La rutina le pone enfermo.
Vivir en aquel pueblo es como estar atrapado en un bucle, condenado a ver tu cuerpo crecer y envejecer y pudrirse sin sentir nada nuevo, nada por lo que merezca la pena emocionarse o reír o hervir de rabia. En otros lugares donde ha vivido antes se dedicaba a observar a la gente; se divertía con facilidad, solo con jugar su papel de niño bueno y reírse de quienes se lo creían. Pero en ese estúpido lugar incluso la gente no tiene más valor que contemplar el paisaje, son máquinas blandas y vacías que se mueven por ahí y hablan como autómatas, están programados desde que nacieron para no salirse del papel. Le dan ganas de vomitar. En realidad, todo en aquel pueblo le pone enfermo.
Aunque sin duda la mejor enfermedad es la que le provoca él. Las mejillas febriles, los ojos brillantes y el vértigo en el fondo del estómago, o un poco más abajo. Si roza su vientre con la punta de los dedos mientras piensa en él puede notar cómo todos sus músculos se contraen, le recorre un escalofrío y la sangre se arremolina dentro de su cuerpo y se concentra en un solo punto.
Solo le hace falta bajar la mano un poco más, apartando la tela despacio, como si no fueran sus manos sino las de él, con los ojos cerrados y los labios mordidos, en silencio, pero imaginando cómo gemiría junto a su oído si él estuviera allí.
Pero siempre tiene que venir alguien a interrumpir y apenas le da tiempo a esconderse entre sus libros de texto antes de que su madre o Max irrumpan en su cuarto para mandarle que haga algo, sacándole de su mundo perfecto para enviarle de vuelta a la odiosa rutina.
***
Las clases de catequesis son los viernes y pronto se convierten en uno de sus momentos favoritos. Juegan como si estuvieran solos, James y él, rodeados de una panda de mocosos que no se enteran de nada mientras ellos se provocan, retroceden a esconderse bajo sus disfraces, se aproximan de nuevo, se tientan, se tocan, compiten. Es como un baile, o una clase de esgrima. Movimientos rápidos, estocadas precisas. En guardia. Se lanzan sarcasmos como cuchilladas, dobles sentidos; juegan con la mente y con el cuerpo, una mano apoyada contra su nuca agarrando el pelo sin que nadie lo vea, largas pestañas agitándose provocativas, capaces de provocar un huracán en algún lugar muy lejano. Un paso hacia delante y dos atrás. Ellos bailan y nada más importa cuando sus ojos se encuentran, fugazmente, antes de volver a levantar las murallas.
No lo entiende, sin embargo. Puede estar seguro de que ha tocado casi a la mitad de los niños del pueblo. Pero con él… nada, ni el más mínimo roce inapropiado, ni una mirada indiscreta cuando se cambia de ropa antes de la misa de los domingos, asegurándose siempre de dejar una rendija entre la puerta y el marco.
¿Qué es lo que falla? Alex conoce el efecto que provoca en la gente. Sabe que es irresistible, los ojos angelicalmente azules y el cabello arenoso, casi rubio, la nariz respingona cubierta de pecas, los labios rosados. Y James está jugando con él, ¿no es cierto? Lo hacen cada vez que se encuentran, a solas o no, puede ver el deseo ardiendo en el fondo de sus ojos negros. Él es todo lo que un sucio pederasta como él podría desear, un cuerpecito hermoso e inocente a su disposición… oh. Claro. Ahora lo comprende.
Desde el primer día que se conocieron, James es la única persona que sabe que no tiene nada de inocente.
Mierda. Tendrá que pensar una forma de arreglar aquello. Esa noche se duerme con una sonrisa en la cara, y un nuevo objetivo que le permita huir de la enfermiza rutina.
La mañana siguiente es domingo y la familia de Alex cumple un mes en el pueblo. Se levanta más temprano de lo habitual, ansioso sin saber por qué, hasta que recuerda lo que estuvo pensando la noche anterior.
Se planta frente al espejo, la ropa de los domingos recién planchada aún sobre la mesa, el pelo revuelto y los ojos entrecerrados. Su aspecto le sorprende a sí mismo. El sueño le da un aire vulnerable y parece mucho más pequeño dentro de aquel pijama viejo, dos tallas más grande, que se resbala de sus hombros desnudándolos por momentos.
Pero el reflejo le devuelve una sonrisa satisfecha y sus rasgos se transforman ante él, los labios se vuelven más finos, los pómulos resaltan rompiendo la redondez de su rostro y de pronto le parece estar contemplando a un adolescente malicioso. Está bien, nada de sonreír en su presencia, piensa, y devuelve a su rostro la anterior expresión somnolienta. Lástima que su madre jamás le permitiría aparecer de esa manera en la iglesia, pero ya se le ocurrirá alguna forma de que él le vea así.
Sin molestarse en llamar a la puerta, sus padres irrumpen en su cuarto, ya vestidos y arreglados.
-¿Todavía estás así? -su madre cruza la habitación en dos zancadas, toma el peine y comienza a aplastarle el pelo contra el cráneo. Es como un tifón, destroza la paz que inundaba su cuarto en penumbra y hace crecer de nuevo la ansiedad dentro de él.
-Ya lo hago yo, madre -protesta y se escapa de sus garras para comenzar a desvestirse. Se detiene al ver que aún no se va-. Querría vestirme -añade con un poco más de educación, previendo la tormenta-.
-Soy tu madre -replica ella ofendida -. No tienes nada que no haya visto antes, no seas tonto.
Pero el temor a llegar tarde pesa más que su orgullo y afortunadamente sale de su cuarto antes de comenzar con el sermón sobre el pecado que llevó a Adán y Eva a sentir pudor y esconder sus cuerpos y bla, bla, bla.
Cuando la puerta se cierra tras ella Alex por fin puede desnudarse con calma, frente al espejo, analizando cada parte de su cuerpo por separado y después en conjunto, anticipando el momento en el que serán sus ojos los que recorran cada centímetro de su piel, ardiendo de lujuria. Casi inconscientemente lleva una mano entre sus piernas mientras observa el movimiento en el espejo, pero finalmente puede con la tentación y comienza a vestirse. El monaguillo siempre debe llegar pronto.