El Amo de los dragones (2c)

Feb 25, 2013 00:24

Siboh sabía reconocer a un Patrón aunque no gustaba de ellos. Sólo había conocido uno en su corta vida, el Patrón del Valle para el que trabajaba su madre, sin embargo le bastó estar frente a él para percibir lo soberbios y tiranos que podían llegar a ser. Tampoco le había gustado la manera en que el noble le había mirado de arriba abajo como si fuese una criatura extraña.
Se detuvo un par de veces en su camino a la cabaña que le había indicado el Anciano para echarle un vistazo a ambos hombres. Parecían hablar en confianza. Cuando se detuvo por tercera vez, habían desaparecido dentro de una de las casetas cerca de la entrada. Chequeó la distancia que aún le restaba para llegar a su meta y cuando estaba por reanudar la marcha, un sonido lejano y potente, como el chillido de un animal herido, le dejó clavado en su sitio. Parecía provenir de las alturas, incluso más allá y más alto del murallón de piedra detrás de la fortaleza de bambú. Prestó oído con la esperanza de que el sonido se repitiera pero no ocurrió. El cielo se mostró silencioso nuevamente. Podría haber sido sólo el viento o su imaginación. Entonces descubrió la pequeña choza erigida casi contra la roca. Tenía base circular, como la mayoría de las edificaciones dentro de la empalizada, era apenas más grande que un cobertizo pero de cuidada factura. El sendero de tablones que llegaba hasta la entrada se hallaba metros más arriba, paralelo a aquel en que se encontraba en ese momento. La puerta estaba abierta. Supuso que no importaría si curioseaba un poco, después de todo, él también iba a vivir en ese lugar.
Se detuvo en el umbral, acostumbrándose a la semipenumbra del interior. Descubrió frascos, cajas y pergaminos en estanterías que se elevaban hasta topar el techo, más elevado de lo que parecía en un primer momento, y que le hicieron abrir los ojos con admiración. Allí debía de guardar la magia el Anciano. Sus pies se hundieron en un colchón de hierba seca al avanzar. Sintió el roce áspero de los brotes marchitos contra la piel expuesta. No había humedad allí pero sí una mezcla de aromas que asaltaban las fosas nasales. Siboh pudo reconocer algunos, otros simplemente eran un misterio. Había polvos del color que se deseara en botellas de caprichosas formas y hojas de todo tipo en frascos sellados. También extrañas criaturas, o parte de ellas, flotando en líquidos ambarinos. Siboh se acercó a una de las formas que se hallaba encerrada en un botellón. Era pequeña, semejante a una figura de cerámica blanca que aún no ha conocido el horno. Parecía un pequeño repollo con las nervaduras expuestas. Estaba a punto de alargar la manos hacia el recipiente que la contenía, cuando un sonido en la entrada le indicó que ya no estaba solo. El Anciano le miraba desde la puerta, el ceño fruncido, la espalda muy recta, como si intentara añadirle altura a su talle. Supuso que esperaba una disculpa sin embargo, no se la dio. El Anciano tampoco se la pidió.
-¿Sabes leer? - preguntó a cambio.
Siboh negó con un movimiento de su cabeza.
-¿Escribir?
Negó nuevamente. Nadie se habría preocupado de enseñarle tales cosas al hijo de la lavandera.
-Pero puedo tallar lo que me pidas con mi cuchillo - entusiasta, extrajo la herramienta desde el doblez de su faja y la alzó en el aire para que su ahora Maestro pudiese apreciarla.
El Anciano contempló un instante el pequeño cuchillo en la mano del niño y luego sus ojos se concentraron en el suelo, en dirección a Siboh. El chico se miró los pies. Lucían muy rojos y aquel que se desviaba hacia donde no debía, mostraba sangre seca en un costado.
-Ven conmigo - ordenó el Anciano y Siboh le siguió, de pronto muy consciente de cada imperfección del camino.
