Tiempo de desafíos: La piedra en el camino - Parte 3/4

Jun 21, 2013 09:16

Parte 1 - Parte 2

Advertencia: el texto bajo el cut no es apto para menores de 18 años.

La piedra en el camino
Autor: Enia
Fandom: Hansel y Gretel - Cazadores de Brujas
Pairing: Hansel/OC
Rating: el máximo, por futuros momentos.
Beta: la talentosa mordaz
Resumen: La vida que tenemos es exactamente la que queremos. ¿O no?
Disclaimer: el personaje de Hansel no me pertenece. Su apellido fue elegido durante un chat con __marion__, así que tampoco puedo adjudicarme autoría. El personaje original es todo mío y cualquier parecido con una persona real, probablemente no sea una coincidencia.

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Parte 3

El invierno era la segunda estación favorita de Mariam.

Le gustaba el frío en su piel. Le gustaba el olor en el aire, limpio de todo artificio, como si la naturaleza se hubiera despojado de sus perfumes al mismo tiempo que de su follaje. Le gustaba sentarse arropada junto a la chimenea para tejer o coser. Le gustaba desgranar pasas de uva bajo los rayos de sol que entraban por las ventanas de la habitación que servía como cocina, comedor y sala. O en las horas de la siesta, ubicarse bajo el roble junto a la casa y deshojar ramas de cedrón, o tejer canastos y tapetes para vender en el mercado del pueblo.

Cuando Thomas vivía, solían sentarse juntos y él se dedicaba a tareas manuales mientras ella le contaba los últimos cotilleos de Brotadle. Cuando él ya no estuvo allí, siguió disfrutando de esos momentos en soledad, aunque le contaba los cotilleos a los perros de tanto en tanto.

Ese invierno, sin embargo, se le antojó más gris, más frío y más largo que todos los anteriores.

Hansel salió de su casa un par de meses antes, dejándole el recuerdo de un beso que aún le provocaba escalofríos. Una parte de ella se alegraba que él hubiera optado por marcharse, antes de que los recuerdos fueran de mucho más que un beso. La otra, esa que despertaba por las noches agitada y sintiendo un anhelo retorciéndose en su interior, rechinaba los dientes con enfado. Porque aunque prefería que su vida retornase a la ruta tranquila y normal de siempre, no podía evitar desear saber qué había más allá. No podía evitar darse cuenta que, quizás, sus amigas del pueblo, cuando hacían alharaca por estar con sus hombres, no estaban desvariando tanto. Él le había hecho vislumbrar todo lo que podía ser. Y luego se había marchado, dejándola con la imagen incompleta y ganas de gritar de pura frustración.

Al menos, esa fue la sensación durante las primeras tres semanas.

En la quinta semana, las lluvias torrenciales distrajeron al pueblo de lo sucedido con los niños fugados, y Hansel desapareció de las conversaciones llenas de risitas de sus amigas. Mariam se abstenía de participar de dichas charlas, por miedo a que todos supieran que conocía a Hansel incluso de antes de la desaparición de los niños. Pero agradeció que dejaran de nombrarlo. Y de describirlo. Y de fantasearlo.

En la sexta semana tras la partida de los hermanos Brentner, Mariam ya conseguía atravesar el día sin que Hansel se le apareciera de la nada en cualquier momento. O en todos los momentos. Particularmente, en los más inadecuados. Como en el medio del sermón del domingo, en la iglesia.

En la séptima semana tuvo una charla muy seria consigo misma y se amonestó severamente por dejar que un hombre trastornara tanto sus estados de ánimo. Figurativamente, se propinó a sí misma una buena sacudida y cerró con firmeza la puerta de todo lo que no fuera la realidad de su vida: la granja por atender, los animales por cuidar, la siembra por realizar.

En la octava semana, el dolor sordo del vacío que sentía en el pecho, ya se había transformado en algo cotidiano. La tierra anegada por las lluvias se había secado, pero los surcos habían desaparecido, así que invirtió dos días en arar antes de poder sembrar.

