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Jan 05, 2014 00:43





En las siguientes páginas del gastado libro, Jenn fue descubriendo la amistad que poco a poco se iba desarrollando entre el que suponía que era su abuelo y el tal Jongin. Datos del pasado del mismo se aglomeraban en las hojas como si de datos científicos se trataran, puede que en un intento desesperado de su autor de no olvidar. “Padres exigentes” se leía en el margen de una página que contaba el día que habían ido a un campo a leer e intercambiar impresiones de sus poesías favoritas de Audre Lorde con Jongin. “Tiene clases de piano, latín e historia todas las mañanas” escribió su abuelo en la esquina inferior derecha del tercer jueves de cine que contaba con la presencia de Jongin.

No fue hasta unas páginas de encuentros furtivos después que Jenn pudo leer todo lo que su abuelo había experimentado su primera tarde de ballet, por cortesía de unas entradas que había conseguido la familia de Jongin. Un pequeño boleto con las letras “Billy the Kid” en negrita estaban acompañadas en el reverso de dicha hoja por un “le gusta el ballet; sus padres solo lo ven como un entretenimiento necesario para su clase pero no una afición a la que dedicarse completamente”.

Jenn tocó las letras en negro, observando la escritura irregular y desordenada que ahora descubría su abuelo siempre había tenido. Notó que una lágrima bajaba por sus mejillas. Se permitió un “te echo de menos, viejo”, antes de pasar de página y seguir leyendo. La historia se estaba volviendo interesante. Al parecer, Kyungsoo y Jongin ya eran realmente amigos.

Se acercaba el final del verano, y con él el inicio de la melancolía que Kyungsoo sentía por tener que dejar de ver a la gente que conocía y con la que había compartido prácticamente la totalidad de su vida. Pero el sentimiento angustioso esta vez se centraba más en la persona que había conocido ese verano y se había hecho un hueco en su mente (y en su corazón) rápidamente. No pasaba un solo día en que Kyungsoo no viera a Jongin, no hablara con él o no le escribiera un carta (ambos habían empezado un extraño intercambio de relatos, de modo que cada carta era un pedazo de la historia y cada uno de esos locos por la literatura guardaba la mitad de la misma en el hueco más oscuro de su armario, al recaudo de lectores no deseados).

Era un sentimiento agradable el que le proporcionaba la presencia del menor (había resultado que Jongin no era mayor, y que en realidad había nacido un año después que Kyungsoo, en el 28). Kyungsoo se había acostumbrado a la misma y ahora que estaba a punto de acabar el verano, sentía miedo. La seguridad que le proporcionaba el cuerpo moreno tumbado en un lado de su porche, leyendo verso tras verso en voz alta y clara, le gustaba mucho, casi demasiado. Había algo en esa seguridad que le asustaba, porque cuando no la sentía, se encontraba lleno de dudas y preocupaciones.

Decidido a no malgastar los últimos calurosos días del mes de agosto, aprovechó cada una de las oportunidades de salir de casa que se le presentaba, ocupando la mente para apartar preocupaciones sin sentido.

Una tarde de lunes, tras una de las jornadas en el aserradero más brutal de todo el verano, habían decidido ir a tomar un refrescante baño al río. Kyungsoo había temblado de miedo ante la imagen de la insegura cuerda gorda enganchada a un árbol, pero los alaridos de sus amigos (y la sonrisa desafiante de Jongin) había conseguido que finalmente diera el gran salto, consiguiendo nada más y nada menos que una rojez que cubría toda su torso por el impacto repentino y perpendicular del agua en su piel. Ese día Kyungsoo había regresado a casa acompañado por el eco de la risa de sus amigos (y un Jongin con el pelo alborotado, todavía húmedo, y el torso al descubierto).

Había aprendido a conducir gracias a las clases de Jongin en la antigua camioneta de James, una tarde asfixiante en la que todos habían decidido que lo mejor sería quedarse debajo de un árbol a tomar té con hielo que el padre de Kyungsoo había preparado muy amablemente en su casa. Gritos de “voy a morir” junto con “no sé para qué sirve esta palanca, Jongin, no sé qué hace en el maldito vehículo siquiera” habían hecho reír a los tres chicos que se refugiaban en el roble junto a la carretera abandonada. Las risas socarronas se disipaban ante la pronunciación de “tranquilo Kyungsoo” y “es una palanca de marchas y la estás utilizando mal”, pero eran tomadas para el conductor en aprendizaje como insultos. Sin embargo, ya nada importaba porque iban a morir y el maestro Smith iba a estar muy disgustado con su alumno. Pero entonces Kyungsoo había podido cambiar a la segunda marcha sin que se le calara la camioneta, y los tres perezosos del árbol se habían levantado vitoreando “aleluya, aleluya”. Para Kyungsoo solo había quedado el recuerdo del roce de una mano apartando los mechones de pelo de su sudado rostro y un susurro que pronunciaba un “enhorabuena, Kyungsoo”.

