te dejé sudado y medio desnudo en la puerta de tu casa a las cinco de la mañana han transcurrido cuatro meses y tres citas. Y aún a día de hoy no sé a qué cojones jugamos. Tú? A ser esquivo. Y yo? Al no debo. Pero al final de la noche terminamos húmedos, manchados y con los labios hinchados. A ti se te ve relajado, sin preocupaciones que tiñan tus sueños, con el letárgico sopor que acompaña una buena mamada. En cambio yo soy incapaz de digerir el nudo que se ha instalado en mi estómago tras correrme en tu boca. Esto no debería haber sucedido. Entendiendo el esto por todo y nada. Pero ahora que ha ocurrido soy incapaz de no desear más. Miro el teléfono. Cuento los días. Hago cábalas. Sueño con nuestro próximo encuentro. ¿Habrá próximo encuentro? Me despierto mojada y con las sábanas frías envolviendo mi cuerpo cual mortaja fúnebre. Y mientras, tú, te mantienes instalado en tu silencio.