Cuando se acercaba la novena semana, la siembra estaba casi concluida y a Mariam el peso del saco de granos estaba pasándole factura. Era jueves, el sol se dirigía con decisión hacia oscuras nubes en el horizonte y la cintura la estaba matando.

Parada en el cuadrante nordeste del campo arado, se enderezó, apartando los rebeldes mechones de pelo rojo de su rostro con el dorso de los dedos sucios. Colocó la mano como visera para evaluar cuánta luz de día le quedaba, cuánto faltaba sembrar y cuánto le restaba de energía. Decidió que lo que le faltaba era demasiado, tomando en cuenta el resto de las tareas que tenía pendientes. Y que quizás esas nubes eran de tormenta.

Aún debía cortar algo de leña, descolgar la ropa limpia y preparar la cena, antes de sentarse a reparar un par de los canastos de mimbre para huevos.

Suspiró, añorando poder darse un baño caliente. Pero acarrear agua suficiente para llenar el barreño que había en su cuarto y calentarla, se le antojaba en ese momento una tarea descomunal. Se prometió a sí misma que lo haría en el fin de semana y tras inspirar profundo, llenándose los pulmones de aire frío, regresó a la casa.

Llevaba sus viejas botas de goma y unos pantalones de Thomas, que había acondicionado para su tamaño. La camisa también era de su difunto marido, gruesa y adecuada para trabajar la tierra. Los perros barrieron el frente del granero con sus colas cuando la divisaron, pero no se molestaron en acercarse. Mariam dejó su morral de granos en el interior de la casa, para evitar que las ratas se hicieran un festín durante la noche. Tras avivar el fuego en la chimenea y colocar agua a calentar para poder lavarse un poco el cuello, los brazos y los pies, salió a la tarde mortecina a buscar la ropa limpia y seca.

Cortar leña le llevó más de lo previsto porque en lugar de lluvia llegó un viento helado, que le dificultó la tarea. Eso y que el hacha necesitaba ser afilada. De nuevo. Suspirando, terminó de apilar los maderos en el espacio techado junto a la puerta y llamó a los perros. Una vez que los canes estuvieron dentro, ella los siguió y puso las trabas.

Por un momento, se quedó apoyada contra la puerta. Los ojos cerrados, las mejillas enrojecidas por el frío, las manos agrietadas por el trabajo a la intemperie. Se recriminó no haber contratado a alguien que la ayudara. Luego se repitió que no tenía el dinero suficiente. Esa voz que insistía en parecerse a la de su tía Edwina le recordó que siendo mujer, había más de un modo de pagar. Que siendo mujer, ni siquiera necesitaba encargarse de esas tareas. Sólo tenía que casarse.

El problema, se dijo mientras abría los ojos y los clavaba en las vigas del techo, era que ella no quería casarse. No por ese motivo, al menos.

Ya se había casado una vez por todos los motivos lógicos y adecuados.

La próxima vez, quería... Dejó la frase inconclusa. Lo que quería, no requería de matrimonio. Y de todos modos no lo tendría, porque probablemente, él estaba quién sabía dónde, enzarzándose a golpes con alguna bruja. O enredado con alguna chica en alguna taberna. O quién sabía haciendo qué, pero definitivamente, no estaba haciendo planes para vivir el resto de su vida con ella. ¡Ni siquiera había hecho planes para ayudarla con la siembra!

No, no quería casarse, se dijo con énfasis. Quería sacarse las dudas respecto a algunas cosas, nada más. Para lo cual, claramente y en vista de la experiencia, sólo requería de un hombre en particular.

Fuera de ese detalle, no necesitaba a ningún hombre en su vida.

No necesitaba que la protegieran. O que le llevaran las cosas. O que le cortaran leña. O que le afilaran un hacha. O que le acarrearan agua desde fuera para llenar el barreño. Ella podía valerse perfectamente bien por sí misma y vivir su vida como le placiera, sin someterse al juicio y supervisión de ningún macho. Se quitó la chaqueta con gestos bruscos y la lanzó al respaldo de la silla más cercana.