Cuando Kyungsoo era pequeño, se pasaba los veranos jugando con la gastada pelota de cuero de Yixing. Tanto él como el resto de su grupo de amigos gastaban fuerza y energías en las horas de deporte bajo el sol, siempre en un ambiente distinto. Los niños iban cambiando y rotando entre los alrededores de las casas de los componentes de los equipos. El juego favorito de Kyungsoo era el fútbol (y presumía de su dominio sobre balón con sus pies).

Debido a la naturaleza salvaje de los pequeños de ocho años, era normal que la pelota se desviara de su trayectoria ideal para dar con arbustos, troncos, farolas, perros, viandantes y todo lo que se pudiera alcanzar con una esfera de quince centímetros de diámetro. Común era también que unos avergonzados pequeños llenos de moratones y raspaduras en las rodillas llamaran a la puerta de los vecinos para avisar de que la pelota se había colado en el interior de su jardín, lo que les obligaba a dar la vuelta a calles enteras en busca de la entrada principal de la casa y rogar por el perdón de los vecinos que habían sido molestados.

Pero lo peor era cuando la pelota causaba algún estropicio, lo que generaba una deuda que cada pequeño devolvía a sus padres con distinto tipo de interés. Y justo ese verano del 35, la pelota negra de su amigo chino había entrado por la ventana cerrada del número 15 de Elizabeth street. El estrepitoso ruido del cristal rompiéndose sonó para el pequeño Kyungsoo como el castigo mismo, y todos tragaron saliva, la nuez que todavía no era prominente subiendo y bajando. Se acercaron levemente para hacer un análisis de los daños, y Kyungsoo vio que la cara de James era la muestra del fastidio más absoluto.

Por supuesto que todos sabían lo que significaba que la pelota de alguien cayera en manos del vecino del número 15 de Elizabeth street, pero aquel grupo de niños todavía no había caído en la mala fortuna de descubrirlo en su propia piel.

- Se te ha caído a ti, Kyungsoo, así que entras tú.

Kyungsoo maldijo a Yixing por lo bajo pese a saber que tenía razón. La regla no escrita exigía que el último en tocar la pelota debía ir a buscarla, y así lo hizo el pequeño de pelo negro, tocando el timbre para después girarse en busca de un poco de valentía en la cara de sus amigos. Solo halló angustia y nerviosismo.

Los pesados pasos se podían escuchar desde el porche de la vivienda color marfil, y Kyungsoo cerró los ojos cuando el pomo dorado se giró, no queriendo ver la imagen que tras la mosquitera se iba a presentar.

- ¿Qué quieres? - preguntó la voz ronca y potente, tal y como el niño había escuchado que era en montones de anécdotas durante las comidas en la escuela.

- L-la pelota... - la boca no le funcionaba y el cuerpo le temblaba del miedo.

- ¿La que ha roto mi ventana?

Kyungsoo no supo qué debía contestar a eso. “Sí, señor, esa misma, la negra”. “No, señor, esa no es mi pelota, yo nunca haría eso”. “Tal vez. Dígame, ¿le ha molestado?”. El trato de usted era esencial si quería salir vivo de aquella y con los molares de leche intactos.

- Pasa a cogerla, hijo.

Kyungsoo se giró de nuevo. Todos sus amigos compartían la expresión de pavor absoluto: sus caras eran un reflejo de la suya propia. Pero a lo hecho pecho, así que empujando el marco de puerta con la mosquitera, se metió en la casa sin pensarlo dos veces.

En el interior olía a vainilla y a cerrado, como si nadie hubiera ventilado en años y se hubiera dedicado a poner velas y más velas. Vio que el abuelo Smith (tal y como le llamaban en las leyendas de los niños del barrio) se dirigía a la habitación situada a la izquierda de la entrada. Kyungsoo le siguió y fue entonces cuando vio el lugar del crimen. Cientos de trozos de cristal yacían en la alfombra colorida junto con el balón negro, que destacaba entre los rosas, verdes y blancos.

