En este relato es posible que se traten temas adultos. Sobre la muerte, puede que sobre el sexo o puede que sobre cualquier otra cosa. No quiero herir a nadie, pero tampoco sé lo que me va a deparar este relato. Así que, aviso preventivo a navegantes.
Capítulo anterior ~o~o~o~
Katie estaba profundamente dormida cuando abandoné la cama, antes de las ocho de la mañana. Procuré no hacer ruido y lo único que hizo ella fue revolverse un poco y darse la vuelta, dándome la espalda, envuelta entre las sábanas. Sonreí amargamente. No me gustaba nada dejarla en casa, sola, desde tan pronto, pero bueno. Mi trabajo era mi trabajo y por ese libro me iban a pagar mucho mejor que por cualquier otro que escribiera en años.
Tomé el desayuno más rápido que jamás había tomado, me coloqué bien la camisa por dentro del pantalón, cogí las llaves y salí del piso procurando no hacer demasiado ruido al cerrar la puerta.
En la calle ya había gente, aunque realmente todavía no hubiera amanecido del todo. Los coches que circulaban por los suburbios en los que vivía iluminaban un poco las calles y las luces de los fríos fluorescentes del tranvía que llevaba directamente al centro destacaban en la oscuridad del barrio.
El vagón en el que viajaba estaba lleno de ejecutivos, jóvenes y viejos, de chavales que cargaban con sus mochilas rumbo al colegio, de funcionarios que iban a sus puestos de trabajo. Encontré sitio al final del vagón en un solitario asiento junto a la ventanilla ligeramente empañada y saqué el cuadernillo de notas en el que observaba en mis entrevistas con Jake: sus reacciones, su actitud ante sus recuerdos… era un hombre al que se le leían fácilmente las emociones, tanto que a veces creía que demasiado fácilmente. Muchas veces había pensado que todo lo que observaba y leía en su rostro podía ser totalmente ficticio, una fachada más de un hombre que estaba acostumbrado a fingir ante las cámaras.
Tan ensimismado estaba en mis pensamientos sobre Jake Grissom, el hombre leyenda, que por poco se me olvidó bajarme en la primera parada del centro de la ciudad. Empujé, quizá algo brusco, a un adolescente que estaba apoyado en la pared junto a la puerta del tranvía y bajé de un salto antes de que la puerta se cerrara y el vagón iniciara de nuevo la marcha.
Suspiré, a salvo en tierra, y miré lo que se alzaba ante mí. El Centro. La ciudad, como quien dice, la verdadera ciudad. Las afueras, los suburbios y los pequeños barrios residenciales no eran nada, apenas una pequeña mota de polvo comparado con el Centro. Se notaba quién vivía allí.
Altos y lustrosos edificios se alzaban orgullosos hacia el cielo. Miraras donde miraras siempre que dirigieras los ojos hacia arriba, te dabas de bruces con la magnificencia y el esplendor, al menos la supuesta magnificencia y el supuesto esplendor, del gobierno. Una vez bajaras la mirada hacia la calle, ese espejismo de grandeza se esfumaba por completo; policías, armados con pistolas y de dos en dos, patrullaban las calles sin descanso, inundándolas con el color azul de su uniforme y con armas y terror.
El centro era su feudo y no salía nunca de él. ¿Para qué? Si para Jullianis el centro era la única ciudad existente; los suburbios, las afueras, los barrios periféricos se convertían poco a poco en alcantarillas que se pudrían bajo el paso autoritario del centro y de la dictadura de Jullianis.
Vivía en una de esas alcantarillas y estaba cansado de ver cómo el esplendor que había tenido la ciudad entera cuando era niño se iba consumiendo poco a poco y volviéndose gris, ceniza, triste, abandonada y sucia bajo las manos de ese dictador que nadie veía como tal.
Suspiré, triste. Siempre que iba al centro me encontraba con esa desagradable pero conocida sensación de rabia y desesperanza.
Ya ni siquiera había metro hacia las zonas periféricas, sólo por el centro. Y con ciertas restricciones.
Durante todos los días que llevaba con el libro de Grissom me había intentado convencer a mí mismo de que el único motivo que me movía a ello era simplemente mi trabajo, pero tenía que reconocer (cosa que me daba vergüenza porque nunca me había considerado una persona egoísta) que me movía algo más, algo sólo para mí, que respondía a mis propios intereses: saberlo todo.
Era pequeño cuando las cosas empezaron a cambiar y mi padre no vivió lo suficiente como para explicarme, desde la oposición, lo que pasaba y por qué pasaba; mi madre lo entendía, pero tenía demasiado miedo como para hablar a su hijo sobre ello; y cuando fui lo suficientemente mayor, las palabras de la gente se dirigían, no se pensaban.
Llegué a la puerta de la Biblioteca Central, realmente la única de toda la ciudad, que existía bajo la censura directa de Jullianis, y fui recibido por dos soldados uniformados y armados con sus rifles al hombro, que me escudriñaron por debajo de las viseras de sus gorros azules.
Sonreí, de forma nerviosa, y entré en el hall lo más rápido que me dejaron mis cansados y temblorosos pies. Había estado en ese edificio alguna vez, pero hacía mucho tiempo. Era un lugar antiguo, muy antiguo, de una grandiosidad propia de una época bastante anterior a la actual. Los techos eran altos, las paredes estaban decoradas con cuadros que parecían formar un paseo de la fama en miniatura. La doble escalera que se desplegaba ante mí me parecía inalcanzable, con sus amplios escalones cubiertos con la alfombra granate de rigor.