"¿Y qué hay de todo ese hormigueo que te provoca recordar el beso de Hansel?", le preguntó esa vocecita idiota e insidiosa, que insistía en traer a colación al cazador de brujas. "No te veo solucionando sola ese cosquilleo, hermana".

Bufó, apartando un mechón de pelo que caía sobre su cara, y desestimó el asunto para dirigirse a la minúscula cocina. No tenía hambre, pero no comer estaba descartado. No se podía ser una mujer independiente si se desfallecía por falta de sustento.

Afuera el viento aulló con fuerza y las llamas crepitaron en el hogar. El agua que había puesto a calentar borboteaba sobre el fuego. Extrajo suficiente para entibiar la que usaría para lavarse, y dejó el resto para preparar una sopa.

Estaba restregándose los brazos y el cuello con un paño, antes de ponerse a cocinar, cuando escuchó el golpe en la puerta. Se quedó muy quieta y aguardó. Podría haber sido una rama, acarreada por el viento. Se asomó al salón desde la habitación y vio que los perros estaban erguidos junto a la chimenea, con las orejas alertas. Los golpes volvieron a sonar, esta vez con una cadencia que no dio lugar a dudas. Había alguien allí afuera, en la noche.

Se apresuró a buscar la escopeta y acomodándola en su cadera, apuntó hacia la puerta. Los perros se pusieron de pie, pero siguieron sin ladrar.

"¿Quién es?", preguntó, intentando que su voz no denotara nervios.

"Soy yo".

Mariam se congeló donde estaba. El corazón le bombeó con fuerza y las entrañas se le enroscaron.

Ella le había dicho que iniciaría la siembra por esas fechas, con la oculta esperanza de que acudiera a ayudarla. Pero había terminado por descartar que fuese a aparecer. Casi con saña se había obligado a aceptar que quizás él no regresaría nunca más.

Y ahora estaba allí.

El viento volvió a aullar fuera y los postigos de las ventanas se sacudieron con violencia, haciéndola reaccionar. Sin soltar la escopeta, se acercó a la puerta y tras un momento de duda, quitó las trabas y la abrió.

Hansel estaba parado justo del otro lado. El pelo más largo, el abrigo sacudiéndose alrededor de sus piernas, la estrambótica arma colgando de su hombro. El rostro ojeroso, los ojos indescifrables.

Se miraron por un instante. Las oleadas de viento les revolvieron el pelo a los dos.

Él no pareció encontrar su voz. Ella se limitó a apartarse indicándole que pasara. Él apretó los labios y entró, envuelto en viento helado y pequeñas hojitas. Ella volvió a colocar las trabas y, sujetándose del picaporte, se apoyó en la puerta y lo miró.

Se percató que la estancia que abarcaba tres cuartas partes de la pequeña casita, parecía extrañamente llena. No se sorprendió. Había ocurrido lo mismo cada vez que él estuvo allí dentro. Como si su presencia invadiera y usurpara.

Él dejó su arma sobre la repisa de la chimenea y extendió sus manos hacia el fuego, frotándolas para calentarlas. Su pelo estaba todo alborotado y sus botas acarreaban el polvo de incontables millas. Tras un momento, levantó la vista y la clavó en ella, que seguía junto a la puerta.

La manera en que la miró la hizo tremendamente consciente de su aspecto. De su piel aún húmeda que se veía a través del cuello abierto de la camisa. Del pelo desaliñado por horas de trabajo e innumerables ocasiones en que se lo apartó enterrando en él sus dedos. De su atuendo masculino, con el pantalón viejo que colgaba de sus caderas sostenido por una soga, porque Braco, el mastín, había decidido destrozar el cinturón dos días antes.

Jamás en su vida se había sentido más poco atractiva y se preguntó qué se estarían cobrando los dioses para permitir que él apareciera justo en ese momento. Sin darse cuenta, se mordió el labio inferior, intentando encontrar algo que decir.

