Fandom: Fullmetal Alchemist.
Pareja: Edward/Winry.
Tabla:
Vicios.
Prompt: #18 Tabaco.
Palabras: 730.
Advertencias: post-manga. Ligerísimo Al/Paninya.
Edward conocía sus limitaciones. No era un perfecto caballero como el coronel, que hacía suspirar a gran parte del género femenino allá por donde pasaba. Su físico producía el efecto contrario, pues aunque tenía un rostro atractivo, su apariencia y ademanes rudos y quizás agresivos lograban espantar a cualquier chica que estuviese a su alrededor. Su estatura tampoco ayudaba, y aunque había crecido un par de centímetros y ya contaba con casi veinte años, su escaso metro setenta le daban un aspecto falsamente aniñado. Trauma que Edward siempre arrastraría, y detestaba.
Porque antes no le importaba que el sexo opuesto le ignorase por completo. Tanto le daba. Y, sin embargo, ahora sentía la imperiosa necesidad de atraer su atención a cualquier precio. En realidad, sólo de una. Sin que nadie se enterase, por supuesto. Sería un pequeño secreto entre su conciencia y él.
Había considerado varias opciones a la hora de enriquecer su aspecto y adquirir un porte mucho más adulto. Entre ellas, una de ellas ocupó gran parte de sus pensamientos: el tabaco. De pequeño, siempre que se mencionaba la palabra “tabaco” a su mente acudía la imagen de alguien mayor. Tiempo después conocería al alférez Havoc, en cuyos labios siempre descansaba un cigarro encendido con ceniza a punto de caer. Sabía que el alférez Havoc, a pesar de su mala suerte, era un tipo con cierto éxito entre las mujeres. Quizás era el tabaco, pensó. La pose que un hombre adquiría mientras sostenía el pitillo entre los dedos índice y corazón, ligeramente curvados, para después llevarlo hasta su boca y, con una media sonrisa, exhalar el humo del cigarro. A las mujeres solía gustarles esa pose, sí. Daba un toque de distinción único: podías inclinarte por el tipo gamberro, de chico duro, más como el alférez Havoc; o por el tipo elegante y singular, más cercano al coronel (si es que éste aún fumaba).
Edward, convencido, y viendo que ésa debía de ser una de sus pocas oportunidades, optó por el prototipo gamberro (porque de ningún modo él pasaría por ser un hombre elegante). Se acercó por la tarde al pueblo y compró un paquete de cigarrillos en la primera tienda de ultramarinos. Durante el camino de vuelta a casa de las Rockbell, observó con una mezcla de angustia y esperanza el pequeño paquete. Cayó en la cuenta de que ni siquiera sabía fumar.
Sin embargo, después de una semana “entrenando” por las noches en su habitación, decidió llevar a la práctica su plan durante una cena distendida que tuvieron con motivo de la visita de Garfiel y Paninya a Resembool. Se habían reunido alrededor de una mesita de café, y mientras todos conversaban animados sobre trivialidades, Edward permanecía en silencio. Se había recostado en el sillón; la mirada entrecerrada, los primeros botones de la camisa desabrochados, la pierna derecha apoyada sobre la izquierda y los brazos a cada lado del sillón. Con movimientos lentos, sacó el paquete de tabaco una vez la abuela y Garfiel se habían marchado a dormir, y Alphonse y Paninya estaban ocupados limpiando la cocina entre risas y susurros. Sólo estaban él y Winry en la salita. Ella colocaba, ausente, algunos platillos encima de otros y juntaba las cucharillas en una misma taza. Edward supo que era el momento de prender fuego a su pitillo, y golpeó la piedra del mechero. Al instante, una llama apareció, que acercó poco a poco al extremo de su cigarro.
Winry pareció notar el repentino olor de nicotina y dirigió su mirada hacia Ed, con la nariz arrugada.
Pero Edward, que por instante creyó obtener la atención de los ojos de Winry, vio su victoria hecha añicos cuando, al encender el cigarro y dar la primera calada para que lograse prender, el humo atravesó su garganta, sus conductos nasales y llegó hasta la boca del estómago. El ataque de tos no se hizo esperar y los ojos se le nublaron de lágrimas.
Winry, totalmente estupefacta por lo que acababa de ver, reaccionó a tiempo y de un brinco se puso al lado de Edward, dándole palmaditas en la espalda y ofreciéndole un vaso de agua. Entre dientes, masculló un “¿Qué se supone que estabas haciendo, idiota?”.
A la mañana siguiente, Edward decidió lanzar el paquete de tabaco por el retrete y olvidarse de volver a probar uno en lo que le quedaba de vida.
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