Buscaba la hemeroteca, aunque no sabía exactamente dónde estaba. Aún así, subí las escaleras con tranquilidad para llegar a un piso de arriba que se abría en un largo pasillo decorado con la misma alfombra granate de las escaleras. Sabía que un piso más arriba estaba la sala de la biblioteca, con todos los libros y manuales que habían sobrevivido a la censura de Jullianis, así que supuse que la hemeroteca podía estar en el piso en el que estaba.
Entré en el pasillo y leí los letreros de las puertas de los laterales, hasta que me encontré, al fondo del pasillo, con una puerta abierta con un pequeño cartel en el que rezaba, en letras negras, la palabra “hemeroteca”.
§
Desperté tarde; llevaba años sin poner el despertador, dejando que mi cuerpo se despertara cuando le mandara mi cerebro. No tenía nada que hacer. Cuando vivía Lori, me despertaba temprano para pasar las horas muertas de jubilado con ella, prepararle el desayuno, oírle reír con los chistes del periódico matutino. Pero ahora que ya no estaba ni madrugar tenía sentido. Y dormir en una cama tan grande yo solo era hasta estúpido.
Me arrastré como pude hasta la planta de abajo, donde el contestador parpadeaba con un enorme número dos en rojo. La voz metálica me respondió en cuanto pulsé el botón. La primera llamada era de la consulta del médico.
-Buenos días, señor Grissom, llamo desde la oficina del doctor Cheespeare para recordarle su cita de pasado mañana a las doce. No falte. Que tenga un buen día -se despidió la voz cantarina de la enfermera.
Un pitido y la voz de Steward al otro lado de la línea me llamó la atención.
-Jack, soy Miles Steward. He estado haciendo algunas investigaciones en la hemeroteca y me gustaría compartir cosas con usted y, de paso, continuar con la entrevista. Llámeme cuando esté disponible. Gracias.
No había más mensajes, así que me dirigí a la cocina para desayunar, o al menos para tener algo en el estómago antes de tomarme todas las pastillas que se suponía que tendrían que mejorar mi calidad de vida pero que, por lo que a mí respectaba, hacían que mi vida siguiera igual que si no me las tomara.
Me estaba llevando la última pastilla a la boca cuando sonó el teléfono. No cogí; dejé que saltara el contestador. Un par de tonos después, una voz conocida y a la vez temida empezó a grabarse.
-Papá. Soy Andrea, tu hija. Espero que todavía sepas quién soy. Oye, llámame en cuanto puedas. Quiero hablar contigo.
§
Ante mí tenía todo el manojo de fotocopias que había conseguido en la hemeroteca y un café con leche que empezaba a quedarse frío. Miraba la primera fotocopia, entre mis dedos, como hipnotizado.
El titular de la portada rezaba ‘Los Siete: llegará la tranquilidad’ en letras grandes y negras. Aquella frase hacía que mi yo interior explotara en carcajadas aunque mi sonrisa siguiera inexistente. Acompañaba al titular una foto del primigenio grupo de Los Siete. Pude reconocer a Grissom, aunque estaba bastante más joven, tenía más pelo y más oscuro y sonreía algo más que ahora.
La fecha del periódico era de mediados de 1971, hacía mucho tiempo ya. Supuse que sería una de las muchas fotos que les tomaron el día que, sin preguntarles, les hicieron partícipes de aquel gran proyecto para calmar a la gente y ocultarles lo que realmente pasaba.
Removí las hojas y me encontré de pleno con otra portada de periódico, en el que Grissom y dos mujeres, que supuse que serían Lori y Andrea, llevaban a unos cuantos niños en brazos por una sucia calle llena de escombros y basura. El titular decía “Tres de los Siete sacan de ‘Vertedero’ a niños que vivían abandonados”. Súbitamente me acordé de ‘Vertedero’, la pequeña ciudad sin ley, un pequeño barrio prácticamente deshabitado a donde nadie se atrevía a entrar ya.
Aparté la portada sobre ‘Vertedero’ y me encontré con otra foto de un hombre con gafas de la quinta de Grissom, ante un atril y con sus seis compañeros a las espaldas: “El esperanzador discurso de Jules”.
Y mi favorita iba después. La cogí entre mis manos y la observé. Recordaba haber visto esas imágenes en la televisión cuando tenía 10 años. El periódico tenía la fecha del año 90 y en la foto de la portada se veía a un grupo de jóvenes que rondaba los veinte años enfrentándose a unos Siete que ya rondaban los cuarenta y que se alzaban ante ellos con los brazos en alto y gritando algo. “Los Siete impiden una revuelta universitaria contra Jullianis”.
Apreté la mandíbula.
Justo en el momento en el que dejaba la fotocopia sobre el resto, Katie apareció, vestida para ir a trabajar.
-¿Eso es lo que has encontrado en la biblioteca, cariño? -me preguntó mientras se inclinaba junto a mí para ver las portadas fotocopiadas de los periódicos. Al observar la fotografía de la manifestación torció el gesto-. Me acuerdo de esto.
Levanté la mirada.
-Si… yo también. Recuerdo que lo vi por la televisión.
-Yo lo oí. Vivíamos cerca del distrito universitario y la manifestación pasó por nuestra calle. Nunca se me olvidará el sonido de los disparos.
-¿Disparos?
-Si… no sé de quién fueron, pero yo oí disparos. Mi madre me tapó los oídos, pero yo seguía oyéndolos con claridad.
§
El Casiopea estaba muy silencioso; era muy pronto, más pronto de lo normal, pero a veces un hombre viejo necesita ir a lugares como aquél para no olvidar que sigue viviendo.
No había quedado con Miles, aunque sabía que debería haberlo hecho. Aquella noche no me apetecía recordar, hacer memoria de todas aquellas cosas que me habían ido sucediendo. Sólo quería sentarme en una de las sillas del bar y beber hasta que el cuerpo me diera la señal de aviso de que debía dejar de meterme alcohol a las venas. Por una noche, quería que las cosas vividas pasaran a segundo plano. No podría olvidarlas, ni siquiera podía obviarlas, pero no quería sentir en mis cansados huesos las mismas sensaciones de hacía años, no quería volver a sentirme viejo y cansado.