El rostro de él se tensó. Antes de que ella tuviera tiempo de pestañear un par de veces, él se acercó y levantando una mano llena de cicatrices, deslizó un dedo áspero por su mentón, obligándola a liberar el labio con suavidad.

Ella sintió que el pulso se le disparaba y el aire se le quedaba atrapado en los pulmones. Él le cubrió la mejilla con la mano, acariciándole el pómulo con el pulgar. Ella inspiró profundo y pensó en preguntarle si quería cenar. Él levantó la otra mano para acunar su rostro y la besó.

Mariam no era experta en besos. Thomas solía besarla con cariño, como si besar sus labios no fuera muy diferente de besar su mejilla. Apoyaba su boca contra la de ella, variando el grado de presión dependiendo de si era un saludo, una mera caricia o un indicio de que quería tener relaciones. Hubo un hombre del pueblo que, tras la muerte de Thomas, la tomó por sorpresa y la besó, apretándola contra un árbol. Ella se resistió, propinándole un rodillazo en la entrepierna que lo dejó gimiendo en el camino. Pero luego tardó días en que desapareciera la desagradable sensación de dientes que chocaron y de tener saliva por todos lados.

Entonces, vino Hansel, que era uno de los hombres más parcos, correctos y tímidos que había conocido. La besó una vez e hizo tambalear todas sus nociones acerca de los hombres, los besos y las necesidades.

Una de sus amigas de la adolescencia, Uma, había invertido mucho tiempo en contarle cómo, de qué modo, su novio le licuaba las entrañas sólo con besarla. Le habló de lenguas que se acariciaban, bocas abiertas, jadeos, dedos de los pies encogidos, necesidad de tocarlo y que la tocara. En aquel momento, pensó que su amiga inventaba. Luego, cuando se casó con Thomas, pasó de sólo creerlo a estar segura. Ella nunca sintió la necesidad de arrancarle el camisón de dormir a Thomas cuando él la buscaba en la cama.

Cuando Hansel la había besado, dos meses atrás, se replanteó su escepticismo.

Ahora, parada contra la puerta, con Hansel besándola como si no tuviera nada mejor que hacer, acariciándole con la lengua el labio que ella acababa de morderse, si hubiera podido pensar, habría reconocido que su amiga estaba en lo cierto.

Pero pensar no estaba en su agenda.

Tampoco parecía estarlo en la de él, que se separó de ella apenas lo suficiente para respirar y luego volvió a besarla. Con un gemido, ella se aferró a las muñecas masculinas. Para evitar que se apartara, para sostenerse de algo firme, para compensar que las rodillas le temblaban un poco y los dedos de los pies se le encogieron dentro de las botas.

Braco, el mastín, ladró y saltó contra la espalda de Hansel, reclamando atención y saludo. Él aguantó el embiste sin moverse, pero el perro lo devolvió a la realidad. Se apartó y miró a Mariam a los ojos, como si estuviera buscando algo. Preguntándole algo.

Ella se enderezó y soltando la muñeca izquierda de él, abrió la puerta con la mano derecha.

"Braco, Breton, afuera".

Los perros salieron corriendo, ella volvió a cerrar, él le acarició el contorno del rostro con esos dedos ásperos de uñas algo sucias y descuidadas. Ella contuvo el aliento, una mano cerrada en el picaporte, la otra apoyada aún en la muñeca masculina. Las manos de él se deslizaron por la columna de su cuello y trazaron el dibujo de las clavículas sin adentrarse más allá de lo que mostraba la camisa. El pulso de ella latió aún más errático. Los ojos de él, que habían seguido el recorrido de sus dedos, volvieron a mirarla. Y a preguntar.

Ella supo que si se batía en retirada, él respetaría su decisión. En un segundo, evaluó todos los pro, todos los contra; todos los días y las noches que habían pasado desde la última vez que él estuvo en esa misma habitación, besándola. Desde que se fue sin haber hecho otra cosa que besarla.

