Parte 1.
La piedra en el camino
Autor: Enia
Fandom: Hansel y Gretel - Cazadores de Brujas
Pairing: Hansel/OC
Rating: el máximo, por futuros momentos.
Beta: la talentosa
mordazResumen: La vida que tenemos es exactamente la que queremos. ¿O no?
Disclaimer: el personaje de Hansel no me pertenece. Su apellido fue elegido durante un chat con
__marion__, así que tampoco puedo adjudicarme autoría. El personaje original es todo mío y cualquier parecido con una persona real, probablemente no sea una coincidencia.
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Parte 2
De manera tácita, Hansel Brentner jamás se cuestionaba su vida.
Así como durante años se había negado a discutir con su hermana el que sus padres los abandonaran para nunca más regresar, hablar sobre cómo sería vivir de otro modo era algo que evitaba como la peste.
La mayor parte del tiempo, era porque no le importaba. Después de todo, cazar brujas le permitía sacudir todos esos demonios internos que nacieron durante su cautiverio en la casa de golosinas, y que jamás lo habían abandonado. Así, aún cuando no podía deshacerse de ellos y seguían persiguiéndolo en sus sueños y pesadillas, al menos tenía el gusto de estrellar con regularidad sus puños contra toda esa maldad de estética asquerosa.
A veces, una voz muy parecida a la de su madre le preguntaba por el mañana. Por ese momento en ya no fuera posible que pelear. Cuando las fuerzas no le alcanzaran, la velocidad no fuera la suficiente, o su enfermedad de la sangre ya no pudiera controlarse con una simple inyección.
Pero esas raras ocasiones siempre terminaban cuando otra voz afirmaba que no llegaría a ese punto. Que en realidad, no tenía sentido pensar en ese futuro, porque no era probable que viviera tanto tiempo.
Esa parte de él que siempre había guiado sus pasos, la parte racional que evaluaba las situaciones como eran, y no como le habría gustado que fuesen, no se detenía a considerar vidas que no viviría. Vidas cuya sola posibilidad había sido eliminada de un plumazo cuando entraron en aquella casa de jengibre y azúcar. Cuando comprendieron que sus padres, por razones que hasta hacía poco no llegaban a comprender, jamás regresarían por ellos.
Descubrir quiénes eran sus padres en realidad, que en realidad no se desentendieron de él y su hermana, fue un alivio y una carga.
Porque saber había borrado el dolor de creerse abandonados. Pero también cambiaba toda la idea que había sustentado sus decisiones, desde que mataron a la bruja de la casa de jengibre.
Ahora, después de tantos años sin cuestionarse nada, Gretel comenzó a hacerse preguntas que no compartía con él. Pero no hacía falta, porque él también se las estaba haciendo.
No es que hubieran cambiado de idea respecto a cazar brujas, ni que estuvieran planteándose renunciar a lo que mejor sabían hacer. A lo que de algún modo, disfrutaban haciendo. Porque no se trataba de eso.
Se trataba de que cuando la noche los encontraba acostados sobre pisos duros, helados y húmedos, o bajo los árboles, o si estaban de suerte, compartiendo junto con Ben un cuarto de hostería, en algún lugar recóndito en su interior, surgía el anhelo. Quizás fugaz, pero ahí estaba. Por una cama cómoda, un lecho caliente, sábanas en lugar de trapos sucios, almohada en lugar de su bota, comida caliente cada noche, ropa limpia, una mujer a quien hacerle el amor.
Hansel era un tipo sin muchas habilidades sociales, lo que unido a su estrecha relación con su hermana Gretel, se conjugaba para que su vida sentimental se redujera a no más que revolcones ocasionales con alguna chica predispuesta. Así que su experiencia en el área no era de lo más extensa. Pero el recuerdo de sus padres riendo, sentada su madre en el regazo de su padre, mirándose, era suficiente para saber que había otro tipo de relación a la que aspirar. Una a la que él no tendría acceso. ¿Qué mujer se embarcaría con él en la vida que llevaba? Peor aún, si se embarcaba, ¿dónde quedaría la casa cálida, el lecho cómodo, la mujer que no oliera a sangre y pelea?