Al menos, no aquella noche.
Di un ligero sorbo a la cerveza que tenía frente a mí y me rebusqué en el bolsillo interior de la chaqueta por si encontraba la cajetilla de tabaco que tenía que estar ahí. Y ahí estaba. Di un par de golpes al cigarrillo antes de llevármelo a la boca y lo prendí.
En cuanto di la primera calada, profunda, larga, sintiendo cómo los pulmones se me llenaban del humo azulado que iba directo a mis venas, me acordé de Lori y suspiré.
No estaba buscando a Lori entre mis recuerdos. Me dolía de verdad, más que respirar bajo el agua.
De repente, levanté la cabeza, como esperando ver entrar por la puerta a la muerte, del dolor que tenía en el pecho. En momentos como esos deseaba morir. En momentos como esos, cuando me daba cuenta que dejando fluir unos recuerdos hacía que regresaran otros, me arrepentía de haber llamado a Steward. En momentos como esos deseaba que todo lo que tenía en la cabeza saliera disparado en un momento, se imprimiera en un papel y yo pudiera saltar desde la ventana de la buhardilla.
Casi deseaba morir ya.
Di otra calada profunda, deseando que las palabras de Lori diciéndome que no fumara no repiquetearan demasiado fuerte en mi cabeza. Pegué un trago a la cerveza que la dejó por debajo de la mitad y, tras unos minutos, la terminé. Miré al camarero a través del humo del cigarrillo y él me devolvió la mirada.
-La botella de whisky.
-¿La botella entera? Jake, no deberías beber tanto. Como tu colega te lo digo.
-Mira, Nick. Eres un buen chico. Un buen camarero. Joven, pero buen camarero. Y para que vayas conociéndome, en los días que estoy débil, melodramático y me siento viejo necesito anestesiarme a base de whiskies o no consigo soportar mi mísera existencia. Y tú eres quien me los va a dar.
-Pero…
-Nick -dijo una voz profunda, de repente. Desvié la mirada del chiquillo hacia quien le había llamado por su nombre-. Trae la botella, ¿quieres?
Unos ojillos diminutos me observaban con curiosidad detrás de unas gafas estrechas y rectangulares.
-¿Ahora te das al whisky, Jules? Tú siempre fuiste más de ginebras.
-Calla -y se sentó ante mí con gesto cansado. Me miró mientras suspiraba-. ¿Me das un cigarro?
Deslicé la cajetilla por la mesa pegajosa y él se encendió uno de los cigarrillos que quedaban.
-Tampoco sabía que fumaras.
-Calla.
Y dio una calada que se le atragantó. La última vez que le había visto fue en el entierro de Lori, aunque le había llamado para preguntarle por un periodista de confianza. Aún así, no sentía vergüenza y me sorprendió que él no quisiera hacérmela pasar.
-Esta mañana me ha llamado Andrea.
-Porque no consiguió hacerme entrar en razón, ¿verdad?
Jules asintió con la cabeza, grave y rotundo, mientras daba otra calada al cigarrillo. Esta vez, el humo pasó tranquilamente, sin atragantarse, y le salió por la nariz en forma de volutas efímeras.
-Está convencida de que escribir ese libro te carcomerá por dentro y que te acabarás destruyendo a ti mismo.
-Tú sabes que no me vas a hacer cambiar de opinión por mucho que lo intentes, ¿verdad?
Jules volvió a asentir.
En ese momento, Nick posó dos vasos con hielos y la botella de whisky encima de la mesa de mármol y suspiró mientras se iba.
-De hecho, no pretendo cambiarte de parecer.
Alcé una ceja, sorprendido.
-¿Perdón? Entonces, ¿qué haces aquí? Si Andrea te ha llamado es porque sabe que, aunque a veces no te soportara, fuiste y eres la voz de mi conciencia.
-Sí. Me obligó a venir a verte por eso, si. Pero no pienso cambiar tu opinión, ni siquiera intentarlo. No puedo hacerlo como conciencia cuando estoy de acuerdo con lo que haces.
Sin decir una palabra, cogí la botella de whisky, me serví un poco y me lo tomé de un trago.
§
Me pasé todo el día pendiente del teléfono, pensando que Grissom podría llamarme en cualquier momento para concertar una cita, pero no lo hizo. Pensé que, quizá, no había escuchado el mensaje que le había dejado en el contestador, diciéndole que me llamara. Pensé que, quizá, tendría cosas mejores que hacer. A lo mejor ni se había levantado de la cama. Sabiendo como sabía ahora que se emborrachaba de vez en cuando, no me sorprendía que la noche anterior se hubiera pasado con el alcohol.
A mediodía estaba prácticamente seguro de que no me iba a llamar, así que decidí consagrar el resto del día a buscar información sobre aquel suceso de la portada del periódico de los 90. Leí uno de los libros de historia reciente que tenía en la estantería del estudio y busqué cosas en las pocas páginas de la red que el gobierno de Jullianis no había prohibido. Hacia media tarde ya tenía una idea clara sobre la revuelta universitaria.
La mayor sorpresa de todas es que había sido por culpa de ese incidente que los Siete se habían descompuesto definitivamente. Hacía algún tiempo que su reputación había caído en picado y, con el problema de los universitarios habían firmado su sentencia de muerte definitiva. El propio Jullianis reprochó su actuación y les condenó al olvido relativo.
Pero todo aquello lo único que hizo fue aumentar mis ganas por hablar con Grissom.
Leí sobre disparos, muertes, ensañamiento y sangre. Sobretodo mucha sangre. Contuvieron la revuelta estudiantil, si, pero el precio que pagaron por ello fue demasiado alto.