- ¿Qué piensas hacer, hijo? - dijo el abuelo de nuevo, sentándose en la butaca marrón que lo dejaba justo delante de la prueba del delito.

- Pagaré por el cristal, señor - dijo Kyungsoo nervioso y casi sin vocalizar.

- ¿Y cómo piensas hacer eso? - esta vez le faltó un “hijo” al pequeño.

- Usted dirá, señor.

Lo cierto era que si Kyungsoo volvía a casa con una queja de un vecino, exigiendo un cristal nuevo, estaba seguro de que su padre le iba a colgar del sauce situado frente a su casa y le iba a dejar morir allí. Así que la única solución era que al abuelo Smith se le hubiera ocurrido la forma perfecta de pagarle (según las leyendas urbanas, sus castigos ejemplares acababan en dedos que dejaban de tener sensibilidad y comenzaban a sangrar sin parar y espalda que acababan con un dolor peor que el proporcionado por la más bárbara de las torturas).

- Me vas ayudar todas las tardes de seis a ocho hasta que vea que has pagado tu deuda.

-Sí, señor - respondió, todavía temblando y con una voz baja, casi un susurro.

Y así fue como Kyungsoo salió ileso del primer encuentro con el abuelo Smith, con pelota en mano y un suspiro de alivio saliendo de su boca.

- ¿Qué te ha pedido a cambio? - preguntó James una vez les dijo a sus amigos que iba a ayudarle con algo para pagar su deuda.

Que Kyungsoo no supiera contestarle fue algo que les asustó a todos.

Jenn rió ante la infancia de su abuelo, recordando sus propios castigos de horas contra la pared o sentada en una silla con la espalda recta y el semblante entristecido, para que mostrara su arrepentimiento.

Siguió pasando las hojas, saboreando con sus yemas el papel envejecido.

- ¿Puedes decirme por qué nos estamos perdiendo una maravillosa tarde de sol para ir a pudrirnos al interior de una casa?

- Porque no vamos a ir a cualquier casa.

- No me gusta esa sonrisa, Kyungsoo. Borra esa sonrisa de tu cara ipso facto. La última vez que sonreíste así acabé bailando al ritmo del Professor Longhair con un vestido de la novia de Takeru.

- ¡Oh, por favor! No pongas esa cara de perrito abandonado - replicó Kyungsoo mientras le tiraba de una de las tersas mejillas. - Te encantó bailar al son del Mardi Gras en el vestido rojo de lunares blancos favorito de Eveline.

- Sí, bueno - de nuevo esa sonrisa que tanto se dibujaba en los labios de Jongin desde que Kyungsoo lo había conocido, ahora con un nuevo matiz travieso. - No sé decirte si ella lo disfrutó tanto. Dios bendiga al whisky por impedir que se acuerde de eso.

Ambos siguieron riendo y andando bajo el abrasador sol de la tarde, compartiendo recuerdos de la noche de fiesta de la semana pasada, de la apuesta y del baile.

- ¿Y cómo sabía yo que Takeru iba a ser capaz de conseguir una novia? - Jongin recibió dos palmadas en su espalda al instante, con la risa de Kyungsoo de fondo.

- Cómo se nota que no nos conoces bien.

- Bueno, a ti sí - susurró el moreno.

Justo en ese momento, Kyungsoo vio el número 15 y se paró en seco. Cuando fue a decirle a Jongin que ya habían llegado, se encontró con la mirada penetrante del menor, en la que se hundió hasta que este decidió que deberían moverse o acabarían friéndose en el pavimento. Segundos después de tocar el timbre, un anciano sonriente les recibió con los brazos abierto.

- ¡Kyungsoo! ¡Hacía tanto que no te veía! ¿Has crecido?

- Vine aquí la semana pasada, señor Smith - dijo Kyungsoo riendo.

- ¡Oh, claro! Perdona, hijo. Últimamente estoy de un despistado... - respondió el mayor mientras se llevaba ambas manos a la cabeza.

- Lo sé, lo sé. ¿Se ha tomado las pastillas de hoy?

- Claro que sí, hijo. Sabes que nunca me olvido: una roja y dos azules. ¡Pero venga no os quedéis en el porche! Pasad, pasad. ¿Quién es este amigo tuyo tan guapo?