Esa era una de las razones por las cuales no se planteó más que revolcones ocasionales. Hasta que Mina se cruzó en su camino, no percibió que existían otras opciones que no había estado considerando. No opciones descabelladas, sino posibilidades realistas.
No supo cuánto lo había impactado su fugaz relación con la joven, hasta que se separó de Gretel para acercarse a un boticario que podía proveerle de la medicina para su enfermedad de la sangre. Y tras caminar por días rumbo al pueblo en donde acordó reencontrarse con su hermana y Ben, pateó una piedra que salió volando a la cabeza de Mariam Brandt.
En los primeros minutos, tras verla sentada en el camino, con una mano presionando su frente magullada y chispas de furia saliendo de sus ojos marrones, le quedaron más que claras cinco cosas: era independiente, era joven, no se amedrentaba ante extraños, su cabello era del rojo más hermoso que había visto jamás y no estaba para nada impresionada con él.
No estaba seguro cuál de todas esas cosas fue lo que más le atrajo de ella. Ni qué exactamente le impulsó a ofrecerse a realizar las tareas que ella dijo que tenía pendientes. Quiso pensar que fue por la culpa de haberla lastimado, pero hacía ya mucho tiempo que había decidido jamás mentirse a sí mismo.
Tras tres días de tenerla cerca, aún cuando casi no hablaron, de lo que estuvo totalmente seguro fue de que cuanto más tiempo pasaba con ella, más cosas le intrigaban. Y más la deseaba. Lo cual no dejaba de ser llamativo porque no había nada remarcable en su aspecto físico, fuera de su pelo. Era de la misma estatura que Gretel, su rostro no tenía rasgos que le parecieran diferentes a los de muchas mujeres, excepto por las pecas. Sus ojos eran claro, sus manos curtidas, sus curvas armoniosas pero no exageradas. Y sin embargo, algo parecía emanar de ella, atrayéndolo como polilla a la luz.
Quizás por eso no le dijo su nombre, o a qué se dedicaba. Dejó que ella creyera que no era más que un trotamundos, deteniéndose donde apareciera trabajo, partiendo cuando la tarea estuviera terminada.
Básicamente, no había mentido. Pero tampoco había aclarado los puntos que modificarían, probablemente, la visión que ella tenía de él. Como sucedía con todas las personas que averiguaban que era el Hansel de Hansel y Gretel. Que su vida transcurría entre cazar una bruja y matar a otra.
Una parte de él se alegró de encontrar a Gretel y Ben esperándolo en la posada la noche del tercer día. Porque eso significaba regresar a su vida y dejar atrás anhelos que, en realidad, sabía que eran sólo algo momentáneo.
Otra parte deseó tener la oportunidad de averiguar todo eso que ahora quería saber. Cómo se vería cuando dormía, o cuando despertaba, o cuando tenía un orgasmo. Con cuánta asiduidad cambiaba de humor. Si prefería cocinar, limpiar, lavar o detestaba todas esas cosas. Si le gustaría viajar o prefería quedarse junto al fuego a tejer, como hizo las noches que él cenó allí. Poder averiguar si era de las mujeres que se cubrían con montones de capas de lana y tela en invierno, o de las que iban por la vida sin demasiado abrigo porque le estorbaba. Si era de las personas que disfrutaban reuniéndose con gente del pueblo, o prefería la soledad. Si sabía leer y escribir. Cómo se las arreglaba para pasar el invierno, cuando la comida escaseaba. De cuántos imbéciles había tenido que defenderse sola en su casa apartada de todos.
Si fue feliz con su esposo. Si no había vuelto a casarse porque lo amaba, porque lo extrañaba o porque lo había pasado tan mal que la experiencia la había curado de espanto.