Era ya de noche cuando me quité las gafas que usaba para leer, cansado tanto física como psicológicamente. Aquella época, los 90, tampoco habían sido unos años buenos para mí, ni para mi familia. Yo era demasiado pequeño para entender todo lo que pasaba a mi alrededor. Hacía algo más de un año que se habían llevado a mi padre y que no le había vuelto a ver, y nadie me explicaba por qué había pasado aquello. Me sentía solo y engañado, abandonado, invisible, en una época en la que todo empezó a desaparecer y a marchitarse.
Me froté la cara y los ojos, para evitar llorar de impotencia. Si hubiera sido más mayor, quizá hubiese podido hacer algo. Aunque a lo mejor lo único que mi único logro habría sido morir, ser asesinado, como le había pasado a mi padre.
Suspiré y hundí los hombros. Necesitaba dormir.
Katie entró en ese preciso instante por la puerta y se sentó en una silla junto a mi mesa. Pude ver de reojo, entre los dedos en los que había enterrado mi rostro que me miraba con preocupación.
-Miles… -susurró. Lo noté hasta en su manera de decir mi nombre-. ¿No estás trabajando demasiado?
Negué con la cabeza y me destapé la cara.
-No, es sólo que… he recordado una mala época con todo esto de la investigación -sentí la presión de los dedos de Katie sobre mi pierna. La miré, me sonrió y yo sonreí a su vez.
No era que todo fuera más fácil cuando ella hacía ese tipo de cosas, pero sí era verdad que parecía quitarle hierro al asunto, diluir los problemas un poco. En momentos como aquel, sentía que todo era pequeño comparado con su sonrisa y me teletransportaba a mí mismo a una época en la que era un estúpido adolescente enamorado de aquellos ojos sinceros.
Sacudí la cabeza. Siempre acababa comportándome como un tonto.
-Venga, Miles -dijo con voz dulce y tranquila-. Ya es hora de que te vayas a la cama… es tarde.
Asentí con la cabeza y me levanté con esfuerzo de la silla en la que había estado sentado durante todo el día. Me había olvidado, incluso, del teléfono. Miré a Katie, que estaba a mis espaldas.
-¿Ha llamado? -no hacía falta que le dijera ningún nombre. Ella sabía a quién me refería.
Negó en silencio. Decidí que necesitaba dormir más que cualquier otra cosa en el mundo.
§
Me sentía mareado. El mundo a mi alrededor daba vueltas y más vueltas y yo, intentando buscar un punto de apoyo, giraba con él. Fijé la vista en un lugar, o al menos traté de hacerlo, y me dirigí hacia él, con pasos renqueantes, tropezando con cosas que ni siquiera veía. Ni siquiera sé cómo no me caí al suelo, pero conseguí llegar hasta la alacena y coger una botella de vino.
Volví tambaleante al sofá y me dejé caer entre los cojines de skay. Jules, a mi lado, había cerrado los ojos. Sentado el mundo pareció calmarse y las imágenes de mi salón fueron ganando nitidez poco a poco.
-¿No crees que ya hemos bebido suficiente? -Preguntó Jules, y su voz se me antojó ahogada y lejana.
Miré hacia la mesita de té frente al sofá. Había una botella de whisky vacía sobre el cristal, y me acordé de que nos habíamos terminado otra en el Casiopea antes de coger un taxi hasta mi casa. Me encogí de hombros. Tal y como estaba en ese momento, una botella de vino malo no me parecía mucho más alcohol para el cuerpo en ese momento.
-No -dije simplemente. Tenía la boca pastosa.
Descorché la botella de vino y serví un poco en los dos vasos que estaban sobre la mesita. Le di uno a Jules, que lo observó poco decidido a beber más y el otro me lo quedé yo, apurando el contenido de un trago. Todavía sabía a whisky.
-Oye, Jack… -Jules habló, pero sus ojos seguían fijos en el vaso de vino-. Tenemos setenta años. ¿No te parece que somos demasiado mayorcitos como para emborracharnos hasta perder el sentido? Esto lo hacíamos cuando teníamos veinte años, incluso cuando teníamos treinta, pero ¿ahora?
Arrastraba las palabras cuando hablaba. O era yo el que las oía más lentas e inconexas entre sí. Me volví a encoger de hombros.
-Escúchame bien, Jules -le apunté con un dedo-. Esta es la edad en la que más razones tenemos para emborracharnos -ni siquiera sabía cómo era capaz de hablar-. Hemos vivido una vida de fama poco recompensada y olvido. Intentamos hacer por este país cosas que ningún otro ha intentado. Y nos lo pagaron a destiempo. Mi vida desde los noventa ha sido una puta mierda. Triste y solitaria.
Me callé, sopesando mis propias palabras. Jules se me quedó mirando, desconcertado, pero no dio muestras de querer hablar, así que continué.
-He tenido problemas con el alcohol. He tenido problemas con Lori y ahora está muerta. He tenido problemas con mi hija, que no me hablaba desde el funeral de su madre y esta mañana me ha llamado -la vista se me emborronó más todavía por efecto de las lágrimas-. Hace ocho años me diagnosticaron un cáncer del que me estoy muriendo. Me siento solo y viejo. Decrépito, pasado de moda, inútil y estúpido. ¿Y aún así crees que no tengo razón para beber todo el alcohol que caiga en mis manos?
Me había puesto a llorar como un niño pequeño. Dejé el vaso vacío sobre la mesita de cristal y me levanté del sofá con esfuerzo, mientras Jules me miraba pasmado, todavía con su bebida entre las manos. Noté su mirada atravesarme la espalda mientras me alejaba, tambaleante, y me dirigía hacia mi cuarto. Ya era hora de irse a dormir.
