Siguiendo con los desafíos, le llega el turno al pedido de
__Marion__.
Ella siendo ella, pidió un escrito basado en la película Hansel y Gretel - Cazadores de brujas.
En otras palabras, pidió a Hansel.
Y salió esto que arranca a continuación.
Si no han visto la película, no es importante. Bueno, es importante que sepan que en la película, Hansel y Gretel son adultos, se dedican a cazar brujas, se les une un fanboy llamado Ben y un ogro llamado Edward en la tarea. Y nada más. O poco más. Eso es todo lo que hace falta saber, me parece.
Quiero agradecer a
mordaz por las sugerencias detalladas, por invertir su tiempo y su talento (que es considerable) en hacer de éste, un escrito muchísimo mejor de lo que era antes de que ella diera su opinión.
Y por supuesto, es para
__marion__, porque además que se lo merece, es mi amiga y la quiero.
La piedra en el camino
Autor: Enia
Fandom: Hansel y Gretel - Cazadores de Brujas
Pairing: Hansel/OC
Rating: el máximo, por futuros momentos.
Beta: la talentosa
mordazResumen: La vida que tenemos es exactamente la que queremos. ¿O no?
Disclaimer: el personaje de Hansel no me pertenece. Su apellido fue elegido durante un chat con
__marion__, así que tampoco puedo adjudicarme autoría. El personaje original es todo mío y cualquier parecido con una persona real, probablemente no sea una coincidencia.
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Parte 1
La vida, en lo que a Mariam refería, siempre había sido como una larga carretera en el llano. Una línea que se trazaba hasta donde la vista se perdía, sin alteraciones, sin giros y sin más emoción que alguna piedra eventual con la cual tropezarse.
Nunca se cuestionó esta idea.
No mientras crecía, protegida por sus padres, que aunque no contaban con grandes medios económicos, se aseguraron que a su única hija nunca le faltara nada.
Ni tampoco cuando Thomas Brandt pidió su mano y, tras discutir el asunto a conciencia en familia, decidieron que para la hija de un leñador, casarse con un granjero viudo, sin hijos, con medio acre de tierra, era una excelente opción.
Thomas era un hombre tranquilo y amable, que la trató con afecto y fue muy considerado con ella y su juventud. Al fin y al cabo, él era treinta años mayor. La madre de Mariam le explicó cuáles serían sus deberes como esposa, le recomendó que se mostrara dispuesta y asequible cuando Thomas ejerciera sus derechos maritales, y que recordara que, sin importar lo incómodo que pudiera resultar, se volvía más sencillo con el tiempo y todo el asunto no duraba más que unos pocos minutos.
Su madre tuvo razón, por supuesto. Y aunque al inicio, Thomas la buscaba todas las noches, con el tiempo sus cópulas se volvieron más espaciadas. Lo cual, en su opinión, no fue una gran pérdida. Las relaciones carnales le parecían otra tarea más de la granja, como ordeñar las vacas al amanecer, remendar la ropa o preparar el pan. Nada demasiado pesado, pero tampoco algo que disfrutara particularmente.
Con honestidad, nunca comprendió el alboroto y la emoción que el asunto provocaba en un par de sus amigas del pueblo de Brotadle. Ni tampoco entendió sus miradas de conmiseración, cuando les dijo que si Thomas nunca volvía a buscarla para tener sexo, ella estaría perfectamente satisfecha.
El único cimbrón grande en su mundo estable y tranquilo surgió cuando tras el primer año, quedó más que claro que no quedaría embarazada. Siempre quiso tener hijos. Algo que llenara sus días de amor y dedicación. Porque aunque sentía un gran afecto por Thomas, no podía evitar envidiar a sus amigas del pueblo. Siempre rodeadas de las pequeñas manos y caritas sucias de sus vástagos, recibiendo una devoción que sólo se igualaba a la que ellas profesaban por sus hijos.
Seis inviernos después de que atravesara el portal de su casa como mujer casada, Thomas enfermó de pulmonía mientras arreaba las ovejas durante una tormenta de nieve y falleció.
Mariam lloró por el hombre que le proveyó de un hogar seguro, cálido y respetable. Supo que iba a extrañarlo y no se equivocó. Su presencia callada, su carácter afable, sus manos ásperas que podían arreglar cualquier avería, cada cosa relacionada con él le hacía añorar la cotidianeidad que había perdido.
Sin embargo, ella era por sobre todas las cosas una mujer pragmática y entendía que no podía perder tiempo en lamentos. Al fin y al cabo, tenía una granja que atender y debía organizar su vida sin el hombre que le proveía de un manto de seguridad. Era muy joven, apenas había cumplido veintitrés años, y aunque ser viuda le daba un status de privilegiada libertad, también la dejaba expuesta en una situación potencialmente peligrosa. Al fin y al cabo, vivía sola en una granja apartada del pueblo, sin más compañía que el caballo, la vaca, las gallinas y los dos perros de Thomas.