Eran tantas las cosas que lo impulsaban a quedarse en ese pueblo, con ella, por ella, que instó a Gretel a partir lo más temprano posible, rumbo a la siguiente cacería. Hizo oídos sordos a los reclamos de Ben de quedarse al menos un día para descansar, y a la evidente intención de Gretel de apoyar esa idea. Los arreó como si fueran un pelotón a sus órdenes y antes de que tuvieran tiempo siquiera de añorar un poco de descanso, ya estaban de nuevo en un camino polvoriento.
Ben se había quejado. Gretel lo había mirado con una expresión extraña. Varios días después, Ben ya se había olvidado de sus quejas, pero Gretel siguió observándolo, como si su hermana pudiera leer la inquietud que lo impulsaba a seguir moviéndose.
Dos meses después, en un bar les comentaron acerca de desapariciones extrañas cerca de Brotadle, y antes de que pudiera siquiera imaginar una excusa creíble para no regresar allí, estaban en camino.
Hansel creyó que quizás los dioses iban a aliarse con su causa y Mariam no iba a saber que él estaba allí. Y él no debería preocuparse por cosas como ir a visitarla, ya que en realidad, ir a verla no era una buena idea. En primer lugar, porque estaría trabajando. Y en segundo lugar, porque si se encontraban ahora, no habría modo de que ella no supiera quién era él y todo lo interesante de estar con ella, siendo sólo un tipo del camino, desaparecería.
Los dioses daban una mierda por su causa, obviamente, porque apenas llegaron al pueblo, tras hablar con el alcalde y el comisario, se proclamó su presencia y misión en la plaza. Y allí, a la izquierda de la muchedumbre, entre un par de mujeres cuyo aspecto ni siquiera registró, Mariam lo observaba con azoro en sus ojos castaños.
El pelo tan rojo y brillante como lo recordaba. La nariz con pecas oscurecidas por el trabajo bajo el sol. Un abrigo grueso que, apostaba, debió ser de su difunto marido, disimulando un cuerpo que él recordaba que era definitivamente femenino. Los labios apretados en una línea rígida, como si estuviera intentando mantener la boca cerrada y no decir quién sabe qué cosas selectas que debía estar pensando.
Algo tironeó dentro de Hansel ante el reproche mudo que claramente le estaba haciendo. Para cuando la presentación terminó y se intercambiaron los comentarios que invariablemente debían aparecer en esas situaciones, se debatía entre acercarse a ella para saludarla, o dejar las cosas así.
Cuando la muchedumbre comenzó a dispersarse, ya había decidido que al menos debía saludarla. Pero ella se limitó a hacer un gesto con la cabeza, mezcla de saludo y entendimiento, y se alejó, su larga trenza roja meciéndose a su espalda y las manos hundidas en el saco demasiado grande. Su hermana y Ben ya estaban organizando la primera partida de búsqueda con el comisario. Y él estaba allí para trabajar. Así que en lugar de ir tras ella y, quizás, explicarle, se lanzó a recorrer los bosques cercanos en un intento de encontrar pistas que les indicaran si el par de niños desaparecidos fueron secuestrados por brujas.
El equipo de hombres que le tocó en el reparto emitía más opiniones de lo que ayudaban, eso quedó clarísimo tras un par de horas de búsqueda infructuosa. Para la cuarta hora de caminar por el bosque, con el frío colándose por cada rendija de ropa, la humedad del suelo congelándoles los pies y el sol ocultándose para dar paso a la noche, muchos declararon que era mejor buscar de día. Hicieron una votación y se largaron en cuestión de minutos, dejando a Hansel solo.
No es que a él le molestase la situación. En lo que a él respectaba, si no trabajaba con Gretel, lo mejor era trabajar solo. Por lo regular la gente, sin importar cuán predispuesta pareciera, no entendía en realidad de qué se trataba cazar brujas. No entendía lo que era necesario hacer, o cómo era necesario hacerlo. Y él no tenía tiempo ni paciencia para explicarlo. No si eso significaba descuidar su espalda o exponerse innecesariamente.