Oí a mis espaldas cómo se levantaba del sofá, dejaba el vaso en la mesa de té y se marchaba. Oí sus pasos alejarse por el salón. Oí la puerta cerrarse tras él. Y luego ya no le oí más. Me dejé caer sobre mi cama, con el rostro encharcado, y poco después me quedé dormido o inconsciente.
§
El timbre sonaba con insistencia. Tanto que creía que me iba a explotar la cabeza con el sonido penetrante y estridente. Levanté la cabeza de la almohada, como para asegurar que realmente estaban llamando al timbre y no era una simple jugarreta del sueño. Pero el sonido era real y quien estuviera al otro lado de la puerta era una persona de lo más insistente. Me arrastré hacia el suelo y por un momento pensé que mis piernas no iban a sujetar el peso de mi cuerpo después de la borrachera de la noche anterior y con la resaca que me aturdía en ese momento.
Pero lo hicieron, y también me llevaron hacia la puerta.
Cuando abrí, me encontré con mi hija Andrea. Su primera expresión fue de alivio; la segunda, de sorpresa; la tercera, de asco; y la cuarta, de lástima. Sin duda, la última fue la que más me dolió.
-Papá… -murmuró, sin pasar todavía-. ¿Qué te ha pasado? Estás hecho unos zorros.
-Una mala noche -agregué, sin hacer ningún otro comentario, y me aparté para dejarla pasar. Ella entró en la casa y noté su esfuerzo por no poner mala cara ante mi olor a alcohol y a sudor-. ¿Café? -Pregunté, mientras ella se sentaba en el sofá y observaba, sorprendida, los restos de la noche anterior.
-Por favor… -apartó la mirada y la dirigió hacia mí, sonriendo. Era la mejor sonrisa falsa que le había visto en años.
Mi hija Andrea era preciosa. En muchas cosas me recordaba a su madre: el color de pelo, aunque ahora lo llevara teñido. Los ojos grandes y sinceros. Cómo torcía la boca cuando sonreía o cómo cruzaba los brazos cuando estaba incómoda. Veía a Lori en cada pedazo de mi hija y no podía evitar sentirme triste y solo, una vez más.
Calenté el café que ya tenía hecho y Andrea me lo agradeció con una voz que no llegaba al susurro cuando le tendí una de las tazas. Me senté en un sillón junto al sofá e ignoré las botellas y los vasos sobre la mesa. Vi de reojo cómo ella suspiraba y negaba con la cabeza, para beber después un sorbo de café y mirarme con una expresión extraña.
Después de un momento, Andrea volvió a suspirar.
-No sé ni por qué he venido, papá… -murmuró, mientras hundía los hombros y se recostaba sobre el respaldo del sofá, con la taza entre las manos y apoyada en el regazo-. No sé ni por qué le he hecho caso a Andrea y he venido a verte.
La miré, entre sorprendido y enfadado.
-¿Andrea? -Pregunté. Empezaba a hartarme de que Andrea se metiera en mi vida, diciéndome sin hablarme lo que tenía o no tenía que hacer, lo que era conveniente o no lo era. ¿Acaso le había pedido consejo? ¿Acaso había acudido a ella cuando decidí escribir el libro? No. Pasaba que hubiera hablado con Jules, pero que hubiera llamado a mi hija ya iba más allá de la línea de lo permitido-. ¿Qué te dijo?
Sintiéndome terriblemente cansado y con la cabeza a punto de explotar, bebí un sorbo de café y me hundí en la butaca.
-Me contó que le estabas contando tu vida a un periodista. Me dio miles de razones por las que no iba a funcionar, por las que todo esto iba a acabar contigo y me dijo que tenía que intentar disuadirte -bufé. Andrea ni me miró-. Y, sinceramente, no sé por qué he accedido.
Me quedé en silencio, con la mirada perdida en algún punto de la etiqueta desteñida de la botella de whisky, esperando a que Andrea continuara hablando.
-A esto me refiero. No me ibas a escuchar ni siquiera a mí.
-Te estoy escuchando -dije, volviendo los ojos hacia ella-. Lo creas o no, te estoy escuchando.
-Sí, vamos, como siempre… -murmuró, apartando la cara.
-¿Insinúas algo, Andrea? -Comenzaba a cabrearme. Ahora mi hija se ponía como cuando tenía quince años: intransigente e insoportable. Lo que me faltaba por ver.
-Lo que te he insinuado durante toda mi vida, papá -la voz de Andrea empezaba a subir de tono y a denotar una mezcla entre tristeza y rabia contenidas-. Que nunca me escuchaste, que nunca fui lo suficientemente importante para ti, teniendo en cuenta que estabas todo el día con los Siete de aquí para allá. Que tu hija nunca era merecedora de toda la atención que tenían Andrea, Jules o los demás. Que ni siquiera tu mujer tenía ese honor y eso que era parte de los Siete también.
-No metas a tu madre en esto… -susurré, cansado.
-No es que meta a mamá en esto, es que siempre ha estado dentro. ¡Eres tú el que la quiere sacar! Puede que esté muerta, pero sigue siendo una parte importante de tu vida, aunque tú intentes ignorarla y olvidarla.
Cerré los ojos ante el grito de Andrea. Eso siempre funcionaba cuando era más joven y cuando todavía vivíamos juntos, por alguna extraña razón. Pero aquella vez, ella no se dio por aludida y lo único que hizo fue gritar todavía más.
-¡No, papá, no cierres los ojos! ¡No hagas como que nunca pasó nada cuando no es así!
En ese momento la cabeza ya empezaba a hinchárseme. Abrí los ojos y la miré, mordiéndose el labio inferior tal y como hacía su madre cuando tenía ganas de llorar y no quería hacerlo. Para eso las dos eran muy orgullosas. Andrea tenía los ojos encharcados, pero sabía que le iba a costar mucho llorar.