La cabaña principal no tenía muchos muebles, pero era confortable. Las habitaciones se conectaban unas con otras, a diferentes niveles según la elevación de la loma, transformando el edificio en un laberinto. El Anciano le hizo tomar asiento en una banca y desapareció en alguno de los pasillos. Regresó con una palangana llena de agua limpia, una toalla de algodón y un delantal sobre su túnica. Se arrodilló frente al niño para, con todo cuidado, desatar las alpargatas y apartarlas de los pies heridos. Las contempló con ojo crítico antes de abandonarlas a un costado. De los bolsillos de su delantal extrajo un rollo de gasa y dos pequeños potes de cerámica que dejó abiertos a su alcance. Cuando volvió a mirar a Siboh, éste tenía sus ojos puestos en las alpargatas desechadas.
-Están arruinadas-, le advirtió.
-Las consiguió mi mamá para el viaje- explicó el chico y el Anciano recordó, por enésima vez, que a pesar de su desfachatez, ese era tan sólo un niño - ¿Podría conservarlas?
Con un fingido suspiro de disgusto, el hombre se estiró hasta alcanzar las alpargatas sin ponerse de pie y se las entregó a Siboh. El niño las contempló un instante en sus manos antes de dejarlas sobre su regazo y cruzar los brazos sobre ellas a modo de protección. Serían, tal vez, el último recuerdo tangible de la vida con su madre.
A continuación, el Anciano colocó una tarima muy pequeña bajo la palangana, apenas lo suficiente para alcanzar la altura de los pies del pequeño. El agua estaba tibia y al contacto de las llagas con ella, Siboh no pudo reprimir un siseo. Dos veces el Anciano renovó el contenido de la palangana, sin dar pausa, y luego comenzó a untar el contenido de los potes sobre las heridas, uno primero, el otro después. Siboh siguió el orden de sus movimientos con toda atención, en parte por curiosidad, en parte por ocuparse en otra cosa que no fuera el ardor que le hacía apretar los dientes.
-Tu nombre es Ilohem- soltó cuando el Anciano comenzó a envolver muy ajustadamente el pie deforme con la pila de gasa. El hombre se detuvo y le dedicó una larga mirada, una de sus cejas en alto.- Lo escuché en el pueblo- le explicó.
Ilohem retornó a su tarea.
-¿Entre todo ese bullicio?- preguntó sin dejar de trabajar.
-Tengo buen oído- respondió intentando disimular un rictus de dolor - Me miraban y murmuraban tu nombre entre otras cosas, pero sólo cuando ya los habías dejado atrás, a tus espaldas. No cesaban de mirarme. ¿Es que no hay cojos aquí?
-Sí que los hay. En más de una manera. No es por eso que lo hacían.
-¿Por qué entonces?
- Porque eres mi aprendiz.
-¿Es malo eso?
-¿Qué más decían de mí?
Siboh dudó en ese punto.
-¿Me castigarás si te lo digo?
-¿Debería?
-Tal vez no te guste.
-Habla.
El Anciano en ese momento terminaba con el vendaje de su pie.
-Te temen.
Ilohem dejó escapar un bufido mientras alargaba el brazo hacia las pomadas para comenzar con el segundo pie.
-No hay novedad en eso.
-¿Por qué te temen?
-Porque hago lo que me parece correcto.
Siboh arrugó el ceño y si el Anciano no hubiese estado ocupado con el vendaje, habría encontrado en el gesto un paralelo con el suyo propio.
-¿No debería ser eso algo bueno?
-Al parecer, aquí no.
-Dicen otras cosas también.
-¿Tales como...?
-Que estás loco.
-Hum. Ya veo.
-Y senil. ¿Qué significa senil?
-Que además de loco, soy un viejo decrépito.
-¿Qué es decrépito?
El Anciano suspiró. No estaba acostumbrado a gastar tantas palabras en tan poco tiempo.