- Soy Jongin, señor.

- Jongin... Me gusta ese nombre - dijo mientras miraba al joven de arriba abajo -. De hecho, me gusta este chico. Asegúrate de tratarlo bien, Kyungsoo.

- Sí, señor Smith - respondió Kyungsoo sin saber realmente lo que debería decir, escuchando cómo Jongin se reía por lo bajo -. Lo haré.

El sonido de una tetera echando humo llamó la atención de todos.

- Llegáis justo a tiempo. He hecho té.

Sentados en el salón que mucho tiempo atrás había sido víctima de una agresión con un balón negro y desgastado, los tres hombres intercambiaron preguntas y respuestas, siguiendo el habitual formalismo inicial a la hora de conocer a alguien. Pero la familiaridad con la que trataba a ambos jóvenes el señor Smith hizo la charla mucho más amena y familiar.

- ¿Sabes que Kyungsoo rompió esa ventana que está justo detrás tuya? - Jongin se giró ante el comentario.

- ¿Ah, sí? - miró a Kyungsoo, sonriendo socarronamente -. No me habías dicho que antes fueras un vándalo.

- Y de los buenos - respondió a Jongin, siguiéndole el juego, para después guiñarle un ojo de forma pícara.

- Pues sí, ese chico tan arreglado que ves ahí fue una vez un niño travieso. Me gustaría pensar que yo tuve algo que ver en el cambio.

- Por supuesto que la tuvo, señor Smith.

- Nada, que no me tuteas, hijo. Jongin dile algo a este niño, que a mí no me hace caso.

Jongin rió pero no dijo nada. Kyungsoo trató de defender que era todo un asunto de respeto, pero para qué decirlo si el señor Smith olvidaría su comentario la semana siguiente. Este hecho se le atragantó a Kyungsoo junto con su trago de té.

Comieron las pastas de té que había comprado Kyungsoo esa misma mañana en la pastelería del pueblo, sabiendo que, como todos los miércoles, el señor Smith iba a preparar té verde. Hablaron largo y tendido de asuntos varios, entre ellos, los libros de poesía que Jongin estaba empeñado en leer ese mismo día. El señor Smith le había enseñado a Kyungsoo gran parte de lo que sabía de literatura, y Jongin le cogió rápidamente gusto a hablar con el anciano, tal vez porque disfrutaba de charlar con otra persona con un conocimiento amplio sobre dicho campo.

Se despidieron dos horas después, tras innumerables galletas y varias tazas de té, con la promesa por parte de Kyungsoo de acudir el siguiente miércoles, como siempre.

- ¿Cómo conociste al señor Smith? - preguntó Jongin nada más salir de la casa -. No me lo habéis contado.

- Vaya, pensé que se te habría secado la boca de tanto hablar - ambos se rieron, hasta que Jongin empujó ligeramente el costado de Kyungsoo con su codo.

- Dímelo. Hemos hablado de la vida íntegra de Tennessee Williams, pero sigo sin saber a qué dedicaba su vida.

- Era sastre.

- ¿Sastre?

- Sí. El señor Smith era sastre. El mejor de toda la ciudad, el mejor de todo el condado incluso. Y él me enseñó todo lo que sé.

Los ojos de Kyungsoo miraban al final de la carretera, pero el realidad estaban enfocados en un pasado imaginado, con telas por todas las partes de un taller descrito por labios arrugados durante años de adolescencia. La brisa del inicio del atardecer revolvió los cabellos de Kyungsoo de una forma que a Jongin se le antojó juguetona, mientras el rostro del joven se iluminaba ante los recuerdos.

Comenzó a narrar la historia ya casi olvidada entre sucesos de la adolescencia y una relación que se había prolongado de tal manera a lo largo del tiempo que costaba ver el principio de la misma. Porque, a diferencia de lo que sus amigos habían pensado, Kyungsoo no iba a la casa del señor Smith a ser castigado, si no que iba a ayudarle a coser trajes. El dolor intenso y mortífero en los dedos que tantos temían por culpa de las leyendas contadas de oído a oído era real, tan real como las agujas y alfileres que Kyungsoo se clavaba constantemente en su día a día como aprendiz de sastre. Su espalda fue testigo del inmenso dolor de horas sentado cosiendo, o de pie al lado de un maniquí cuyo cuello se situaba muy por encima de la cabeza del pequeño.

