¡Hola Gente!
¡Como ven, he vuelto tarde pero seguro con el regalo de
erewhom!
Quien tiene el honor de ser parte de la flist de Ere sabe la calidad de persona que es, su lealtad, buenos deseos, moral y entusiasmo que tiene para con todos. ¡UN ABRAZOTOTE ERE!!!! De nuevo, los mejores deseos y esperanzas para ti y los tuyos, todo lo que se merecen y más.
Y, ¿qué puedo decir? Él, que tiene header de Olímpicos y icon de Olímpicos, se merece un poco de Olímpicos y espero que te guste Ere.
Al caer Constantinopla, primera parte
30 de mayo, 1453 dc.
El cuerpo empezó a disolverse tenuemente, con cada pequeña ola de la marea que lo tocaba y se llevaba un poco de él de vuelta atrás, hacia el oscuro fondo. Como si siempre hubiera sido agua y volviera al fin a su estado original. Fue algo que Atenea no se esperó pero que sintió natural, igual que ver el reflejo del cielo al amanecer en el mar, o el aparecer de la espuma cuando las olas tocaban con fuerza las piedras.
El cuerpo de Poseidón fusionándose con su razón de ser, mientras una ker se había llevado su psique al Tártaro. Una sonrisa triste apareció en el rostro ido de Atenea. El alma al infierno, le diría los monoteístas, pensaba.
Era algo tan absurdo, estúpidamente natural. Poseidón había muerto en la guerra. Tenía cuerpo, podía morir, lo hizo y ahora éste se fusionaba con el mar. ¡Pero era un Dios mayor, un rey! Parecía gritarle su desasosiego… Pero un rey con cuerpo, se respondía crudamente.
Como todos, como ella misma.
¡Tan absurdo y real! ¡Tan terrorífico!
Un hueco en su pecho la hizo tener problemas para respirar. Se abrazó la cintura con un brazo y puso una mano en su cuello, muy tensa. Era tanto el dolor, que le irradiaba a la garganta. Dejó de respirar por unos segundos, al sentir que si tomaba aire iba a resquebrajarse y el dolor la llenaría por completo. Eso no podía soportarlo. Nunca se iba a permitir ese tipo de llanto, nunca más.
Meneó su cabeza, los bucles de su cabello latiguearon en su rostro, luego tomó aire con fuerza y se sintió algo aliviada al poder contener el llanto.
Vio hacia un lado. Estaba a la derecha de su padre, a menos de un metro de distancia. Él miraba hacia el cielo con los ojos muy abiertos, la boca estática, como a punto de exclamar algo sin poder hacerlo. Su rostro pálido y la barba sucia de sangre. Atenea sufrió un escalofrío y tuvo que desviar la mirada.
Recordó que esa sangre era de Poseidón. Revivió el cómo, cuando Asclepio levantó la mirada y dijo que no podía sanarlo, que había muerto; Zeus había abrazado y zarandeado el cuerpo del rey del mar en un arranque de histeria. Y terminó con un suave llanto, mientras reposaba su cabeza en el pecho inerte.
Luego se había levantado, tomado el cuerpo en sus brazos y, sin pedir perdón o permiso, pero siempre en un silencio solemne; caminó hacia el barranco, susurró unas palabras dirigidas a Hades y tiró el cuerpo de Poseidón al agua.
Atenea lo había seguido, como muchos otros que le pedían o exigían una ceremonia fúnebre. Pero, después de un tiempo en que Zeus no atendió a razones y nadie hizo algo por rescatar el cuerpo, ya todos habían vuelto al campamento y Atenea era la única a su lado.
-Deberíam… -empezó a decir, pero su voz le salió estrangulada. Cerró la boca al darse cuenta que volver al campamento era totalmente inútil, y que ninguna posible acción parecía acertada a largo plazo.
Por más que Prometeo desapareció hacía unos días, después de jurarle que ella siempre había tenido la respuesta para sobrevivir y que él debía hacer alguno de sus inciertos planes; Atenea estaba segura de que el titán por fin había caído en la locura. Alguien en sus cabales debió haber perdido la esperanza en esa situación. Pero, lo peor era que Prometeo no parecía ser consciente de que si era atacado por un ángel, nunca más se levantaría de la muerte. Era un inconsciente estúpido. Cuando supo que se iba a alejar del grupo, ella intentó frenarlo a la desesperada. Le tomó del brazo con fuerza y le gritó airada, por encima de todo el ruido:
-¡Quédate por una vez en tu maldita vida, y pelea! -pero, como supo desde siempre que era en vano, terminó cerrando los ojos, le soltó el brazo en un arrebato y le recriminó con un grito agudo-. ¡Cobarde!
