Casiopea - Capítulo 2

Jun 26, 2012 16:00

En este relato es posible que se traten temas adultos. Sobre la muerte, puede que sobre el sexo o puede que sobre cualquier otra cosa. No quiero herir a nadie, pero tampoco sé lo que me va a deparar este relato. Así que, aviso preventivo a navegantes.

Los comentarios son bienvenidos y agradecidos.

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La entrada a la casa estaba completamente a oscuras, como prácticamente el resto, a excepción del dormitorio. Encendí la luz del recibidor y abrí el armario, justo cuando unos pasos se acercaban por el pasillo de la derecha.

-Miles… -susurró Katie.

Apareció por el pasillo, vestida con una camiseta larga que había comprado en el mercadillo y que tenía un par de agujeros a la altura del ombligo. Estaba despeinada y bostezaba lentamente; ya era tarde, así que seguramente se habría quedado dormida mientras leía en la cama, matando el tiempo hasta que yo llegara.

-¿Te he despertado? -dije, dulcemente y en voz baja. Me incliné hacia ella para darle un beso.

-No… -dijo, en un principio-. Bueno, en realidad si. Me había quedado dormida esperando a ver si te veía antes de que te fueras a la cama y el ruido de la puerta me ha despertado.

La volví a besar y, cerrando antes la puerta del armario donde dejé la americana, me encaminé hacia el dormitorio. Poco después, Katie estaba tumbada encima de la cama, hecha un ovillo, mirando cómo me desnudaba para meterme entre las sábanas.

-¿Qué tal la entrevista con ese tal Grissom? ¿Es tan espectacular como lo han pintado siempre?

-Ahora es un viejo decrépito que no estoy seguro de que tenga la cabeza sobre los hombros, Katie… No hay nada de espectacular en ello.

-Pero es una leyenda…

-Una leyenda que se consume.

Se quedó en silencio.

-¿No te parece triste? -susurró, acomodando la cabeza sobre la almohada y mirándome a los ojos-. Quiero decir… Grissom fue uno de los grandes hace algo más de treinta años. Para mí fue todo un ídolo en la adolescencia; y ahora se consume como las ascuas de una chimenea, sabiendo que llega el final y sin saber cómo evitarlo…

-Es triste, de hecho -suspiré-. Se agarra desesperadamente a lo único que tiene, sus memorias, aún sabiendo que no le servirá de nada…

-¿Y qué te ha contado?

-Muchas cosas, Katie.

-¿Algo interesante?

Me replanteé la pregunta seriamente.

-No lo sé…

§

Me sentía melancólico o, más bien, más melancólico que de costumbre. Las calles por las que caminaba lentamente se hacían más oscuras según iba andando, aunque la luz no variaba de intensidad a mi alrededor. Las farolas seguían iluminando, pero yo, según avanzaba, me iba sumergiendo más en las sombras.

Saqué el cigarrillo que tenía guardado en uno de los bolsillos del vaquero y lo encendí, disfruté de la primera calada como si fuera la última que mi pobre y maltratado cuerpo podría soportar, y solté el humo con tranquilidad, dejando que me envolviera la cara.

En esa noche cálida más o menos cálida sentía cómo se acercaba la muerte. Me sentía como si el esqueleto con capucha y guadaña caminara detrás de mí, arrastrando sus huesudos pies por el suelo sucio y lleno de cristales de aquellas callejuelas laberínticas. Quería escapar, pero sabía que era inútil tratar de huir de aquélla que ya empezaba a ser una constante en mi vida: la amenaza cercana de la muerte, su aliento casi sórdido en la nuca, que me erizaba la piel.

Me hubiera gustado correr en cualquier dirección, pero mis piernas ya no eran las de antaño, así que me conformé con arrastrar los pies al doblar la esquina por la calle de mi primera casa en la ciudad: la buhardilla alquilada.

Me paré frente al oscuro portal. Uno de los cristales de la puerta estaba roto, seguro que por la ira de algún borracho, y los pedazos se esparcían por la acera bajo mis pies.
Saqué el llavero y comprobé que todavía tenía las llaves de la buhardilla. Ahí estaban junto a las del trastero de la casa que había comprado cuando Lori y yo nos casamos.

Había seguido en la buhardilla hasta siete años después de empezar con los Siete; el sueldo que ganaba en la redacción y el sobresueldo que conseguía en los Siete me permitieron costearme un piso algo más amplio y luminoso y algo menos en ruinas. Aún así, años después, entrados los ochenta, cuando me casé con Lori y nos compramos la casa, se me antojó volver a alquilar la buhardilla, sólo para mí. Era uno de los míticos y típicos antojos de gente con dinero. En un sentido literario diría que necesitaba un espacio para mí mismo; en el fondo era porque necesitaba huir del agobio que muchas veces me provocaba mi mujer.