Así que siguió caminando solo, pensando, buscando. Repasando todo lo que sabía hasta el momento sobre los críos perdidos, sobre los padres, sobre cómo, cuándo y dónde habían desaparecido. Algo no estaba bien en esa situación, pero no llegaba a determinar exactamente qué.
Quizás Gretel pudiera deducirlo. Su hermana era más cínica que él. Seguro que lo que estaba fuera de lugar, ella podría visualizarlo con mayor facilidad. Resolvió que hablaría con ella en cuanto regresara a la posada en donde se hospedaban.
Para cuando el sol casi no alumbraba, se encontró en la desviación del camino que llevaba a la propiedad de Mariam Brandt. Podía ver la casa desde donde estaba parado.
Las luces aún no estaban encendidas. Los perros correteaban por el frente, por lo que supuso que la señora Brandt estaría en algún lugar cercano, fuera de la casa. Con las manos enterradas en los bolsillos de su abrigo, observó esa postal que se había quedado grabada en su retina. Los maceteros desbordaban flores bajo las ventanas. La puerta del granero estaba entreabierta y tenía un agujero en una de las tablas, al ras del suelo. Los canastos de mimbre se apilaban en el pequeño cobertizo abierto junto al granero. Un azadón se apoyaba contra el roble junto a la casa.
No tenía nada que hacer allí. Mucho más importante, su presencia en esa casa tan solo serviría para crearle problemas a una mujer sola que intentaba tener una vida tranquila. Él era muchas cosas, pero definitivamente, no era augurio de tranquilidad.
Decidió regresar a la posada y abocarse a terminar con ese asunto de los niños desaparecidos lo antes posibles. "Hablaré con Gretel y Ben, discutiremos lo que sabemos, resolveremos esto y nos largaremos lo más pronto posible", pensó. Y mientras su mente asentía a sus resoluciones, sus pasos se dirigieron con aún más decisión hacia la casa de Mariam.
Cuando estaba a un par de metros de la puerta, los perros se acercaron a saludarlo y Mariam apareció por el costado de la casa, cargando leña que seguramente acababa de cortar. El sol mortecino a su espalda hacía que su cabello pareciera refulgir en llamas.
Él se quedó donde estaba, con los perros saltando alrededor de sus piernas y los ojos clavados en la mujer. Ella apenas se detuvo un momento a mirarlo, para seguir camino hacia la pila de leña junto a la puerta de entrada. Ordenó los troncos con precisión, se sacudió las manos en el delantal, y girándose hacia él, se apartó los mechones de pelo rojo de la cara con el dorso de las manos.
Se miraron por un momento, en un diálogo silencioso. Él no sabía qué decirle. Ella le preguntó si habían descubierto alguna pista sobre los niños. Él acarició los perros tras las orejas y dijo que aún no. Ella asintió y lo invitó a quedarse a cenar.
Él sabía que si cruzaba el umbral, habría puertas en su interior que ya no podría cerrar. Sacudió el polvo de las botas en la entrada y mientras ella preparaba la cena, arregló la banqueta que seguía con la pata rota. Ella le contó que planeaba comenzar la siembra en ocho semanas. Él pensó que no tenía idea de qué estaría haciendo en ocho semanas. O dónde lo estaría haciendo.
El deseo de quedarse y ayudarla lo golpeó tan fuerte, que Hansel terminó de cenar y, agradeciéndole la invitación, le dijo que debía regresar a la posada. Ella le sugirió que hablara con los amigos de los niños y les preguntara acerca del padre. Él le agradeció la sugerencia antes de alejarse. Ella le deseó buena suerte con su búsqueda y echó las trabas en puerta y ventanas cuando él desapareció en el camino.
En la posada, Ben intentó hacer uso de su estatus de cazador para impresionar a las mujeres. Gretel estudió la información que tenían y declaró que algo no le terminaba de convencer. Hansel bebió su cerveza y asintió sin decir palabra.