La opinión general era que ella necesitaba un hombre que se hiciera cargo del trabajo pesado y de sus necesidades, además de ofrecerle protección.
En opinión de Mariam, ella era perfectamente capaz de hacerse cargo de todo lo que hiciera falta. Y si la tarea resultaba demasiado pesada y requería de músculos, lo único que necesitaba era contratar a un jornalero. Por lo demás, se había ganado el derecho de ser dueña de su vida y sus propiedades y no veía la necesidad, ni la gran ventaja, de incorporar un hombre a la ecuación.
Durante el siguiente año, muchos se presentaron a su puerta. Algunos pocos, adujeron razones varias por las cuales ella no estaba en condiciones de mantener ese lugar funcionando. Argumentaron acerca de cuánto más sencillo sería todo para ella si volviera a casarse. En especial, lo desaconsejable que resultaba que una mujer viviera sola.
Muchos otros simplemente asumieron que, como era viuda, podían colarse bajo sus faldas sin mayores problemas. No todos fueron sutiles y amables. Un par decidieron ignorar su negativa y usar la fuerza. En ambas oportunidades fue afortunada y salió ilesa. La primera, por una carreta que se acercó por el camino y espantó a su atacante. La segunda, porque el idiota decidió actuar cuando ella estaba en el gallinero y terminó molido a picotazos.
Sin embargo, fue suficiente para darse cuenta que debía tomar recaudos y estar preparada para defenderse. No salía a ningún lugar sin el revólver de Thomas escondido en el bolsillo de sus faldas. Adquirió un perro más joven, de aspecto más fiero y malhumorado, que Breton, el viejo pastor alemán de Thomas, y los mantenía pegados a sus talones de día y echados junto a su cama durante la noche. E instaló trancas adicionales en puertas y ventanas, que se aseguraba que estuvieran colocadas antes de irse a dormir.
Para su segundo año como viuda, y tras varios episodios poco felices de hombres rechazados de las formas más variada, la gente la tildaba de testaruda y difícil.
Para el tercero, de excéntrica.
Finalmente, los hombres optaron por dejarla por imposible. Y contentaron sus egos declarando, entre jarras de cerveza, que Thomas seguro eligió morirse antes que seguir soportándola.
No le importó.
Cuando se acercaba con aplomo a su cuarto año de viuda, su vida era exactamente como debía ser. Un camino tranquilo y recto, de días plagados de rutinas que se sucedían sin mayores incidentes ni contratiempos.
Fue entonces, a la mitad de una mañana soleada de otoño, mientras regresaba a su casa luego de llevar huevos al pueblo, cuando una piedra interrumpió su tranquilo tránsito. Literalmente.
Salió de la nada para estrellarse contra su frente. Se balanceó, más por la sorpresa que por la fuerza del impacto, y soltó la canasta que cargaba. En un acto reflejo, intentó evitar que la canasta se estrellara contra el piso, pero al bajar la cabeza se mareó. Terminó sentándose con brusquedad en el camino reseco, levantando una nube de tierra suelta.
Escuchó pasos apresurados, acercándose. Decidió que si se trataba de nuevo del hijo del panadero, que hacía poco había desarrollado una obsesión por las hondas, le daría unos cuantos azotes antes de llevarlo con su padre, para que éste lo azotara también.
El sujeto alto que apareció por la curva, definitivamente no era el niño regordete y malcriado.
No se parecía a ningún hombre que Mariam conociera. Vestido de negro, todo cuero y telas resistentes, con las botas sucias, el pelo sucio y revuelto, llevaba una enorme y estrambótica arma colgando de su hombro derecho.
Las alarmas de Mariam se dispararon. Ese individuo exudaba peligro por todos lados. Y control. Y algo más que no identificó, pero la puso incómoda y a la defensiva. No le pareció que representara una amenaza para ella exactamente, pero definitivamente era peligroso. Le hizo pensar en un bucanero y ella no tenía tiempo para lidiar con bucaneros guapos cubiertos de polvo.
Cuando se agachó a su lado, pudo ver que tenía ojos muy claros, raspones en el rostro y una expresión de absoluta culpa y bochorno. Lo cual que iba a contrapelo con todo ese aspecto de salteador de caminos.
Él se deshizo en disculpas torpes mientras le examinaba la frente con algo de brusquedad. Ella le dijo con exactitud dónde podía guardarse las disculpas, mientras le apartaba las manos con firmeza.
Cogió la canasta e intentó ponerse de pie, tratando de evitar que él la ayudara y fracasando cuando otro mareo la tambaleó. Sin pedir permiso, la sujetó por los brazos y la sostuvo durante un momento, hasta que ambos estuvieron seguros que ella no iba a caerse. Entonces, la soltó y dando un paso hacia el costado, volvió a disculparse por patear la piedra.