Porque había resultado que el señor Smith era un gran sastre del que todos se habían olvidado, borrando el hecho en su memoria para sustituirlo por una imagen actualizada del decadente abuelito. Y con ello, los niños de Donaldsonville no había sabido distinguir un castigo ejemplar de las lesiones propias de un principiante en el arte de la costura, al que muchos niños se habían iniciado gracias a Smith. Pero solo uno había logrado pasar la iniciación con éxito y convertirse en algo más que un crío detestable que deterioraba su jardín y su casa con sus juegos callejeros.

- Y así fue como me convertí en su discípulo.

- Vaya, Kyungsoo. Nunca lo habría imaginado.

- Todo cambia tan deprisa... La verdad es que el tiempo pasa volando.

- Pues corre antes de que nos alcance.

Y sin más dilación, Jongin cogió a Kyungsoo de la mano y comenzó a correr calle abajo, rezando por llegar al río a tiempo para ver la puesta de sol. Kyungsoo sintió la brisa en su cara, cada vez más caliente, y el punto de dolor que comenzaba a aflorar en su abdomen. Los gritos alarmados y amenazantes no disminuyeron la velocidad del joven que prácticamente remolcaba al otro. Llegaron cuando el cielo estaba todavía rojo, y Kyungsoo tuvo que tragarse su enfado, porque la imagen era realmente preciosa. Pero pese a la belleza del cielo, su mirada no paraba de rondar la brillante luz de Jongin, ahora menos morena por las horas gastadas junto a Kyungsoo y no en una cara tumbona de mimbre.

Kyungsoo se despidió de ese día pensando que la sonrisa de Jongin cegaba más que el fulgor del ardiente sol. ¿Lo extraño? El calor le abrasaba el pecho, no los ojos.

Jenn no se dio cuenta que era de noche hasta que la oscuridad envolvía la ciudad de Nueva Orleans por completo. Cogió la caja de madera que había desenterrado poco tiempo antes y la volvió a llenar con su contenido original. La levantó con un poco de esfuerzo y salió de la sastrería con ella bajo el brazo.

- ¿Qué tal ha ido la tarea, Jenn? - le preguntó su madre cuando llegó a casa por la noche.

- Aún tengo mucho trabajo por hacer - respondió la veinteañera.

Lo cierto era que no había hecho nada y se había pasado horas y horas bajo la luz de la bombilla solitaria leyendo el diario de su abuelo. Sabía que tenía solo tres días para vaciar la sastrería, y que todo lo que estuviera dentro en el momento de la venta pasaría a ser propiedad de otro, pero no podía parar de leer la historia. Así que esa noche de verano, se quedó en vela, tumbada sobre la cama, con las sábanas al final de la misma, leyendo el diario y disfrutando de la sandía cortada a la cena. Poco a poco se iba olvidando de su tristeza, para centrarse en los sentimientos del autor de esa historia y protagonista principal. Para sentirse como su abuelo.

El verano se acababa. Tan simple como eso. Takeru y él tenían los días en el aserradero contados. Pronto James se iría, Yixing se marcharía a la universidad y Takeru... Takeru se quedaría en Donaldsonville, porque su novia tenía toda su vida y familia en la pequeña ciudad y no estaba dispuesto a abandonarla. Kyungsoo había reído al principio, acusando a su compañero de idiota sin criterio, enamorado sin razón, pero entonces había visto a Jongin por la tarde, en la camioneta de James, preparado para una nueva clase de conducción, y se había sorprendido a sí mismo incapaz de preguntar qué haría Jongin con su vida una vez el verano se acabara.

En una de sus largas tardes bajo los castaños, rodeados de rojos, amarillos y verdes, Kyungsoo había visto una frase que le había dejado marcado. “Lo importante no es el objeto de amor, sino la emoción en sí misma”. Kyungsoo siempre había considerado a Gore Vidal como un hombre sabio, de interesantes ideas políticas, pero esa frase no la había terminado de comprender. Y era sencillo porque él nunca había sentido el amor en su piel, sino a través de la descripción que había deducido de montones de escritores y sus obras.