Él solo le había sonreído tristemente, y comentó como si no estuvieran rodeados de gritos, el olor a sangre, sablazos agudos, luces que quemaban y seres corriendo y llorando.
-Poseidón necesita tu ayuda.
En el instante que Atenea miró hacia donde le enseñaba, Prometeo se había alejado. Ella le vio ir hacia la muralla de la ciudad, pero no le siguió. Atenea había pateado el suelo, escupido un juramento pero lo dejó ir, maldiciéndole.
Casi perdió una pierna ayudando a Poseidón. Y al final no sirvió de nada, pues el rey del mar había muerto… Ya casi no quedaba cuerpo entre tanta agua.
No se mintió más, y se dejó pensar que deseaba haber perdido la cordura como Prometeo. Aunque seguía terriblemente enojada con él, ya no se censuraba al admitir que se arrepentía de no ser por una vez cobarde e ilusa, simplemente poder seguirle en lo que fuera que él pensara hacer. Para haber permanecido juntos.
Pero Prometeo tampoco le pidió que lo acompañara. Posiblemente, supo que Atenea jamás dejaría una guerra si podía ayudar a alguien que la necesitaba, como también debió saber que ella haría ese sacrificio en vano.
Quedarse a pelear siempre fue un suicidio. Los dos pueblos humanos podían estarse matando entre sí por años, pero el panteón monoteísta nunca estaba en guerra entre sí. Esas dos religiones compartían a los ángeles, algunos profetas, al mismo Dios. Los humanos no lo entendían y los usaban como excusas para la guerra; pero sus seres divinos solían serse fieles. Y cuando estuvieron juntos en un mismo lugar, atacaron contra los grecorromanos en un asedio de semanas.
¡Como si hubieran tenido alguna necesidad! No eran una amenaza, ya prácticamente estaban extintos. Solo habían sobrevivido tanto porque se escondían en un Olimpo que había perdido mucho de su territorio y esplendor en esas centurias. Nada más salían para hacer pequeñas excursiones según sus caprichos o funciones. Ares enseñaba a pelear y mandaba a matar en su nombre; Zeus seguía procreando hijos, Hefesto seguía construyendo objetos necesarios, Démeter siempre daba cosechas a los buenos agricultores, Hermes robaba, Afrodita juntando parejas, Dionisios parecía ausente en sus borracheras…
Mendigos que antes fueron reyes. Se alimentaban de las sobras que obtenían, de la vida y naturaleza a su alrededor, además de los pocos y escondidos fieles que quedaban: seres y semidioses de su pueblo, que debían creer porque eran parte de ellos. Pero, sobre todo, se alimentaban de los templos que los humanos no destruyeron y de la devoción que esos lugares aún recibían. Aunque los humanos rezaran a otros Dioses y seres eran sus templos, su tierra… Ese lugar que hacía unas horas perdieron.
Constantinopla había caído frente a los turcos. Para los grecorromanos, eso solo significaba una doble presencia de los monoteístas en sus tierras. Y esas nuevas presencias no eran apáticas para con ellos.
Los ángeles empezaron a matar y asimilar a algunos de sus seres, con tanta rapidez y pulcritud que aunque Atenea, Hestia, Prometeo, Hermes y muchos otros reaccionaron al instante, con el afán de sacarlos de las tierras, fue demasiado tarde. Duraron semanas viendo cada vez más cadáveres, menos seres vivos recuperados, teniendo siempre más pérdidas. Rae, Gea, Eolo… muchos, hasta la caída de Poseidón.
Fue una masacre y perdieron a tantos, hasta el punto que el Olimpo mismo desapareció. Los dioses fueron expulsados al mundo y los ángeles dieron con ellos. Atenea, que había estado dejando a unas ninfas en un sitio fuera de Constantinopla, lo sintió al instante. Fue un dolor íntimo, hondo y solitario. Uno que nunca podría explicar. Perdió el hogar y fue sustituido por una emoción de vulnerabilidad que nunca antes había tenido. Fue consciente de que no solo no tenía refugio, sino de que era mortal y que iba a morir.