Mariam se sacudió la ropa con golpes cortos y secos. Enderezándose todo lo que su cabeza mareada le permitía, compuso su expresión más severa y le dijo que lo olvidara. Con la frente latiéndole por el golpe, y el orgullo gimoteando por haberse caído frente a un extraño, se propuso seguir su camino. Sola. Pero era claro que el desaliñado individuo no entendían de indirectas, ni de modales.
“Permítame acompañarla hasta su casa”, fue lo siguiente que escuchó.
Le quitó la canasta llena de ramas, setos y maíz con una mano, y la sujetó firmemente por el codo con la otra.
Con un “No es necesario, gracias” bien cortante, intentó recuperar su canasta. Con un “O la acompaño, o la sigo. Elija”, él se mantuvo en sus trece y esperó a que ella comenzara a moverse. Tras un par de segundos, agregó: "Sólo quiero asegurarme que llegar hasta su casa sin desvanecerse".
Se sintió mortificada. Y agradecida. Y turbada. Reconocía una batalla perdida cuando la tenía enfrente, así que reinició su camino sin más palabras y con toda la dignidad que su andar no del todo firme le permitió. Él la acompañó en silencio, cargando con la cesta en la mano y el arma en el hombro.
Él no le dijo quién era, ella no consideró que fuera necesario intercambiar nombres.
Cuando llegaron a la casa, los perros salieron ladrando a su encuentro. Él se detuvo, esperando a que ella diera alguna orden para calmarlos. Ella liberó su codo de un tirón seco y, colocándose entre ambos animales, les acarició la cabeza para calmarlos. Braco y Breton se sentaron, inmóviles, sin apartar su mirada del hombre. Ella le agradeció que la acompañara, extendiendo la mano para que le entregara la canasta.
En lugar de acceder a su pedido, él adelantó con cautela su mano libre para que los perros pudieran olerlo. Ella sintió que los dos canes la traicionaban cuando cedieron a la invitación.
Él dejó la canasta junto a la puerta y preguntó dónde podía buscar agua fresca para limpiarle la herida. Ella le indicó que era perfectamente capaz hacerlo sola y volvió a agradecerle, con el tono más cercano a un “puede irse” que pudo conjurar. Lo cual habría sido perfecto, si no se hubiera balanceado por un mareo que la obligó a sentarse con pesadez en el banco bajo la ventana. Él levantó una ceja. Ella renunció a deshacerse de él con rapidez y le indicó que el estanque estaba detrás de la casa.
Él le limpió la frente con más delicadeza de la que sus movimientos habían delatado hasta el momento. Ella se lanzó a detallar todas las cosas que tenía que hacer esa tarde. Siempre hablaba de más cuando estaba nerviosa. Y ese sujeto, de mirada algo triste, la ponía nerviosa.
Era por el arma, por supuesto. ¿Qué tipo de arma era esa? Jamás había visto una así. Llena de grabados y apliques. Se veía tan letal como hermosa. Y también era por esa ropa extraña. Ningún labriego decente llevaría algo así. Y las manos. Definitivamente, por las manos. Porque en su vida, sólo Thomas le había sostenido el rostro y no recordaba que los dedos de su difunto esposo se sintieran así.
Cuando terminó, intentó agradecerle nuevamente, esperando que se marchara. Casi se sentía ridícula. ¡Si no fuera por él, no tendría un chichón del tamaño de huevo de codorniz en la frente! Él debía pensar que curarle el golpe no era suficiente. Tras observarla por un momento, le preguntó dónde estaban las herramientas para reparar el cerco del establo, que ella había mencionado que necesita arreglo.
Ella dijo que no era necesario. Él insistió. Ella intentó ponerse de pie. Él la sostuvo con suavidad por un hombro y le pidió que por favor, descansara. Ella se dio por vencida y le dijo dónde encontraría las herramientas. Él se quitó su largo abrigo de cuero, lo dejó colgado de un poste del establo junto con su estrambótica arma, y se puso a trabajar. Los perros se dedicaron a deambular alrededor de él como si nada. Ella se quedó sentada en el banco, bajo la ventana, aferrando el revólver escondido en un bolsillo de su falda, y lo observó, buscando señales de conducta taimada.
Él interrumpió su tarea más de una vez para tranquilizar a Suleiman, su caballo rucio, cuando éste se asustaba por el martilleo y tironeo. Ella suspiró. Ningún forajido deshonesto se habría preocupado por nervios equinos.