Introduje la llave en la cerradura con cuidado como si pensara que se fuera a romper, y la giré. Empujé la puerta, dejando que la penumbra del interior me empapara poco a poco. El chirrido de la bisagra, por última vez engrasada hacía años, se extendía por la escalera y retumbaba en las paredes con la pintura desconchada.

La puerta se cerró sola a mis espaldas, con un ruido sordo y un fuerte golpe que hizo que los cristales temblaran.

Me conocía los escalones de memoria, así que no necesitaba encender las luces para no tropezar. Conté nueve escalones y giré a la izquierda y vuelta a empezar hasta llegar al cuarto piso, donde se encontraban las dos buhardillas.

Suspiré, cansado. En los últimos años mis pulmones, acostumbrados a la vida relajada y al tabaco, se habían resentido y no podía subir los cuatro pisos de escalones altos de mi antiguo edificio sin quedar completamente exhausto.

Busqué la otra llave a tientas y, a tientas también, recorrí la puerta de madera para encontrar la cerradura. En el mismo momento en el que giraba la llave y empujaba para que se abriera la puerta, se me pasó por la cabeza la posibilidad de un inquilino no deseado. Un okupa o algo parecido. Pero bueno… si alguien aparecía en la oscuridad dispuesta a defender la buhardilla, no tendría más que irme por donde había venido, dirección a una casa a la que no quería llegar.

Por suerte, no había nadie, aunque si que es cierto que oí algún ruido en la cocina, cochambrosa, llena de moho y humedad. Comprobé con satisfacción que la luz funcionaba, al menos la del pequeño dormitorio.

Hacía años que no iba a la buhardilla y, por un momento, los recuerdos me asolaron una vez más en la noche.

Allí, parado de pie junto a la puerta abierta del dormitorio, pude ver claramente a una sonriente Lori, cuarenta o cincuenta años atrás, sentada en la cama, la primera noche que fuimos al cine…

§

Empezaba el otoño y los Siete apenas llevaban funcionando medio año. Las tardes se hacían anaranjadas cada vez más pronto y el viento empezaba a soplar enfurecido y frío con más frecuencia. Lori cada día estaba más guapa.

Se había dejado el pelo largo y a veces se lo recogía en dos trenzas en las que se prendía flores violetas. Si yo era un muchacho imberbe que se había incorporado hacía poco al mundo, ella era una niña: no alcanzaba los veintiún años.

Recuerdo que llevaba dos semanas pensando en invitarle a ir al cine, o a cenar, o a dar un paseo, pero jamás me decidía. Siempre iba a todos lados con Andrea, así que era un poco difícil encontrar un momento en el que estuviera sola y tampoco se me ocurría ninguna estrategia para encontrarla a solas.

Hasta que un día me la encontré por la calle. Llovía y ella llevaba un paraguas verde. Yo volvía de la redacción, cansado y hambriento y ella iba a ver a su prima al hospital.

-¡Lori! -dije, sorprendido.

Ella me ofreció su paraguas.

-¿A dónde vas?

-A casa… acabo de salir de trabajar.

-¿Tú cuándo te diviertes?

Sonreí tristemente.

-No lo sé… la verdad es que me queda poco tiempo para mí mismo. Y menos para quedar…

-Oh.

-Pero la verdad es que estaría bien salir de casa de vez en cuando… ¿Te apetece que mañana vayamos al cine, o algo?

No le vi la cara porque íbamos andando por la calle, pero he tenido muchos años para imaginarme su sorpresa.

Al día siguiente fuimos a ver una película de zombies que ponían en un cine barato y cutre escondido en una callejuela. Realmente fue ella la que me llevó allí y me propuso ir a ver esa película y quien, también, mejor se lo pasó con la sangre y las vísceras. Al salir le pedí invitarla a cenar y, a falta de dinero o un sitio mejor, le invité a mi casa.

Me daba algo de vergüenza llevarla a mi buhardilla pero Lori, en cuanto entró, se enamoró de mi pequeña y sucia casa.

-¿Sabes? -recuerdo que dijo una vez terminamos de cenar y se sentó en mi cama-. Siempre he deseado una buhardilla como esta para mí sola. Supongo que siempre se desea lo que no se tiene.

Su imagen, con el pelo recogido en una coleta alta, vistiendo unos pantalones anchos y un jersey de punto (que se habían puesto muy de moda), permaneció en mis retinas todos estos años y vuelve a mí en momentos como éste.