Para el mediodía siguiente, era más que claro que no estaban ante un caso de secuestro. El padre tenía problemas de bebida y violencia, y la madre había fallecido un año antes en circunstancias poco claras, que se catalogaron como “caída accidental desde peñasco”. La hija del panadero confesó que su desaparecida amiga de 12 años, le había contado que su padre a veces la tocaba y la hacía sentir incómoda. Un amigo de Bruhm, el niño de 13 años y medio, agregó que había visto en la espalda del muchacho marcas gruesas, como si le hubieran golpeado con una correa o cinto.
Hansel y Gretel creyeron que las soluciones al misterio de la desaparición eran, o que el padre los hubiera matado, o que los niños hubieran huido.
La gente del pueblo se dividió entre los que afirmaban que el padre era el causante, y los que afirmaban que eran burdas mentiras. Los hermanos Brentner decidieron que lo más sencillo era preguntarle directamente al implicado y fueron a buscarlo a su casa.
Los recibió con gritos, amenazas y piedras lanzadas con hondazos certeros. Para cuando consiguieron detenerlo, Ben había recibido un piedrazo en la cabeza que lo dejó atontado, a Gretel le sangraba el labio inferior y un pedrusco de considerable tamaño y potencia había acertado en el estómago de Hansel. Para estar borracho, el sujeto tenía una puntería increíble.
Entre espumarajos y escupitajos, confesó que los niños habían huido después de pelear con él. “Esa rata desagradecida de Bruhm quiso evitar que yo obtuviera lo que me corresponde. Trabajo todo el día. Tengo necesidades, soy un hombre. Para eso tengo una mujer en la casa”, había dicho al comisario.
Hansel lo golpeó tan fuerte que quedó desmayado en el piso del calabozo y Gretel se quedó sin poder propinarle la paliza que sentía que merecía. Ben, recuperado del mareo que le provocó el hondazo, se preguntó cómo la gente del pueblo podía permanecer impávida ante semejante situación. Gretel anunció que iría a ver qué tal estaba Edward, a quien habían dejado en los bosques cercanos para no asustar a los pobladores. Ben la acompañó.
Hansel se alejó del pueblo, dejando que el comisario y el alcalde se las entendieran con la gente que clamaba por linchamientos. El golpe en su abdomen le dolía como el demonio y sabía que pronto necesitaría inyectarse su medicina, pero en ese momento, nada le parecía más urgente que poner distancia con ese lugar y esa situación.
Brujas secuestrando niños, podía entenderlo. Era lo que eran. Era lo que hacían.
Padres abusando de sus hijos, de sus esposas, era más de lo que estaba dispuesto a intentar comprender. Mataría a quien se atreviera a hacerle a Gretel, siquiera una décima de lo que seguro ese infeliz les había hecho a sus hijos. En el remoto caso de que pudiera llegar al individuo antes de que Gretel lo destrozara, por supuesto.
Caminó sin detenerse a evaluar dónde iba, aunque tampoco fue una gran sorpresa que desembocara en la casa de Mariam Brandt. Ella se encontraba en el granero, martillando un pedazo de manera para tapar el hueco que él había visto el día anterior en la puerta.
Levantó la cabeza cuando, ladrando, los perros corrieron a saludarlo. Con ese gesto que a él le parecía totalmente propio de ella, se enderezó y lo observó. Una mano sosteniendo el martillo junto a sus amplias faldas. La otra mano apartando el pelo de su rostro acalorado.
Él le dijo que los niños habían huido. Ella asintió y se acercó en silencio. Él le dijo que el padre abusaba de ellos. Que golpeaba al niño y tocaba a la niña. Lo dijo entre dientes, con los puños apretados y la respiración algo agitada. Ella se paró a escasos centímetros de él y volvió a asentir, en un mudo gesto de entendimiento. Él inspiró varias veces y le preguntó si ese tipo alguna vez la había molestado. Ella negó con la cabeza y frunció el ceño al ver que su rostro estaba cubierto de sudor.