-Esa lengua tuya tiene demasiada soltura,- y le miró con severidad. Por primera vez Siboh pareció acusar el golpe y se encogió en el asiento. - Habrá que hacer algo al respecto.- continuó y tuvo que luchar contra una sonrisa cuando el niño, sin poder evitarlo, cerró la boca de golpe protegiendo su lengua de cualquier cosa que pensó que iba a sucederle.- Haremos esto:- explicó - cada vez que bajes al pueblo (porque irás muchas veces conmigo y por cuenta mía), me dirás lo que escuches de mí. ¿De acuerdo? - Siboh simplemente asintió. - Bien, aquí hemos terminado.- le miró los pies ahora limpios y envueltos en la tela blanca y señaló hacia las alpargatas que el niño aún mantenía en su regazo- Mañana haremos unas nuevas. Por lo pronto, deberás caminar descalzo dentro de la casa. Tu cuarto está cerca.- Siboh asintió nuevamente, abrazado al calzado viejo como si fuese una mascota, el brusco cambio de humor muy notorio. El Anciano comprendió, pero no estaba dispuesto a echar pie atrás en su decisión. Tendría que explicarle.
-Quieres volver ¿verdad?- comenzó.
-No.
Ilohem se echó hacia atrás, sorprendido.
-¿No?
-¿Quieres devolverme?-
-¡No! Sólo pensé...- bendito niño-... sólo pensé que por ser tan pequeño...
-Ya no soy un niño. Me tomaste a tu servicio, entonces ya no debes considerarme un niño.
Estaba de nuevo allí la mirada terca y si se fijaba bien, como lo había apuntado Milohé, el mentón altivo.
-¿Qué edad tienes?
-Nueve... bueno, ocho... pero casi nueve.
-Entonces, Siboh, lamento decirte que aún sigues siendo un niño.
Y ahí estaba la otra señal, la boca prieta, sólo que en esa ocasión le acompañaban un par de ojos llorosos. El Anciano se sintió descolocado.
-¿Siboh?
Pero el niño se volvió de costado sobre la banca, quitándole el derecho a escudriñar en sus secretos.
- Siboh - ordenó porque era el único recurso al que podía echar mano - No me des la espalda.
El niño lentamente obedeció.
-No soy un niño.- explicó entonces, la voz enfurruñada - No soy un inútil. El Patrón del Valle nunca me dejó trabajar para él. ¡Y yo podía hacerlo! Mi mamá era su sierva, pero a mí no me dejó.
-¿Tu padre también?
-Murió en las minas. No lo conocí. O no lo recuerdo. Nunca quise ser una carga para mi mamá. - levantó la vista y la fijó en el Anciano.- No quiero que me trates como un cojo inútil.
-Pues, cojo eres. Lo de inútil... habrá que verlo.
-Nunca quise ser un problema para mi mamá- repitió.
Ilohem comenzó a ponerse de pie, apoyándose en una rodilla.
-A veces, Siboh, es necesario ser un problema para hacer lo que se debe- echó a andar hacia uno de los pasillos- Sígueme - ordenó y el niño obedeció.
El cuarto que le había preparado era ordenado y ventilado; tenía una ventana contraria a la puesta del sol. En la mañana recogería el calor y lo mantendría allí todo el día. El jergón era sencillo, olía a limpio y tenía sábanas de lino. Su madre, recordó Siboh, espolvoreaba talco blanco en las sábanas de saco de la cama que él ocupaba para quitarles algo de su aspereza.
-Hay agua y fruta en la mesa - le indicó el Anciano desde la puerta - Come cuanto quieras.
Pero Siboh no probó bocado. Se despojó de su camisa y se metió entre las sábanas, escuchando los sonidos del anochecer, tan diferentes a los de su pasado hogar, ruidos que a lo lejos semejaban truenos, más allá de las cumbres más altas, de los murallones de la cordillera a espaldas de la cabaña. Sintió un vacío allí donde se aloja el futuro. Pensó en su madre, en lo que estaría haciendo a esa hora, se preguntó si le echaría de menos de la misma manera como él la extrañaba a ella, y se durmió sin darse cuenta en qué momento, con la almohada húmeda bajo su mejilla.

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El Amo de los Dragones por Marcela Ponce Trujillo se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.

relato original, relato largo

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