Él esperó, todos los músculos en tensión, todos esos demonios que se habían desatado la última vez que estuvo con ella, apenas sujetos.

Ella soltó el picaporte y levantando la mano, tocó con la punta de los dedos el pelo revuelto de él. Los deslizó hacia atrás, le acarició la nuca, bajó la mano hacia un hombro mientras su otra mano subía por el antebrazo hasta el otro hombro. Se puso en puntas de pie y lo besó.

No como él la había besado, con ternura casi reverente, mezclada de anhelo. Lo besó como había fantaseado besarlo durante ocho semanas. Con la boca abierta. Las manos detrás de su cuello, enredadas en su pelo. Los senos aplastados contra el pecho masculino. La pelvis encajada alrededor de una de sus piernas.

Él tardó medio segundo en comprender que la respuesta a su pregunta no sería verbal. Medio segundo más en cerrar los brazos alrededor del torso femenino y desaparecer cualquier resquicio de espacio entre ambos. Vagamente, se preguntó a qué exactamente estaba accediendo ella. Subió una mano por la espalda hasta cerrarla en el rodete desarmado de cabello rojizo. Ella ladeó la cabeza, cambiando el ángulo del beso, y él dejó de hacerse preguntas.

Ella no registró que los gemidos que resonaban en el cuarto eran suyos. Él se separó apenas, con la respiración entrecortada. Ella aprovechó entonces para acariciarle los labios con la lengua, tal y como él había hecho un momento antes, y lo sintió ponerse rígido. Intentó apartarse, pensando que quizás no le había gustado, que tal vez había ido muy lejos, que probablemente las mujeres decentes no hacían ese tipo de cosas. Él no le permitió seguir cuestionándose estupideces y asaltó su boca en un saqueo en toda regla.

Mientras le sostenía la cabeza con una mano, los dedos enterrados en la espesa mata de pelo rojizo, deslizó la otra por la curva de la columna hacia abajo. Abarcó su trasero y la apretó contra su erección. Ella lanzó una exclamación ahogada y tras un par de segundos, se apartó jadeando. Sus labios entreabiertos se rozaban cada vez que respiraban. Los pechos de ella se enterraban en las capas de ropa de él, los pezones duros, la piel sensibilizada. Los ojos de ella abiertos, los de él también.

"No puedo quedarme", dijo él con una voz que no sonó como la suya.

Ella parpadeó dos veces. Sus manos descendieron hasta las solapas de cuero del abrigo y sin apartar la mirada de los ojos azules del hombre, deslizó la prenda por los hombros y la bajó por los brazos, dejándola caer al suelo.

"Lo sé", respondió.

Ella volvió a morderse el labio inferior. Él volvió a besarla. Regresó sus dedos hasta el cuello abierto de la camisa que ella se había colocado esa mañana, y con rapidez le desabrochó los botones. Apartando los faldones, subió las manos desde la cintura y las cerró en los pechos femeninos, cubiertos por una camisola de fino lino.

Ella jadeó contra sus labios, asombrada de que algo que Thomas había hecho antes, de repente fuera tan distinto con Hansel. Él recorrió con la boca la mandíbula femenina y besó el punto donde se unía al cuello, junto a la oreja. Ella entendió lo de tener las rodillas reducidas a gelatina cuando cerró sus manos con fuerza en los antebrazos masculinos. Los labios de él comenzaron a moverse hacia la clavícula. Ella buscó aire, tirando de la camisa de él para desprenderla de la cintura del pantalón.

"Trabajé todo el día... yo... necesito un baño", murmuró, colando sus manos por la piel caliente de la espalda de Hansel.

"Yo también", replicó él y con un movimiento rápido, se quitó la camisa por la cabeza sin desabotonarla, y la tiró al montón a sus pies.