-No voy a soportar que me culpes otra vez por la muerte de tu madre.
Andrea levantó los brazos, como exculpándose.
-Esta vez has sido tú el que lo ha dicho, no yo. No iba a culparte por ello, pero si sacas el tema podría decirte muchas cosas que ya sabes, sólo para volver a gritarte a la cara todo lo que pienso al respecto.
-¡Basta! -Grité. Pegué un puñetazo a uno de los reposabrazos de la butaca, y la taza que tenía agarrada con la otra mano se cayó al suelo, haciéndose añicos y manchando la madera de café. Por un momento, el silencio invadió la habitación entera. Andrea me miraba entre asustada y sorprendida desde el sofá, con su taza agarrada fuertemente entre las manos y los ojos todavía llenos de lágrimas-. Basta -repetí, esta vez con un hilo de voz saliéndome de la garganta-. Mira, Andrea. He pasado por muchas cosas, sobretodo estos últimos años, y tú has estado ahí siempre, pero no precisamente para apoyarme. A cada cosa que hacía, me lo reprochabas. A cada cosa que decía, me criticabas. Me culpaste de la muerte de tu madre cuando yo lo único que hacía era pensar en que ya no estaba y que, quizá, sí que hubiera tenido que ver en que hubiera muerto. Y cuando más necesitaba a alguien que me apoyara y me hiciera sentir que no estaba solo, decidiste escarmentarme por cosas que no estaba seguro que hubiera hecho y te fuiste.
Me callé, esperando ver en el rostro de mi hija algún cambio de actitud, alguna expresión en sus ojos que no fueran las ganas de llorar o de insultarme entre gritos y lágrimas. Pero no la vi.
-Cada vez que intentábamos arreglarlo, volvías a culparme, a insultarme y a abandonarme. Así que no voy a permitir que ahora, después de tanto tiempo y tantas discusiones, vuelvas a reprocharme otra vez todo. ¿Me oyes? ¡No voy a permitirlo! ¡Y tampoco voy a permitirte que me digas si estuve o estoy equivocado, porque eres la menos indicada para decírmelo!
De nuevo, el atronador silencio. La volví a mirar, y sentí como si el salón se estuviera alargando y ella estuviera lejos. La veía diminuta en el sofá, callada y encogida en sí misma. Después, sin decir nada, dejó la taza de café sobre la mesa, junto a las botellas, y se levantó costosamente. La seguí con la mirada mientras andaba hacia la puerta de la calle, sorteando el charco de café.
Se fue en silencio, y ni siquiera hizo ruido al cerrar la puerta. Cuando me quedé solo en el salón, sentí cómo la culpa empezaba a sepultarme y a ahogarme poco a poco.
§
Cuando volví a sentarme frente al ordenador la mañana siguiente a llamar a Grissom, éste todavía no había respondido a mi llamada. No sabía siquiera si había oído el mensaje que le había dejado, ni tampoco sabía si estaba en casa. A lo mejor seguía emborrachándose en algún rincón de la ciudad y todavía no había vuelto. No conocía lo suficiente a Jack Grissom como para saber sus hábitos, sus costumbres y el qué provocaba ciertas reacciones.
Así que, con un suspiro y mucha resignación, cogí el teléfono y marqué una vez más el número de Grissom. No tenía muchas esperanzas de encontrarle. Al tercer tono, contestó al teléfono.
-¿Diga? -Tenía la voz rasgada y queda, más que de costumbre.
-Ah, hola, Jack. Pensaba que no ibas a estar en casa.
-Pues estoy. ¿Querías algo?
-Si… quería saber si esta noche estás disponible para quedar a charlar…
-¿Por el libro?
-Sí.
-Desde luego. ¿A qué hora te viene bien?
-¿Sobre las diez? -Pregunté, indeciso. La voz de Grissom seguía sonando dura y rasgada, pero potente a pesar de todo. Pensé que tenía todas las papeletas para haber estado bebiendo la noche anterior y haberse levantado hacía poco con una resaca aún mayor que su fama.
-Está bien -dijo, no muy convencido.
-¿Te pasa algo, Jake? ¿Te encuentras bien? Podemos dejarlo para otro día si no estás en condiciones…
-Estoy en perfectas condiciones, Steward, gracias -me cortó. En ese momento supe que no era su mejor día. Suspiré, mientras el otro lado de la línea telefónica se quedaba en silencio.
-De acuerdo. Pues hasta la noche, entonces.
Colgué inmediatamente, sabiendo que Grissom no me iba a contestar e iba a hacer lo mismo que yo. Bufé. Esa noche sería realmente dura si tenía que soportar a un Jake Grissom con resaca y mal humor.
§
El Casiopea estaba vacío aquella noche, a excepción de Steward, que acababa de llegar y se sentaba lentamente en la silla frente a mí, el camarero y yo. Nick estaba aburrido y leía, inclinado sobre la barra que ya había limpiado un par de veces, el periódico de esa mañana. Lo único que hizo fue servirle a Steward la cerveza que había pedido y después volvió a volcarse sobre el periódico.
Yo, por mi parte, saqué la cajetilla de tabaco del bolsillo del pantalón y cogí un cigarrillo. Lo di vueltas en los dedos mientras intentaba pensar. ¿En qué? No lo sabía muy bien. En mi cabeza se empezaban a agolpar las cosas, las conversaciones, los recuerdos, y entre ellos se estaban pegando puñetazos. Me martilleaban las sienes. Andrea, Jules, mi hija… incluso Lori desde la tumba me aullaban dentro de la cabeza; era como si todo mi pasado quisiera derribarme y apalearme, mientras yo agonizaba en el suelo y pedía auxilio a gritos cuando sabía que nadie me iba a oír. Aquellos tres días se habían acumulado demasiadas cosas, demasiados recuerdos.