§

La luz del salón-comedor también funcionaba y, al encenderla, me percaté de que todo seguía como lo había dejado la última vez que había ido allí; hacía mucho que no pasaba por la buhardilla. Años.

Un plástico lleno de polvo cubría un sofá hundido; la pantalla de la lámpara de pie descansaba en el suelo junto a ella; las flores de plástico del jarrón sobre la mesita auxiliar estaban llenas de polvo, al igual que la mesa, la vieja radio y la estatuilla de porcelana que me regaló la madre de Lori.

Junto al pequeño ventanal seguía descansando un sillón de orejas tapizado en una tela de cuadros marrones y ocres, bastante pasada de moda. Quité el plástico, lanzándolo lejos, apagué la luz y me tiré encima del sillón, hundiéndome en sus blandos cojines.

Saqué un paquete de cigarrillos a estrenar del bolsillo de la camisa y prendí uno, dejando que la luz del mechero iluminara la habitación a oscuras.

Siempre me había gustado observar la calle a través de la ventana del salón, desde el sillón de orejas, a oscuras, mientras me fumaba un cigarrillo. De hecho, era lo único que hacía cuando huía de mi casa y de Lori.

El cigarrillo se acabó demasiado pronto, así que la única opción que me quedaba era volver a mi casa, igual de vacía que la buhardilla, pero más limpia.

§

Era pronto, ni siquiera las agujas del reloj habían llegado a las diez, y yo ya estaba frente al ordenador. Miraba, con infinita paciencia, la barra que me indicaba cómo iba el proceso de copia de la grabación del día anterior. Por alguna extraña razón, no podía evitar volver a escucharlo, aunque el recuerdo permaneciera vívido en mi cabeza.

Katie apareció, bostezando y con la vieja camiseta como único pijama, por la puerta del salón.

-¿Ya estás trabajando, Miles? -preguntó, apoyándose en la mesa, junto a la pantalla del ordenador y acariciándome el pelo despeinado con ternura.

-Quería escucharlo de nuevo.

-Pero si la entrevista fue ayer…

-Ya, pero… -no sabía muy bien cómo explicarlo-. No sé, es como si necesitara confirmar que todo lo que escuché decir ayer no lo soñé.

El archivo terminó de descargarse e hice click para que se abriera.

-“Grissom… ¿puedo hacerle una pregunta?”

Era mi voz. Un silencio, y después, otra vez yo.

Escuché toda la entrevista de nuevo. A veces había pausas, de cuando Grissom daba una calada, se encendía un cigarrillo o pegaba un trago a la cerveza. Según pasaban los minutos, el barullo a nuestro alrededor iba creciendo, pero el relato de Grissom no se inmutaba y se seguía oyendo igual, como si nos hubiéramos encerrado en una burbuja y el exterior no fuera más que un murmullo molesto, un bisbiseo ahogado.

Terminó la grabación. Katie hacía tiempo que se había ido a preparar el desayuno, pero yo me había quedado frente a la pantalla del ordenador. Ni siquiera me había dado cuenta de que mi estómago rugía por una tostada y un café.

Nada más la grabación finalizó, me di cuenta de lo difícil que iba a resultar poner las cosas por escrito; resumir una vida como la de Jack Grissom en un libro sería una tarea imposible.
Al aceptar el trabajo pensé que sería algo sencillo, rápido e impersonal por lo que me pagarían una gran cantidad de dinero, a pesar de ser sólo un negro; Grissom había puesto el precio. Al fin y al cabo, necesitaba comer y pagar la hipoteca y la boda. Pero ahora, después de escuchar la primera de muchas grabaciones, me di cuenta de que no iba a ser tan impersonal como pensaba.

Para escribir el libro sobre Jack Grissom tendría que ser parte de su piel, parte de su cerebro, parte de su alma.

§

Prólogo

La primera vez que entré en el Casiopea buscando a Jack Grissom, sabía que en ese lugar no iba a encontrar a ningún superhéroe, sino a una persona que se identificara con ese lugar: alguien decrépito y que buscaba una última oportunidad para purgar su alma antes de apagarse definitivamente. Fue así como encontré al hombre que se ocultaba entre las sombras y el humo, con un cigarro entre los labios y los brazos cruzados ante el pecho.

No voy a negarlo: en ese momento pensé en abandonar. Aquel trabajo y aquel lugar no eran para mí. Pensé en inclinarme hacia él y confesarle que, en el fondo, no servía para hacer eso. Pero mi reputación me precedía y ese hombre me había pedido a mí, precisamente a mí, esa última oportunidad para purgar su alma.