La tormenta arreció afuera. Los perros rascaron la puerta para que les dejaran entrar. Un leño se quebró en la fogata de la chimenea. Las horquillas de Mariam apenas se escucharon al chocar contra el suelo, mientras la mata de pelo como fuego caía por su espalda.

Él comenzó a moverse hacia la habitación, sin dejar de tocarla, besarla, desvestirla. Porque quizás él estuviera acostumbrado a todo tipo de situaciones o lugares, pero ella merecía tiempo y la comodidad de una cama, no la madera dura de una puerta. A ella el lugar no le preocupaba, en tanto no se detuviera.

"Llevas pantalones", murmuró él, peleando con la cuerda que sostenía la prenda alrededor de las caderas de Mariam.

Ella le besó el pecho y recorrió con la lengua una cicatriz de su hombro derecho.

"Son más cómodos para trabajar", respondió mientras seguía explorándole el pecho con los labios.

Él maldijo la bendita cuerda que no cedía a sus tirones. Ella le apartó las manos para deshacerse de su propia ropa con mayor rapidez. Él aprovechó para quitarse las botas y sacarse los pantalones. Para cuando ella sólo vestía su camisola de lino muy fino, él volvió a cogerle el rostro entre las manos y permitió que todos sus demonios corretearan libres. Ella se dejó caer sobre el colchón; las mantas prolijamente tendidas debajo, él encima.

Ella sentía que toda la piel le ardía, cada lugar que él tocaba o besaba, le abrasaba. Él le pasó la camisola por la cabeza porque le resultaba ofensiva. Ella se desplomó sobre las mantas ya no tan prolijas, iluminada por la luz de una lámpara de aceite que colgaba de la pared, junto a la cama. Él se sostuvo sobre el brazo izquierdo y la miró. El pelo desparramado contra la colcha oscura, la piel clara salpicada de pecas, los pezones oscuros y duros, los pechos que subían y bajaban al ritmo agitado de su respiración, el vientre apenas abombado, las caderas redondeadas, las piernas fuertes.

Con dedos no del todo firmes le acarició el vientre, recorrió las costillas, delineó el seno derecho y siguió hacia el cuello. Girando la mano, deslizó los nudillos a lo largo de la quijada y la miró a los ojos.

Ella se estremeció con ese roce reverente, más intenso porque casi no la estaba tocando. Nunca en su vida se había sentido más adecuada o más deseada. Ni más poderosa.

"¿Por qué regresaste?", preguntó ella.

Él aferró un puñado de cabello y se inclinó para olerlo. Los pechos de ella se enterraron en el torso masculino. Los dos se estremecieron.

"Dijiste que ibas a sembrar en ocho semanas", respondió.

Ella elevó la cabeza, ofreciéndole sus labios, moviendo su cuerpo contra el de él.

Él la besó sin reservas, disfrutando de la suavidad de su piel, cubriendo sus pechos con sus manos callosa. Ella se arqueó contra él, recorriendo el mapa de las cicatrices de su espalda con las manos sin siquiera notar que estaban allí. Él dejó de besarla para descender por su quijada, dejando un rastro de calor húmedo por su cuello para concentrarse en sus senos inflamados. Ella gimió una súplica que no era capaz de articular. Él sonrió, evaluando a cuál de los dos pezones se dedicaría primero.

Ella vio su sonrisa y su mano reptó por el costado de Hansel, para colarse entre ambos y cerrarse alrededor de su erección. Él exhaló, acariciando con su aliento caliente la sensible piel que estaba saboreando. Había tenido toda la intención de tomarse su tiempo, de descubrirla, de averiguar qué le gustaba, qué la enloquecía y qué no. Sólo que en su imaginario ella era más pasiva. No lo acariciaba de ese modo, variando la presión, variando la velocidad.

Mariam observó fascinada cómo los rasgos de Hansel se tensaban, la respiración se le quedaba congelada por un instante en el pecho y las pupilas se oscurecían aún más. Esta vez, la que sonrió fue ella. Levantó la cabeza, mientras presionaba a lo largo de la carne caliente y palpitante entre sus dedos, y le succionó con suavidad la piel sobre la nuez de Adán.