Era fácil sentir un cosquilleo y una emoción ante citas de quinceañeros, que se conocen en la feria en verano y no vuelven a coincidir hasta que sus madres les obligan a ir a la tienda a por leche para el desayuno. Era sencillo sentirse atraído por un falda demasiado corta, una cintura rodeada por un cinturón de tela o unos turgentes pechos cubiertos por tela roja que se habría por el medio para dejar un escote a la luz de los ojos curiosos.

Para todos los demás era fácil, pero Kyungsoo se había sorprendido a sí mismo interesándose más por la complexión de los hombres. Se había dado cuenta de que miraba más a los hombres que a las mujeres cuando se sentaba en una mesa de Cypress Cafe, junto a James y a Yixing, disfrutando del sol de verano y la ligera brisa de la tarde-noche en Railroad Avenue. Lo que al principio había sido tomado por celos por un cuerpo más alto, unos brazos más musculados o una mandíbula más marcada, pasó a ser considerado atracción a medida que maduraba con los años.

Pero un chico de campo como él no sabía cómo se llamaba exactamente a lo que le estaba pasando (había escuchado el celoso rumor de marujas que hablaban de atracción entre hombres, pero siempre se desvanecían más rápido que el viento), por lo que, sintiéndose como un bicho raro, había pasado a ignorar la atracción, el deseo y el placer, dejando todo a las novelas románticas que compraba y leía a escondidas bajo las sábanas de su cama.

Cuando creía que lo tenía todo controlado, que su vida pasaría sin altibajo alguno y sus sentimientos dependerían únicamente de tragedias y comedias, había aparecido Kim Jongin, y había despertado un interés que Kyungsoo sentía pocas veces. Al principio sintió recelo, rechazo por alguien que aparece de pronto y sin aviso. Luego, simple curiosidad por el chico de ciudad ante el deseo por saber más de alguien que parecía tener unos gustos culturales similares. Luego la curiosidad se había convertido en emoción: emoción por ver al menor, por compartir una historia emocionante, una canción excitante o un libro espeluznante. Y por último, Kyungsoo había pasado a sorprenderse cada vez que se fijaba en que los ojos de Jongin brillaban especialmente con la luz del sol (y la del proyector de cine), que su morena piel era delicada como la porcelana y que sus blancos dientes eran cada día más deslumbrantes.

Cuanto más lo conocía, más quería conocerle. Y lo que parecía que no tenía sentido, lo tenía. Se sentía seguro cuando Jongin apretaba su mano derecha, posada sobre el volante, y le decía que se tranquilizara, que lo iba a hacer bien y que no se iba a dar contra un árbol como la última vez. Jongin le hacía sentir, le obligaba a hacerlo, y Kyungsoo solamente podía aceptarlo.

Tal y como aceptó la noticia de Jongin una noche de cine.

- Me voy en una semana.

- ¿Tan pronto? - soltó Kyungsoo al instante, avergonzándose después por la rapidez de la respuesta.

- A mi madre no le gusta que pase tiempo con vosotros, así que nos vamos a ir antes de lo planeado.

Kyungsoo quería preguntarle por qué siempre cumplía lo que todos esperaban que hiciera, por qué no se liberaba de una vez de las cadenas que le apresaban y oprimían y volaba libre sin preocuparse por el qué dirán. Pero se iniciaría una conversación ya mantenida numerosas veces antes, en la que el chico de campo no entiende las responsabilidades del chico de ciudad para con su familia, y ambos acaban enfadados y, de algún modo, descontentos con su situación. Una situación que no podían cambiar, o contra la que evitaban luchar.

Las siguientes páginas del diario estaban repletas de un Do Kyungsoo confuso y enfadado con el mundo por alguna razón que él mismo no llegaba a comprender. Por eso fue que esa mañana al desayuno, cuando Jenn se vio obligada a dejar de leer y enfrentarse a su familia un día más, le hizo una pregunta a su madre.

- Mamá, ¿el abuelo quería a la abuela?

La madre se quedó parada, y suspiró, observando el plato que estaba lavando, con los ojos desenfocados, como si estuviera recordando algo del pasado. Las gotas caían sobre el fregadero con un sonido ensordecedor de pronto.

- Claro que sí, hija. Como yo a tu padre.

Volvió al trabajo, y Jenn pensó que la pequeña mujer, con un delantal rosa rodeando su cuerpo y guantes amarillos en las manos, parecía muy delicada, como si la vida le hubiera gastado y le hubiera quitado toda esa esperanza que ella, como veinteañera, aún tenía. Recordó los gritos en su casa y las discusiones habituales que ya funcionaban de música de fondo y sonrió ante la ironía, hundiendo su cuchara en los cereales.