Por eso lo hice. No intento justificarme en este prólogo. Tampoco intento llenar con palabras vacías algunas páginas más en este libro. Sólo intento hacer ver cómo me sentía antes de empezar a escribir. Me sentía ajeno a todo. Sentía como si el mundo de Jack Grissom no me perteneciera.

Según escuché la primera grabación me di cuenta de que no debía ser así, de que no iba a ser así; al ir pasando el tiempo, me fui metiendo poco a poco en la piscina; ahora, con el libro terminado, no puedo salir de ese mundo.

§

La cafetería estaba prácticamente al silencio, a pesar de la pieza de blues que salía por la megafonía, flotando por el aire cargado y endulzado por el denso perfume de la camarera. La puerta se abrió con un pequeño tintineo de campanillas. Me giré, pero Grissom no era aquella mujer con falda clara y pelo largo recogido en un apretado moño en la parte baja de la coronilla.

Volví a girar la cabeza, procurando no perder el equilibrio sobre la banqueta resbaladiza, y fijé la mirada en la taza prácticamente vacía de café. La camarera, ociosa a esa hora de la noche, se acercó a mí y se apoyó en la barra.

-¿Quieres más café? -levanté la cabeza, sorprendido.

La camarera era una mujer de unos cuarenta y tantos, maquillada con mal gusto y con el pelo teñido de rubio. Tenía esa expresión de armas tomar, de “como te metas conmigo de estamparé contra la pared de enfrente”. Pero, a pesar de eso y de su ceño fruncido, su cara tenía algo de dulce.

-No, gracias -dije, negando con la cabeza.

-Si quieres esperar mucho más tiempo, tendrás que consumir algo más de lo que te queda en esa taza.

Volví a dirigirle otra mirada y, suspirando, le hice un gesto para que me sirviera más café. Humeaba. La camarera desapareció de mi vista después de llenar la taza y no volvió a aparecer.

De nuevo sonaron las campanillas de la puerta, pero esta vez no giré la cabeza para ver quién era o si era Grissom. Simplemente me dediqué a mirar fijamente el oscuro líquido que humeaba en la taza frente a mí. Pude observar por el rabillo del ojo cómo una figura renqueante y sombría se deslizaba por la cafetería hasta llegar a la barra y se sentaba en la banqueta junto a mí.

-Un café. Cargadito, por favor -le susurró a la camarera, que estaba en la otra punta de la barra hablando con lo que parecía un cliente habitual.

Me giré levemente para observar a Grissom. Pero no era el Grissom que había conocido hacía dos noches en el Casiopea, sino un Grissom mucho más mayor, ajado, sombrío y desmejorado. No dije nada. La camarera se acercó con la cafetera y una taza blanca que colocó frente a Grissom. Le sirvió café, sin decir una palabra, y se marchó de allí. Yo seguía observando a Grissom, intentado explicarme la mala cara, la transformación que había sufrido en estos dos días.

-Tiene mala cara, Jake… -murmuré, mirándolo-. ¿Le ha pasado algo?
Él me miró y pude ver las profundas ojeras que adornaban sus ojos, la barba de dos días que poblaba sus mejillas, los ojos vidriosos, el pelo despeinado, la camisa manchada, el corte que tenía en los nudillos de la mano derecha.

-Santo cielo… -murmuré.

-Steward… ni se le ocurra hacer un solo comentario más sobre mi aspecto o esta entrevista ha terminado.

-Pero… ¿se encuentra bien?

-Perfectamente. Han sido unos días complicados, nada más.

-Complicados… ¿y eso también explica el corte de la mano?

-Explica todo, Steward, y punto. ¿Algo más que añadir?

-¿Qué le ha pasado?

-Le repito que sólo han sido unos días complicados. No pienso darle más explicaciones porque tampoco las necesita.

-Como su entrevistador…

-Como mi entrevistador y una mierda, Steward. Saque la grabadora y la libreta, empiece la entrevista y acabemos esto cuanto antes. Quiero irme a casa y dormir un poco.
En ese momento me di cuenta de que apestaba a alcohol. Así que o estaba borracho o lo había estado.

Chasqueé la lengua, contrariado ante la perspectiva de que Grissom me ocultara las cosas. ¿Cómo me iba a meter en su cabeza cuando ni siquiera sabía lo que hacía durante el fin de semana para llegar el domingo por la noche a una cafetería “veinticuatro horas” apestando a alcohol y con una pinta lamentable?

Me resigné. Si algo había conseguido captar de la personalidad de Grissom es que era persistente y cabezota y que no iba a hacerle cambiar de actitud por mucho que insistiera.

Saqué la grabadora y el cuaderno.

-Cuénteme cómo fue la primera reunión. Le escucho.
Cogió la taza, dio un sonoro sorbo y suspiró.