Tomándolo por un brazo, lo condujo al interior de la casa y lo sentó junto a la chimenea. Mojó un paño limpio con agua fresca y observó en silencio cuando él sacó una jeringa y se inyectó en la pierna, respaldándose luego para respirar profundo y pausado. Ella le pasó el paño húmedo por el rostro y le preguntó si estaba herido. Él negó con la cabeza y tras un momento, cedió a la tentación. Extendió el brazo y cerrándolo alrededor de la cintura femenina, la atrajo hacia él y enterró su rostro en su pecho.
Por un segundo, ella se quedó rígida, más sorprendida que escandalizada. Entonces, se relajó y dando un paso hacia la silla, lo abrazó. Sin pronunciar palabra alguna, dejó caer el paño mojado y deslizó sus manos por los hombros y espalda masculinos, dibujando círculos lentos.
Se quedaron así por un largo momento. Él respirando profundo, con la nariz hundida contra la piel que asomaba por el escote de su vestido. Ella meciéndose levemente, con los labios apoyados en la cabeza de él.
Él pensó que podía quedarse así para siempre y no le importaría. Ella se dio cuenta que jamás nadie la había abrazado de ese modo, como si fuera un ancla donde aferrarse.
Él se apartó apenas lo suficiente para levantar el rostro y mirarla. Ella deslizó los dedos por entre el pelo revuelto. Ninguno analizó demasiado quién se acercó primero, porque ninguno tuvo suficiente capacidad para pensar. El beso comenzó como una mera caricia de consuelo. De él, que lo buscaba; de ella, que quería brindarlo. Ella suspiró, entreabriendo los labios. Él mantuvo un brazo alrededor de la cintura femenina y subió la otra mano hasta su rostro, besándola a conciencia.
Ella gimió, estremeciéndose cuando él la acarició con la lengua. Thomas jamás la había besado de esa forma. Él le ladeó la cabeza para profundizar el beso y no fue capaz de recordar ningún otro beso, ni ninguna otra mujer, que no fuera la que tenía parada entre las piernas, aferrándolo por el pelo con fuerza.
En un abrir y cerrar de ojos, la cocina se llenó de jadeos y gemidos. Él no se puso de pie, ella no se sentó en su regazo. Permanecieron entrelazados en ese abrazo lleno de urgencia, que destilaba tanto deseo como ternura.
Con lentitud, él se aparto, depositando besos pequeños sobre los húmedos e hinchados labios femeninos. Ella se dejó besar, sin abrir los ojos, extendiendo sus manos a lo largo del cuello y los hombros.
Él la miró, sintiendo que todo su cuerpo se agarrotaba por el esfuerzo de no arrastrarla hasta la cama y hundirse en ella. Ella lo miró y trató de encontrar el valor para pedirle que se quedara por esa noche al menos.
La falta de coraje para verbalizar sus deseos la hizo morderse el labio inferior. Hansel se puso de pie y, tomándole el rostro con ambas manos, acarició con suavidad donde ella se había mordido.
Él recorrió el rostro femenino con los dedos y se preguntó en qué momento pudo pensar que era como el que cualquier otra mujer. Ella cerró los ojos e inspiró profundo, sintiendo que el corazón le galopaba y las rodillas le fallaban.
Él musitó que debía marcharse. Ella apoyó la frente en el pecho masculino y asintió en silencio.
Hansel besó la sien cubierta por mechones rojizos, desaliñados por el trabajo del día y por sus propias manos. Y sin decir nada más, se apartó, abrió la puerta y salió a la tarde. Ella se quedó donde estaba, abrazándose a sí misma, sin reunir el valor suficiente para girar y verlo marcharse.
Durante todo el camino de regreso al pueblo, donde planeaba solicitar el pago por los servicios prestados para luego ir en busca de su hermana, Ben y Edward, él se repitió una y otra vez que marcharse era la mejor opción. Que haber cedido a sus deseos habría significado que cuando él se fuera, ella pagara las consecuencias.
Ella estuvo segura que las consecuencias no le habrían importado.
Parte 3 ¡Besos!
Enia