Por un momento deseé tirar la toalla y marcharme a mi casa, ahogarme en los recuerdos y morir lenta y tranquilamente, rodeado del humo de los cigarrillos y el amargor del alcohol pasando por mi garganta. Tuve que forzarme a sacudir la cabeza y borrar de mi mente esas ideas absurdas que me asaltaban. Había sido un superviviente. No podía rendirme ahora.
Antes de sacar la grabadora y la libreta, Steward dio un trago a su cerveza. Yo aproveché para encenderme el cigarrillo. Dejé que el humo me emborronara la visión y se llevara, en su ascenso al techo, mis pensamientos sin sentido.
-¿Qué tal, Jake? -Preguntó Steward mientras sacaba las cosas y las dejaba encima de la mesa. Encendió la grabadora antes de que yo respondiera y un ligero pitido inundó el aire. La música del bar era sólo un murmullo, así que el sonido era lo suficientemente estridente y penetrante como para estar seguro de que en poco tiempo me empezaría a doler la cabeza.
-Bien -contesté simplemente-. Cansado, pero eso no es una novedad.
-Ya veo… -dijo él. Abrió la libreta, escribió la fecha y luego me miró a los ojos-. Dime, Jake… ¿Hay algo de lo que te arrepientas? Has hecho muchas cosas durante toda tu vida, unas más afortunadas que otras, desde luego, pero… ¿te arrepientes de algo?
Me quedé pensando mientras daba otra calada al cigarro y contenía la respiración. ¿Arrepentimiento?
-Si quieres que te sea sincero -dije, expulsando el humo a la vez que hablaba- no sé si alguna vez me he arrepentido de algo. Sé que muchas veces fallé, pero siempre lo hice porque era lo que creía correcto. Y aquellas veces que me obligaban a obedecer… -me encogí de hombros-. Bueno, supongo que, consciente o no, intenté convencerme a mí mismo de que, en el fondo, era lo que tenía que hacer.
Steward asentía en silencio. Todavía no había apuntado nada, pero fruncía los labios. Había observado lo suficiente los gestos de aquel tipo para saber que quería decir algo pero que no sabía cómo decirlo.
-¿Por qué lo preguntas?
-Bueno, verás… he estado investigando y he encontrado un caso… una revuelta universitaria, algo que en la prensa de entonces no parecía tener demasiada importancia, pero, por lo que tengo entendido, el escándalo fue mayor de lo que los periódicos quisieron hacer ver.
Tragué saliva costosamente; se me había hecho un nudo en la garganta que incluso me dificultaba respirar. Tosí, cerré los ojos y sonreí sardónicamente.
-Aquello. Supongo que lo puedo considerar uno de los mayores errores de mi vida. No sólo me costó mi carrera. Ojalá sólo me hubiera costado eso.
§
Había sido un verano complicado para todos los estudiantes del país. Se habían anunciado restricciones, cierres de carreras poco deseables para el Gobierno, subida de tasas, clausura de facultades… No había ni un solo universitario que estuviera contento con todo aquello. A decir verdad, ni siquiera yo estaba contento con el rumbo que estaba tomando todo: la supresión de la educación era el primer paso para una dictadura en la que el pueblo no podía hacer nada porque no se le daba la oportunidad.
Pero los Siete no habíamos sido creados para tener escrúpulos, o pensar por nosotros mismos, si no para actuar sin tener en cuenta el por qué de nuestras acciones. Se suponía que la revuelta estudiantil iba a ser un caso más. Pero está claro que no lo fue.
Jullianis estaba enfadado. Los estudiantes se le iban de las manos y parecía que no iba a poder a hacer nada para evitar que actuaran por su cuenta y le pusieran en evidencia frente a un país que, poco a poco, perdía la confianza. Él en persona se plantó frente a los Siete para darnos las órdenes claras. Órdenes que no se debían, que no se podían, cuestionar.
-Quiero que acabéis con ellos de raíz -dijo, con la cara encendida de ira y las mejillas rojas. Tenía los ojos muy abiertos, tanto que recuerdo que pensé que se le saldrían de las órbitas de un momento a otro-. Me da igual lo que hagáis, pero acabad con ellos. Podéis tomaros las licencias que queráis. Podéis encarcelar, podéis disparar, podéis matar. Pero acabad con ellos y procurad que sea eficaz. Es una orden.
Se me heló la sangre en las venas. Sabía que Jullianis era despiadado o, más bien, lo intuía, porque un hombre que no fuera despiadado y no tuviera escrúpulos no podría haber llegado al lugar donde él estaba en ese momento. Y, a pesar de que lo sabía, la orden me pareció, sencillamente, desproporcionada. Eran unos chavales con palos y pancartas.
Seguramente mi ingenuidad hubiera acabado en la caída del Gobierno.
Jullianis abandonó la sala, seguido de cerca de su equipo de guardaespaldas paramilitares y nos dejó a los Siete en silencio, mirándonos los unos a los otros. Habíamos envejecido desde la primera reunión en la que nos conocimos, pero algunos seguían teniendo esa misma pasión en la mirada, ese mismo fuego del que cree que, quizá, se podía cambiar el mundo. Yo, sin embargo, ya me había gastado por dentro.
Fue Jules el primero que habló, y lo hizo con una mezcla de pena y firmeza en la voz que no supe interpretar.
-Cumplimos órdenes. Esta no es menos.
Charles negó con la cabeza.
-No pienso asesinar a estudiantes que sólo se están manifestando por lo que creen justo. Les están quitando su derecho a estudiar. No son peligrosos.