§

Llegué tarde. Cuando era joven acostumbraba a llegar tarde a las citas importantes, como si cuanto más importante fuera, más me costar levantarme de la cama o dejar lo que estuviera haciendo.

Cuando llegué, los otros seis estaban ya sentados ante la gran mesa rectangular de la sala de reuniones.

-Vaya… ya tenemos un tardón -comentó un chico de mi edad, con gafas, y vestido de manera informal. Parecía universitario-. ¿Cómo te llamas?

-Jack. Jack Grissom -pude sentir la mirada de mis seis futuros compañeros clavándose en mí, examinándome.

-Yo soy Jules -dijo el chico de gafas-. Encantado.

-Billy -saltó de repente un chico que daba vueltas en la silla giratoria. Era rubio y tenía una cara agradable y fina. Una de las chicas, de pelo rizado y color zanahoria, no dejaba de mirarle.

-Yo soy Lori -dijo una chica, que se levantó a por un vaso de agua- y los que quedan son Charles -un chico apocado y moreno-, Andrea -la chica pelirroja, que ni siquiera me dirigió una triste mirada de lo embobada que estaba con Billy- y Samanta -castaña y con gafas, me saludó con una sonrisa-. Son gente de pocas palabras, ya les presento yo -se acercó a mí y, con una sonrisa, me ofreció el vaso. Creo que fue en ese momento cuando me fijé en sus ojos profundos por primera vez.

Entonces entró un militar, vestido con uniforme azul de traje, con sus medallas prendidas del pecho y sus galones en los hombros.

-Caballeros, señoritas -dijo a modo de saludo, andando hacia la cabecera de la mesa. Yo me quité la bandolera y me senté en la silla que tenía más cercana-. Buenos días

-Señor… ¿para qué estamos aquí? -preguntó Jules. Empezaba a sacarme de quicio.

-A eso he venido, señor Johnson, no sea impaciente -una persona normal habría sonreído después de una frase como esa para quitarle hierro al asunto; la expresión del militar, sin embargo, se hizo incluso más severa y grave.

Dirigió la mirada hacia el resto de la enorme sala de reuniones.

-Están aquí porque su gobierno les necesita.

Me dieron ganas de reír a carcajadas; por aquel momento no creía demasiado en el gobierno de Jullianis, prácticamente un dictador, y aquella frase me hizo confiar aún menos. Que un gobierno supuestamente fuerte necesitara de una pandilla de universitarios y jóvenes con su primer trabajo era síntoma de que no era tan fuerte como quería hacer ver.

-Les seré completamente sincero, confiando en que nada de lo que les diga aquí salga de esta sala de reuniones.

Hubo un silencio realmente corto, en el que el militar respiró profundamente.

-El pueblo se está empezando a percatar de que algo no va bien. No se sienten seguros y están al borde del caos. Necesitamos a hombres y mujeres del pueblo, jóvenes, vitales, escogidos al azar, que el pueblo piense que son brillantes y eruditos, que les aporten la seguridad que no tienen y no van a tener por sí mismos.

-Y esos jóvenes, señor… ¿somos nosotros?

-Efectivamente, señor Johnson -el militar compartía esa creciente aversión por Jules conmigo; se le notaba en los ojos, que chispeaban rabiosos a cada palabra que salía de la boca del chico con gafas.

-¿Y cuál se supone que es nuestra tarea? ¿Dar seguridad a la gente? Con todo el respeto, señor, no veo cómo siete jóvenes que apenas acaban de conseguir su primer trabajo van a conseguir eso.

-Como sea. Las oportunidades se les irán apareciendo según pase el tiempo, señor Johnson, y es su trabajo, y el mío, por ende, aprovecharlas.

Se sobrevino un silencio denso e incómodo, en el que nos observamos los unos a los otros y el general miró a todo el mundo.

-Cada uno de ustedes tendrán un busca que deberá permanecer siempre encendido y disponible en caso de necesidad.

Sacó de una cartera de cuero oscuro siete buscapersonas que fue repartiendo entre nosotros. Cuando cada uno tuvo uno de ellos, cerró la carpeta con un chasquido metálico y una sonrisa de satisfacción dibujada en la boca.

-Recibirán noticias, señores. Buenas tardes.

Agarró la carpeta y, con un paso largo y seguro de sí mismo, característico de alguien que ha cumplido con su tarea, salió de la sala sin permitir que ni Johnson le parara los pies.

§

Grissom cogió la taza de café casi vacía y se la llevó a la boca, terminando el contenido de un trago y dejándola con un ruido contundente sobre la barra.