Fue hacia donde estaban los dioses recién expulsados solo para intentar huir de esa terrible sensación. No fue la única en sentir ese impulso, muchos dioses también lo hicieron y algunos de los seres del panteón también. Solo de esa manera, juntos, pudieron alejarse de los ángeles.
Pero el Olimpo ya no estaba. No, no podrían pelear, pero tampoco huir. Solo esconderse. Y eso era lo que hacían hasta que supieran qué hacer.
-o-
Siguiendo la dirección en que miraba su padre, Atenea se encontró con Nix allá arriba, frente a la luna que reinaba en la noche. Oscura, brumosa, con el vestido negro y brillante moviéndose al son del viento, los brazos extendidos a los lados. Ella los había estado escondiendo, como la oscuridad lo oculta todo. Lo había estado haciendo desde hacía un día, cuando ese lugar fue arbitrariamente escogido como el campamento.
Pero Nix no iba a poder hacerlo por mucho más tiempo.
Aunque muchos querían, Atenea misma incluida, que como diosa de la sabiduría se pronunciara sobre lo que debían hacer, ella no tenía ni idea. Eso ya ni le horrorizaba. Prometeo tampoco sabía, pero tuvo un impulso y lo siguió con fe. Otras veces, ella misma habría confiando en ese impulso, pero ya no más. Ya no confiaba en nada, no se hacía ilusiones. Solo había una conclusión racional: nada más quedaba el Inframundo. Poseidón y muchos más se les habían adelantó, pero ese era el único “paso” que tenían realmente.
Atenea sabía que jamás iba a decir eso en voz alta. Como Hestia no decía que no quería enterrar a otro de los suyos, como Zeus no decía que se vio reflejado en el cuerpo de Poseidón y como Nix no bajaba a descansar.
Atenea acarició el brazo de su padre, pero él no pareció percibirlo. Sin más, la diosa volvió al campamento, mordiéndose el labio porque la pierna que casi le arrancaron estaba sanando lento y le dolía mucho al caminar.
El lugar era descendente, cuevas rodeadas de espesos árboles, cerca de un peñasco y el mar. Estaban al sur del lugar en que el mar Negro y el Egeo se unían, en la costa asiática. Fuera y lo suficientemente lejos de Constantinopla.
El campamento estaba engañosamente silencioso, lleno de llantos bajos, miradas idas y conversaciones susurradas. Los heridos habían sido tratados lo mejor posible, y dormían o estaban inconscientes. Algunos iban a morir. El único que parecía aún relucir era Ares, que había salido a inspeccionar el lugar, mientras su madre era curada por Ilitía… Maldito hijo de puta. Se enfureció Atenea, sin fuerzas siquiera para cerrar los puños. Hasta Hera se había puesto de escudo entre los monoteístas y sus hijas (las hermanas de Ares), mientras éste arremetía contra los ángeles. No murió, porque la guerra era su alimento. Su panteón cae y él tuvo un subidón de entusiasmo y fuerza en medio de eso….
Sin embargo, hasta Ares estaba pálido, sucio de tierra, sudor, sangre y vísceras. Todos estaban vestidos como humanos, despeinados; en mayor o menor medida, heridos. Atenea pasó al lado y hasta por encima de algunos. Muchos la miraban furtivamente y por eso ella intentaba parecer tranquila, caminando erguida aunque renqueaba, pero sin querer acercarse a nadie.
O en verdad, solo quería estar con alguien en particular que no estaba ahí… Atenea dio un leve bufido, miró amablemente a unas niñas calisteñas que se abrazaban, hablando entre sí, y buscó con la mirada sin pensar. Más allá de unos centauros echados, recostado al lado de la entrada de la cueva, seguían estado Hefesto y Afrodita. No se habían movido en ese tiempo.
Poco antes de morir Poseidón, él ya se había recuperado lo suficiente como para sentarse y pensar, casi delirante, ideas de protecciones. Pero Afrodita había gritado y llorado, exigiéndole que descansara. Hefesto le hizo caso y desde ese momento, estuvieron abrazados. Afrodita no dejaba de temblar en ningún momento, ni de llorar. Y aún así, Atenea deseó el haber tenido ella su lugar. Ser abrazada y consolada.