-Lo son -dijo Jules, desafiando con la mirada a su compañero, que se cruzó de brazos y le aguantó la mirada-. Lo son y Jullianis nos ha dado una orden. Quien no esté dispuesto a cumplirla será acusado de desacato y deserción.
-Esto no es el ejército, Jules, y tú no estás al mando -replicó Charles.
No era la primera vez que aquellos dos discutían. Sus temperamentos habían chocado en los veinticuatro años más veces de las que podía soportar. Pero, al fin y al cabo, lo que Charles decía no era del todo cierto. Podía ser que nadie hubiera encumbrado a Jules como a un jefe, pero, en el fondo, lo era. Alguien tenía que serlo y él era el único que tenía las suficientes agallas y sangre fría para ello.
-Si no estás de acuerdo, vete -Jules había pronunciado esas palabras en más ocasiones, pero nadie, nunca, había hecho caso. Esa vez, Charles se levantó de la silla con decisión; todos le miramos, extrañado, mientras él seguía aguantándole la mirada a Jules. Segundos después, Samantha también se levantó y se colocó a su lado, pero con la cabeza algo más agachada y menos desafiante. Juntos, abandonaron la habitación, cerrando la puerta tras ellos suavemente.
-¿Alguien más? -Preguntó Jules, sabiendo, o esperando, que ninguno de los cuatro que quedábamos nos levantáramos y nos fuéramos. Nadie tuvo la valentía suficiente para hacerlo-. Está bien…
A la mañana siguiente estaba convocada una nueva manifestación, que se dirigiría desde el Barrio de los estudiantes hasta el Centro. Gritarían frente al edificio del Gobierno, cortarían las calles, tirarían panfletos, arrojarían pintura a fachadas y cristales. Su intención era hacerse oír. La nuestra era ahogar sus gritos.
Se nos equipó con armas y chalecos antibalas y nos llevaron hasta una de las arterias de la ciudad por donde pasarían los estudiantes. Nuestras órdenes eran sofocar la revuelta costase lo que costase y no se permitía ningún fracaso. De ser así, las culpas recaerían sobre nosotros.
No había empuñado un arma en mis cuarenta y pocos años de vida, pero conocía de sobra sus efectos. A pesar de eso, no sentí miedo al sacarla de la funda y apuntar su cañón hacia la masa de estudiantes que se acercaba desde el fondo de la calle. Sus gritos llegaban hasta donde estábamos nosotros.
Los militares que estaban detrás de nosotros también sacaron las pistolas y apuntaron. El único que no lo había hecho era Jules, que con un brazo en alto y un megáfono frente a la boca empezaba a gritar a los estudiantes que, si se detenían y volvían a su barrio no pasaría nada. Las soluciones pacíficas eran posibles si todo el mundo colaboraba, aunque parecía que nadie quería hacerlo.
En el momento en el que los estudiantes desoyeron las palabras de Jules y respondieron a ellas con más gritos, supe que todo estaba condenado a ser un desastre. Nos ordenaron disparar y nosotros lo hicimos. No sé si me enorgullezco de decir que fui uno de los que disparó.
Al principio todo fue un caos de disparos, gritos y más disparos. La gente corría hacia todos lados, algunos caían al suelo; otros se tiraban, pensando que así las balas no les alcanzarían tan fácilmente. Cuando dejamos de disparar, todo el mundo se había dispersado. Había sangre en el suelo, cuerpos inertes, casquillos de balas a nuestros pies. Era un escenario de desolación, uno que no había vivido en toda mi vida y que no quería volver a ver.
§
Apagó el cigarrillo aplastándolo contra el cristal del cenicero mientras expulsaba por la nariz el humo de la última calada. Le miré, extrañado, desde el otro lado de la mesa, sujetando el bolígrafo entre los dedos y recostado sobre el respaldo de la silla.
Tenía la impresión de que seguía pensando en aquello, y que lo hacía de vez en cuando. Le había preguntado sobre el arrepentimiento y, en ese momento, pensé sobre si realmente se arrepentiría de lo que hizo en la revuelta estudiantil. Había sido muchos años atrás, pero… ¿quién sabía? A lo mejor pensaba que tenía que haber hecho lo que hicieron Charles y Samantha. Pensé que, a lo mejor, si se arrepentía de algo.
-Cuéntame, ¿qué pasó después? -Le pregunté, mientras daba vueltas al bolígrafo.
Él sonrió amargamente mientras empezaba a jugar con las cenizas. Me daba la sensación de que hacía eso cuando iba a hablar de algo que le ponía nervioso o que no le gustaba recordar.
-Todo lo que se suponía que era una orden del Gobierno, al día siguiente se volvió contra nosotros. El mundo entero pidió explicaciones sobre lo ocurrido a Jullianis y él salió en rueda de prensa diciendo que el Gobierno no había tenido nada que ver en los incidentes del día anterior y dando a entender que habíamos sido nosotros quienes habíamos llamado a los militares y quienes habíamos decidido adoptar medidas drásticas -su voz era un susurro, como si tuviera miedo de que las pareces escucharan-. Dos días después, éramos eliminados como grupo de seguridad ciudadana y relegados al relativo olvido.
Había algo que no encajaba en todo aquello. Años más tarde de todo aquello, Jake Grissom había sido tremendamente popular. ¿Cómo podía ser si los Siete habían sido acusados y condenados por los incidentes de la revuelta universitaria? ¿Cómo era posible que, después de todo, Jake Grissom siguiera siendo popular? Por aquel entonces, la gente era muy manipulable y no tenía ninguna duda de que la mayoría de los ciudadanos habían creído al Gobierno a pies juntillas.
-Pero… Jake. Si os acusaron y os castigaron por ello, ¿cómo es que, aún así, años después, seguiste siendo popular?
Se encogió de hombros.
-La vida da muchas vueltas, supongo.