-¿Qué pasó después, Jake?

Él suspiró.

-Nos quedamos mirándonos en silencio los unos a los otros hasta que Charles decidió que, quizá, era un buen momento para salir de allí; fue una mala idea. Fuera nos esperaba un auténtico ejército de periodistas que estaban entrevistando al militar que nos supervisaba y que no pararon de hacer fotografías para los periódicos. Fue el fenómeno de la semana.

-¿Y cómo se sintió ante eso?

-Bueno… imagínate. Llegar a tu casa, encender la televisión y verte a ti mismo con cara de niñato estúpido, palurdo e inmaduro en la pantalla. No sé qué sensación le dimos al resto del país, o al resto del mundo, pero a mí ver a esa panda de chavales no me dio ninguna seguridad.

-Tuvo que ser abrumador.

-¿Abrumador? Fue vergonzoso. Mi madre me llamó para preguntarme en qué me había metido. El quiosquero de mi barrio me señalaba para que todo el mundo supiera quién era. Me pasé una semana encerrado en casa porque no quería que nadie me viera, hasta que todos se calmaron.

-¿Y después?

-Acabé obviando las miradas. Acepté que no había otra manera de vivir, aunque vivir de esa manera no sé si se podía considerar vivir…

Hundió los hombros, cansado, gris, mayor, y por primera vez sentí lástima de él, de su vida, tanto la actual como la anterior, y decidí que ya era hora de dejar la entrevista, de momento. Cogí la taza de café, di un sorbo largo que me abrasó la lengua y le miré de reojo. Allí, sentado en la banqueta, a la luz fría de los fluorescentes, parecía más mayor de lo que sin duda ya era.

-Será mejor que terminemos por hoy.

-¿Tienes material suficiente hasta la próxima entrevista?

-Sí, claro. Le llamaré la semana que viene para concertar una cita.

-Procura que sea un día que el Casiopea no cierre por descanso semanal. No soporto esta cafetería.

Y así, sin más, el viejo y cansado Jake Grissom abandonó la cafetería arrastrando los pies hasta la parada de tranvía más cercana. Le vi perderse después de la primera esquina, con las manos metidas en los bolsillos y la cara metida entre los cuellos del abrigo.

§

Aquel día me sentía cansado, muy cansado, tal vez demasiado como para ir hasta mi casa en las afueras, donde nada pasaba; pero estaba más cansado todavía como para irme hasta la buhardilla de nuevo. Estaba a dos manzanas, a un par de pasos. La podía oír susurrándome en la noche, como una prostituta que busca compañía. En el fondo de mí mismo sabía que si volvía a la buhardilla aquella noche me sumergiría en una espiral de recuerdos, alcohol barato y remordimientos a la que no sabía si sobreviviría una noche más. Pero era tan fácil esconderse allí…

La parada de tranvía más cercana estaba a la vuelta de la esquina, por suerte para mí. Me monté en el primer tren que pasó, antes de que la llamada de esa puta lastimera me encandilara con sus llantos de whisky, dejé que el revisor troquelara mi billete con indiferencia y aburrimiento y me apalanqué en un asiento a la luz de los mismos fluorescentes blanquecinos, fríos e impersonales de la cafetería de antes.

Al llegar al barrio residencial respiré tranquilo y me bajé del tranvía. El ritmo allí era realmente distinto; era como otra ciudad, otro mundo, donde nada había pasado y todo estaba bien, Lori seguía viva, Andrea vivía con nosotros y el mundo había decidido dejarme en paz.

Anduve lentamente, con pausa, hacia mi casa. Nadie me esperaba en ella. Pero resultó que sí.

Allí, sentada en el banco de piedra que había decidido poner frente al porche, en un lateral del camino crujiente de gravilla, estaba ella, Andrea, con un vestido de flores viejo, que ya le había visto más de una vez en todos los años que llevábamos siendo amigos.

-Andrea… no te esperaba. ¿Llevas mucho tiempo aquí?

La mujer suspiró y se levantó del banco con esfuerzo, apoyándose en sus rodillas para ponerse de pie. La vi más vieja, más consumida, más cansada, más… anciana.

La última vez que la había visto había sido en el funeral de Lori, con su fabulosa melena rizada apretada contra el cráneo con gomina y vestida enteramente de riguroso luto, maquillada con tonos negros, sin permitir que nadie se atreviera a asomarse a las emociones que se transparentaban en las ojeras. Aquel día, Andrea se lanzó a mis brazos y me dio el abrazo cálido que necesitaba y que nadie, ni siquiera mi hija, que estuvo todo el funeral evitando mis miradas vestidas de lágrimas, había sido capaz de darme.