“El mejor amor es ese que nos despierta el alma y nos hace pedir más” había leído Jenn minutos antes, y observando la delgada espalda de su madre, se preguntó si ella había sentido algo así. Porque por lo que a Kyungsoo respectaba, estaba segura de que sí.

El eco del recuerdo de los gritos la acompañó el resto del desayuno.

Era un jueves de cine, pero ese día Kyungsoo sabía que faltaría uno de ellos en la sala. El nuevo sitio que Jongin había ocupado a su lado durante todo el verano estaría vacío porque su familia se iba esa misma tarde. Lo “mejor” de todo había sido que desde hacía tres días (no era como si Kyungsoo los hubiera contado) ambos amigos no habían tenido ningún contacto. Jongin no había visitado a Kyungsoo, y este le había aplicado exactamente el mismo trato. James había insistido en que se vieran, tratando de tirar de la cama a Kyungsoo, agarrando sus sábanas en un intento de apartarlo de su cárcel de algodón, pero este siempre se excusaba con lo mismo. Necesitaba terminar el libro que estaba leyendo.

- Es un puñetero libro de poesía, no sé qué le ves de bonito a la poesía - había dicho James el martes, el miércoles y ese mismo jueves.

Kyungsoo necesitaba acabar el libro. Jongin se lo había dejado hacía un mes, y no lo había empezado hasta ese lunes por la noche, cuando el insomnio había llamado a su puerta y había decidido alojarse durante un par de días. El martes, Kyungsoo había escuchado las gotas de lluvia chocar contra su ventana mientras continuaba pasando hoja tras hoja, releyendo cuatro veces los mismos versos cuando se distraía en sus pensamientos y con el humeante té a su lado, olvidado hasta que se enfriaba y Kyungsoo tenía que recalentarlo (y así hasta cuatro veces).

Tenía que acabar ese libro. Tenía que devolverle el libro a Jongin, decirle que le había encantado y discutir desde los puntos de vista de cada poema, como siempre hacía, y finalmente despedirse para siempre. Tenía que dejar ese asunto zanjado, cerrar el capítulo y mirar al futuro en la gran ciudad. Pero su cerebro se resistía, obligándole a leer más lento de lo que nunca en su vida había leído, reflexionando sobre cada verso como si fuera una fórmula matemática difícil de comprender. La irracional necesidad le llevó a casi no dormir durante los tres días que duró su encerrona. Los ojos inyectados en sangre no paraban de observar el libro.

“You are, and always have been, my dream.”

Cuando el jueves a las cinco de la tarde cerró la tapa roja del libro, suspiró y miró al frente, con su espalda apoyada en el cabecero de la cama y el libro sobre sus muslos. Sintió de pronto cierta angustia. Miró por la ventana. El sol brillaba con toda su plenitud. Hacía calor. Le molestaba. No podía respirar. Las palabras de James se reprodujeron de pronto en su mente. “Se va a las seis de la tarde, Kyungsoo. No seas imbécil y ven a despedirte de él”.

Abrazó el libro. Tenía miedo. Las despedidas significaban un adiós. Estaba convencido de que si no se despedía, podía significar que en realidad era solo un hasta luego. Que cuando el viernes siguiente saliera a la calle, se encontraría piel morena, pelo negro, dientes blancos y mandíbula afilada. No quería pensar en que no podría volver a hablar de Tennessee Williams o a ver a Cary Grant a su lado.

Y lo que más miedo le daba era ser olvidado. Que para Jongin todo hubiera sido una mera amistad de verano, y para él hubiera sido mucho más. “Lo peor de la distancia es no saber si alguien te echa de menos o te ha olvidado” había leído Kyungsoo una vez, y vaya si era cierto.

Se quedó mirando el sauce a la entrada de su casa, el mismo sauce por el que pasaban Jongin y él cuando volvían tarde a casa y su padre les preparaba deliciosas tortitas con salsa de arándanos. Los arándanos favoritos de Jongin eran los rojos, como las tapas del libro que ahora sostenía en sus manos mientras agonizaba y se preguntaba qué hacer.