Para cuando el cerco estuvo arreglado, no tuvo más remedio que invitarlo a cenar. Él aceptó, anunció que se lavaría en el estanque y esa noche, por primera vez en cuatro años, un hombre que no fuera su padre, se sentó a su mesa. Y devoró toda la comida, como si hicieran días que no probaba bocado. Ella le contó que era viuda. Él le dijo que trabajaba donde surgiera algo para hacer, pero que no tenía un hogar fijo. Ella comentó que al día siguiente comenzaría las tareas de labranza. Él le preguntó si en el pueblo había un lugar dónde alojarse por un par de días, pues había quedado con su hermana que la esperaría allí.
Ella le agradeció su ayuda y le dio indicaciones de cómo llegar hasta la taberna. Él le agradeció la cena y le pidió disculpas, por última vez, por haberla golpeado antes de marcharse. Ella cerró puertas y ventanas, pensando que después de todo, de salteador de caminos sólo tenía la pinta.
Él regresó al día siguiente para ayudarla con la labranza. Ella se quedó tan sorprendida que su negativa salió más brusca de lo que era necesario. Él afirmó que trabajar al sol no era aconsejable cuando uno se golpeaba la cabeza y fue a buscar los aparejos del arado. Ella pensó que quizás él pretendía algo más que enmendar lo sucedido. Al fin y al cabo, no era el primer idiota que creía que por vivir sola, estaba indefensa. Sin embargo, sí fue el primero que en lugar de proponerle cosas, se puso a trabajar para ayudarla. Y como después de todo, le dolía la cabeza, se aseguró de tener su revólver cargado, a mano, y lo dejó hacer.
Ella se sentó a reparar cestos de mimbre bajo el roble que su suegro había plantado muchos años antes, en el linde del campo de cultivo, para vigilarlo. Él casi no habló en todo el día y se limitó a abrir surcos en la tierra junto con Suleiman.
Para mediodía, cuando le ofreció una bebida fresca y un poco de pan con queso, él estaba todo sudado y el dolor de cabeza de ella se había transformado en apenas un malestar.
Para la media tarde, prácticamente todo el campo estaba labrado, los cestos reparados, su cabello era una maraña rojiza que se le pegaba al cuello cubierto de sudor y el arma en su bolsillo le parecía innecesaria.
Él se sentó bajo la sombra del roble, cerca de ella. Sin su abrigo ni su chaleco, con las mangas de la camisa arremangadas y dejando al descubierto sus antebrazos fuertes y surcados de cicatrices. Ella le preguntó dónde se las había hecho y si era el motivo de que anduviera armado. Él le dijo que no recordaba el origen de cada una y que iba armado porque los caminos eran peligrosos.
Esa segunda noche, lo invitó a cenar de nuevo y él volvió a aceptar. Como el día anterior, se dirigió al estanque para lavarse y luego se aplicó a devorar la comida que ella preparó. Esta vez le contó que su hermana era menor que él y viajaban juntos. Ella le contó que lo más lejos que había ido era el pueblo vecino, a quince millas. Él le dijo que su apellido era Bentsen. Ella le contó que por mucho tiempo, luego de casarse, no se daba por aludida cuando alguien la llamaba señora Brandt.
Al tercer día ella insistió en participar de la labranza y una tormenta torrencial los sorprendió a mitad de la tarea, obligándolos a correr para buscar refugio en la casa. Ella se sacudió la falda oscura llena de agua. Él tenía la camisa blanca pegada al torso y las botas empapadas. La idea de que ambos se cambiaran de ropa, al mismo tiempo, en habitaciones contiguas, a ella le atenazó las entrañas. Así que ella sugirió que avivaran el fuego para que la ropa se secara. Él se encargó que la fogata fuera grande. Y mientras ella amasaba, él talló un pedazo de madera.
Esa noche, después de la cena, él se despidió diciendo que no creía que fuera a regresar al día siguiente. Seguramente, su hermana debía haber llegado y partirían por la madrugada. Ella le deseó suerte y le agradeció toda su ayuda.
Ella lo observó alejarse, con su largo abrigo de cuero negro, sus botas sucias, su pelo claro. Esperó parada en la puerta que la oscuridad lo engullera, apretando entre los dedos la pequeña talla de madera con forma de lobo que él había dejado sobre la chimenea antes de sentarse a cenar.
Él se quedó en las sombras del camino, con la vista fija en el rojo fuego de su pelo y en las manos que se presionaban contra sus pechos, esperando a que ella entrara y colocara todas las trabas.
Ella cerró la casa, deseando haberlo conocido lo suficiente como para que fuese correcto que lo invitara a visitarla en el futuro. Él regresó al pueblo, pensando que si su hermana no había llegado, entonces regresaría al día siguiente. Para ayudarla a terminar con la labranza y para arreglar la pata de la banqueta que ella usaba para armar canastos.
Mientras se quitaba la falda aún húmeda, ella deseó haberle pedido que la llamara Mariam. Mientras se acercaba a las luces y risotadas de la taberna del pueblo, él pensó que debería haberle dicho que su nombre era Hansel.
Parte 2 ¡Besos!
Enia