Aquel día la había visto mayor y cansada. Pero esa noche… esa noche Andrea estaba especialmente rota, como si todo el peso de su edad se le hubiera venido de repente después de la muerte de Lori.

-Pasa… -dije, según abrí la puerta. Andrea me siguió al interior de la amplia y solitaria casa. A la luz cálida de la lámpara del pasillo observé las profundas arrugas de su frente y sus ojos; definitivamente el tiempo no le había tratado como se merecía aunque, con todo, seguía siendo una mujer tremendamente atractiva.

-¿Quieres algo? Creo que tengo vodka y whisky en el mueble-bar…

-Con un poco de café con un chorrito de vodka me vale.

Preparé el café, preguntándome a mí mismo qué la había traído a mi casa, años después. Quizá ella también se sintiera sola; Charles había muerto poco después de Lori y no habían tenido hijos. Sus amigos, nosotros, habíamos desaparecido con el tiempo. Y hasta a mí me daba la sensación que lo únicos que no nos odiábamos éramos nosotros dos.

La gente sola envejece muy mal, y el orgullo era lo primero que siempre olvidaba Andrea en casos extremos.

Cogió casi aliviada la taza de café con vodka caliente y pegó un sorbo largo que la hizo estremecerse.

-¿Está bueno? -pregunté.

-Buenísimo -y dejó la taza sobre el platito que estaba en la mesita del salón.

-Andrea… no quiero ser grosero ni desagradable, pero… ¿qué haces aquí?
-Sabía que me lo preguntarías -sonrió de manera amarga-. Estoy aquí por algo que ha llegado a mis oídos, Jake.

Me preguntaba cómo se habría enterado. Nadie lo sabía, sólo Jules, que me había dado el teléfono del periodista al que conocía por su trabajo paralelo durante la época de los Siete.

-¿Jules? -pregunté, sabiendo que sólo él se lo podría haber dicho, aunque apenas tuvieran relación.

Andrea dio un sorbo al café cargado y soltó un suspiro, encantada con el sabor del oscuro líquido con alcohol. Se dio tiempo para responder, como sopesando si debería contarme quién le había dicho lo del libro. Finalmente, dejando la taza sobre la mesita de cristal, habló.

-Me llamó hace unas semanas, preocupado, pensando que quizá yo podía saber más sobre tu paradero o lo que se te pasaba por la cabeza. Llevabas mucho tiempo sin aparecer desde la muerte de Lori y, de repente, le llamaste preguntando por un periodista. Ni un ‘qué tal’, o un ‘cómo están los niños’ o cualquier cosa. Cielo santo, Jake, si ni siquiera viniste al funeral de Charles -tragó saliva-. Y sólo dijiste un ‘¿conoces a algún periodista dispuesto a escribir un libro?’

-¿Y a santo de qué se tenía que preocupar? Le llamé. Di señales de vida. Debería valerle.

-Pero no le valió y pensó que yo tendría datos sobre ti.

-Si has venido aquí como espía, vete, Andrea. En serio. No te voy a decir nada si luego le vas a ir con el cuento a Jules y dentro de dos semanas se me va a presentar en casa con una botella del mejor vino de su bodega. Ya no tenemos edad como para andar con cotilleos y jueguecitos.

Andrea negó con la cabeza con gesto grave y rotundo.

-No, Jake. No vengo como mensajero o como espía. Vengo como amiga.

-Está bien.

-¿Un libro? -Preguntó, después de un momento de silencio y un par de sorbos de café-. Jake, ¿por qué? Y no te engañes a ti mismo.

-Andrea… -di un sorbo al café; mis venas lo necesitaban-. No sé cómo te sentiste con la muerte de Charles. Supongo que rota, destrozada, sola… yo me sentí mayor. Mucho. Viejo, anciano, completamente consumido. Me di cuenta de que el tiempo que me quedaba era poco, que la muerte de Lori, a parte de una tragedia, era un aviso, una llamada de atención.

-¿Un aviso de qué?

Volví a tomar un sorbo de café y me di cuenta de que estaba muy cargado.

-¿Sabes lo que es la ‘damnatio memoriae’?

Andrea negó con la cabeza, pequeña en el sofá de skay negro y recogida, delgada y casi mínima en el vestido de flores.

-La condena al olvido. Andrea, la memoria del ser humano es limitada. Mueres. Y no vas a tardar mucho en desaparecer de la memoria del mundo. La gente olvida las figuras que están bajo tierra o chamuscadas y esparcidas por el suelo. La única manera que tenemos de que las personas nos recuerden es dejar algo que refresque la memoria de la gente con el tiempo.

-Y para eso quieres escribir el libro. Para no ser olvidado.