El sonido del reloj aumentó su angustia. Tic. Tac. El tiempo pasaba, los minutos corrían. James, Takeru y Yixing estarían abrazando a Jongin. Los pantalones yacían olvidados sobre los pies de la cama. Estarían haciendo una reverencia a su madre, y ella la estaría devolviendo simplemente para ser cordial y mantener las apariencias (“como siempre hace”, decía su hijo). Un pájaro se posó en el arce y empezó a cantar. “A veces me da la sensación de que estoy en una jaula. Me pregunto si alguna vez fui un pájaro. No te rías, Kyungsoo, estoy siendo serio”. Dientes deslumbrantes, carcajadas limpias. “¿Que pájaro crees que sería?”. “¿Y qué más da eso?”. Resignación, suspiros. “Tienes razón”.

- Serías una golondrina - respondió Kyungsoo a nadie.- Porque tienes que volver a mí - añadió con voz temblorosa.

Se levantó corriendo de la cama, vistiéndose como pudo, saliendo de casa con la camiseta que llevaba vistiendo durante tres días. Agarró el libro con una mano y corrió dirección Division Street lo más rápido que pudo. Llegó a la verja negra jadeando. Nunca había sido un chico demasiado deportista y los años de sedentarismo le pasaron factura, al menos eso pensó cuando tuvo que doblarse de dolor antes los puntos en su estómago, apoyando las manos en sus rodillas y con el libro de tapas rojas bajo el brazo.

Miró hacia la casa blanca, apartando unos cuantos mechones para fijarse mejor. No veía a nadie. La casa se había quedado sin vida alguna. Se acercó más, esperando ver que el coche de los Kim todavía no había abandonado la vivienda, que había habido un contratiempo de última hora y habían tenido que esperar cinco minutos más. Cinco minutos más era suficiente. Pero no era así, y Kyungsoo se cayó al suelo, tal vez por la extenuación, tal vez por la ansiedad, tal vez porque le temblaban las piernas y ardía el pecho. No sabía exactamente cuánto de tarde había llegado, pero estaba seguro de que podía escuchar el sonido de un motor en la distancia.

Las tapas del libro brillaban por la gran cantidad de insolación. Kyungsoo se sorprendió a sí mismo odiando la luz, odiando la brillantez del dramático momento, mientras esperaba sobre el arenoso suelo, preguntándose qué debía hacer. Sintió que tenía un punto en la garganta que le dolía tremendamente, y su mandíbula pareció contagiarse de dicho dolor. Sin embargo, sus ojos permanecieron tal y como estaban.

Se levantó resignado, sin saber qué pensar, sin saber qué decir, con la esperanza muerta en algún lugar de su interior. Las cosas no pasaban así en los libros. La gente era feliz, la lluvia acompañaba las escenas tristes y los besos culminaban el drama.

Miró a su alrededor. Ya no quedaba nada. Takeru no estaba, Yixing no estaba, James no estaba.

Jongin no estaba.

Volvió a casa a un tercio de la velocidad inicial, andando sin ganas, con los brazos muertos a sus lados y el libro rojo aguantado por una mano que casi carecía de fuerza ya. Entró en su casa y oyó que su padre le decía algo desde la cocina, pero no escuchó porque su mente se encontraba a kilómetros de ese lugar. Se adentró en su habitación, se sentó en la silla (todavía con unos pantalones que ni se molestó en apartar) y cogió su pluma.

Escribió disculpas improvisada en palabras impersonales, como si Jongin nunca hubiera formado parte de su vida, como si solo fuera ese primo lejano al que se veía una vez cada milenio en una comida familiar. Puso el punto y final y firmó en la hoja que más tarde introduciría en el libro. El libro se quedó sobre el escritorio mientras Kyungsoo lo evitaba como si fuera el portador de un virus, hasta que al día siguiente lo metió en un sobre y lo llevó a la oficina de correos.

Cuando salió del edificio, el sol volvía a bañar Donaldsonville de luz y calor. Kyungsoo miró al despejado cielo y entrecerró los ojos ante la claridad. Sobre las escaleras de piedra caliente, a las doce del mediodía de un viernes de agosto de 1947, decidió que era mejor olvidar que ser olvidado. Decidió que pasaría de página y que no volvería atrás nunca más. Se centraría en el futuro, en su sueño, en seguir día a día.

En olvidar día a día.

“PD: y si en algún lugar lejano, en tu nueva vida, nos volvemos a encontrar, te sonreiré”

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reto: sn, r: pg-13, p: kaisoo

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