Él perdió el control que le quedaba. Sus ideas de tomarse su tiempo desaparecieron y la besó con una urgencia desbordada. Le apartó la mano y entrelazó los dedos contra el colchón, junto a su alborotado pelo rojo. Con la otra, buscó entre los rizos de su entrepierna y la encontró caliente, estrecha y húmeda. Palpitando. Por él.

Introdujo un dedo y los músculos internos de ella se cerraron con fuerza alrededor de él. Con el pulgar, comenzó a dibujar círculos sobre su clítoris, mientras usaba su dedo para buscar, tantear y prepararla. Ejercía presión, salía, volvía a entrar. Ella gemía y se retorcía, moviéndose contra su mano, sintiendo cómo la presión en su interior crecía sin pausa.

Quiso pedirle que dejara eso para después y entrara en ella de una buena vez, pero no fue capaz de encontrar su voz. Él abandonó su boca para succionar uno de sus pezones. Ella casi sollozó. Él introdujo un segundo dedo, presionó, acarició, siguió moviendo el pulgar contra el clítoris. Ella gritó y se estiró. La espalda en un arco, el cuello tenso, los músculos contrayéndose alrededor de los dedos de él.

A él se le antojó que pocas veces había visto algo más fascinante que el cuerpo de Mariam en ese momento, falto de aire, todo sudor, calor, temblor en un instante, para luego transformarse en una masa de músculos desmadejados.

Aguardó hasta que ella volvió a apoyar su espalda en el colchón y la besó. Se acomodó entre sus muslos abiertos y sin abandonar su boca, la penetró, conteniéndose para no hacerlo de un empujón brusco. Ella gimió, los ojos cerrados, los labios entreabiertos. Un gemido que se le quedó atragantado mientras él continuaba su avance. Hasta que estuvo enterrado en su interior, latiendo con ella.

Él se movió despacio al inicio, incrementando la velocidad tras unos pocos empujones. Ella se movió con él, separando las piernas para darle más acceso, levantando las caderas para salirle al encuentro cuando él embestía de regreso.

Él sabía que no iba durar mucho. Se elevó sobre los antebrazos para cambiar el ángulo de penetración y aceleró la velocidad de las embestidas. Ella clavó los ojos en los suyos y le sujetó las caderas con ambas manos, gimiendo palabras inarticuladas. Él hizo un esfuerzo por contenerse. Algo le dijo que no debía acabar dentro de ella, pero lo único que alcanzó a hacer fue a enterrar el rostro en el cuello femenino mientras con un gemido gutural explotaba.

Durante un largo momento, el mundo se desdibujó. Él fue incapaz de moverse. Ella lo abrazó, contenta con intentar recuperar el aliento. Tras unos instantes, sin salir de su interior, él se recostó sobre su costado. Ella giró con él, subiendo una pierna alrededor de la cadera masculina, prolongando el abrazo, el calor, la intimidad. Él le acarició el rostro. Los ojos de ella estaban oscuros, sus labios hinchados, la piel brillante de sudor, el pelo revuelto.

Él la besó, lento, suave. Deslizó la mano a lo largo de la espalda femenina, acariciándola con relajada parsimonia. Ella le devolvió el beso, moviendo su pie por la pierna de él.

Los postigos se zarandearon con fuerza y Braco ladró enfadado en la puerta, arañando la madera para dar énfasis a su opinión de que no le dejaran entrar. Ella sonrió, pensando que debía enviar a Uma una disculpa por considerar que fantaseaba. Él no tenía energía ni para sonreír.

"Ya casi he terminado de sembrar", susurró ella.

Él acarició los labios aún húmedos e hinchados, apoyó su frente contra la frente de Mariam y asintió.

"Entonces... deberé regresar para la cosecha”.

Parte 4

¡Besos!
Enia

fanfic escritos hansel & gretel: cazador

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