-Para eso y para decir la verdad.

-Eres un pretencioso.

-Lo sé… -no sabía si avergonzarme por ello, pero también era demasiado mayor para esas cosas-. Pero, ¿qué quieres que le haga?

-Nada. Sólo apuntaba.

-Era lo que siempre hacías, apuntar. Pero me hacías sentir mal.

-No era mi intención.

-Si…

§

Los días siguientes al anuncio público de la existencia de los Siete los pasé encerrado en casa. Recibí la visita del imbécil de Jules, que quería asegurarse de que seguía vivo, cuerdo y creyendo en el proyecto. Le habían informado de que la semana siguiente habría otra reunión. También recibí la visita de Sally, que vino a por unas columnas en las que había estado trabajando esos días.

Mi madre me llamó, desconocedora de lo que pasaba, preocupada porque me había visto en las noticias y en los periódicos.
El día de la cita de la que me había informado Jules salí de casa, temeroso de lo que pudiera encontrar, pero nadie parecía reconocerme. Llegué al Ministerio sin problema y me dirigí a la misma sala en la que nos habíamos reunido el primer día.

Llegaba pronto y sólo estaba Andrea, sentada cómodamente en una de las sillas de ruedas, con un libro con aspecto antiguo entre las manos.

-Vaya… te gusta leer.

Andrea levantó la cabeza y sonrió. El día anterior había estado completamente embobado con Lori, que con su amabilidad y sus ojos profundos había eclipsado a cualquier otra persona de la sala. Pero ahora que no estaba Lori, que en la sala sólo estábamos Andrea, su libro y yo, me di cuenta de que ella, con una belleza más discreta, también era capaz de alumbrar una habitación en penumbra.

Sin borrar la sonrisa, Andrea volvió la mirada hacia el libro y siguió leyendo, con las piernas encogidas contra su pecho.

Me tomé la libertad de observarla con minuciosidad. Tenía una expresión de tranquilidad, de serenidad, que sólo la lectura otorga. Su pelo ensortijado, voluminoso, caía sobre sus hombros, su espalda y su pecho, ocultando ligeramente su rostro entre una marea de rizos anaranjados. Era guapa; no, era preciosa. Pero discreta, casi imperceptible si no te fijabas.

Poco a poco fue llegando el resto, pero Andrea no dejó de leer. Cuando llegó Lori, para mi ‘desgracia’, sólo tuve ojos para ella. Se sentó a mi lado, alegre porque se acercaba el buen tiempo y se había podido poner, por fin, ese vestido de hombros descubiertos que tanto le gustaba llevar en verano.

-Hace buen día -dijo, sonriendo, quitándose la fina chaquetilla que llevaba puesta sobre los hombros. No supe jamás si era por el vestido o por su cuerpo, pero estaba preciosa.

-Sí… se acerca el verano.

-¡Menos mal! No puedo con el invierno.

Me sonrió y en aquel momento tuve la certeza de que tendía que ser mía en algún momento, por mucho que Jules tonteara con ella. Me sorprendí sonriéndola como un tonto, cegado por su belleza y por su encanto.

Desvié la mirada, todavía con esa sonrisa estúpida en la boca y capté los ojos de Andrea. Estaban tristes, decepcionados. Casi llorosos. La sonrisa se me borró de la boca, aunque estuviera escuchando de fondo la risa fresca y duce como campanillas de Lori. Andrea negó con la cabeza, sacudiendo su melena rizada y volvió al libro.

Era Andrea. En aquella época ni siquiera tenía ojos para ella de lo hechizado que estaba con Lori. Pero aquella mirada me había calado hondo, aunque no supiera descifrarla.

§

Andrea dejó la taza vacía sobre la mesa de cristal y suspiró. Yo miraba por la ventana, sin querer enfrentarme a su mirada. Desde aquella primera reunión, supe que la mirada de Andrea decía todo lo que no comentaba ella, y el tiempo me había dado la razón. Ahora no quería enfrentarme a unos ojos dolidos y decepcionados, no otra vez. No sería capaz de soportarlo.

Oí cómo crujía el sofá cuando se levantaba y casi noté el deslizar de su vestido floral por sus piernas.

-Me voy, Jake.

-Hasta la próxima…

Se quedó parada durante unos segundos frente a la mesa, seguramente mirándome. Después murmuró algo que no llegué a entender y se puso a andar. Hasta que no oí el ruido de la puerta cerrándose a sus espaldas y el sonido del motor de su viejo coche azul alejándose en la noche no volví la mirada.

Suspiré.

No habría mejor momento en toda la noche para irme a la cama.
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casiopea, original

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