Nadie parecía poder salir de ese trance, de esa miseria. Todos estaban tirados en el suelo, muy juntos y estáticos. Atenea deseaba poder hacerlo también, pero tuvo la idea de que no tendría con quién sentarse. Y eso le recordó la sensación de soledad al perder el Olimpo, y el desasosiego del conocer su situación.
Se sintió ahogar, y solo pudo pensar en buscar a Hestia…
Comandados por la diosa del hogar, Asclepio, dos de sus hijas y otros pocos se habían hecho cargo del campamento y los heridos. Ellos estaban relativamente sanos. No habían sido tomados como amenazas, al contrario que la gran mayoría de los otros dioses que sí pelearon en su huida, o murieron en el intento.
Atenea tuvo que buscar a Hestia a pie, entre dioses, semidioses, ofídicos, licántropos, las musas… No quiso buscarla por su esencia, por ese sentirla dentro de ella y en su piel. Si lo hacía, podría sentir a todos los demás y su desolación se mezclaría con la propia, que apenas podía controlar.
Sabía que también estaba buscando a otros además de Hestia. Muchos estaban desaparecidos pero los más importantes para el panteón, además de Prometeo, eran Hermes y Delfos. Podían estar muertos, pero no los habían visto morir. Y, aunque Atenea se repetía una y otra vez que era una ilusa al imaginar que alguno de ellos estaría ahí, justo al cambiar la dirección de su mirada; no podía evitar sentirse desilusionada cuando no era así.
Hestia estaba dentro de la cueva. El olor de la tierra, especias, carne y verduras se mezclaba con el de la sangre y las infecciones. Ahí se encontraban varios heridos, los más graves, los que seguramente iban a morir. Pero Hestia no los estaba atendiendo. La diosa del hogar había hecho un fuerte fuego sobre el cual había una gran olla de sopa, que revolvía tomando un cucharón con ambas manos. El movimiento de Hestia era lento y sus brazos estaban crispados, como si le costara toda su fuerza hacer ese esfuerzo. Atenea creyó que tenía la cabeza baja porque miraba hacia la comida pero, al verla dar una cabezada seguida de un pequeño instante de acelerar un poco el movimiento con el cucharón, se dio cuenta de algo que había pasado por alto.
Desde que inició el asedio, Hestia no había parado de trabajar: sacando gente, ayudando heridos, hablando, dando de comer, abrazando, preparando cuerpos para la cremación…
Se llamó mil veces estúpida al darse cuenta que no había previsto que Hestia estaba cansada, de que había sufrido todas esas pérdidas también, y que ella iba egoístamente hacia la diosa del hogar en busca de consuelo.
Atenea aceleró el paso, el dolor de la pierna se incrementó como su renqueo, pero no le importó. Hestia no se dio cuenta de su presencia hasta que tomó el cucharón e intentó evitar que se lo quitara.
-Ati, ¿qué haces…? Tienes que cuidar esa pierna. Ve y descansa. -le mandó, sin mirarle a la cara, aún con la cabeza gacha. Los largos cabellos rubios le caían a los lados, sucios y aceitosos - Pronto estará…
-Yo la termino, no te… -pero Hestia tomó con más fuerza el cucharón.
-Ve a descansar.
-Hestia, por favor…
-No puedo… -La voz se le había roto al final, y Atenea la vio tomar aire con fuerza.
El llanto salió de Hestia tan fuerte como la manera en que la abrazó. Las piernas de la diosa del hogar no podían sostenerla y caía al suelo, el cuerpo convulsionado por cada ola de llanto. «No puedo, no puedo» decía cada tanto, entre hipidos, agarrando tan fuerte a Atenea que le incrustaba las uñas en la piel, temblando sin control.
Aunque algo asombrada Atenea entendía qué pasaba, porque sentía también esa impotencia entre tanto dolor, esa que le decía que ni aun siendo fuerte, podía lograr realmente cumplir algo. Pero controló su llanto, porque si lloraba Hestia la iba a consolar en vez de dejarse ser abrazada, arrullada y consolada por Atenea.
La sopa se resecó antes de que pudieran controlar el llanto.
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